(Una semana antes del fallecimiento de Diana)
Escena:
Sacristía de la Parroquia. Domingo al mediodía, después de
la misa. El aroma del incienso aún flota en el aire y la tenue luz del sol se
filtra por el vitral, pintando la estancia de suaves colores. El Padre Salvador
está retirándose la estola, cuando entran Andrés y Gabriel con una mezcla de
reverencia y picardía.)
Andrés:
—¡Padre Salvador! Si esa homilía no fue con nombre y apellido, ¡al menos
llevaba nuestra foto!
Gabriel:
—Tal cual, parecía más bien un llamado de atención directo del cielo... “Un sol
que se cree luciérnaga”… ¡Eso somos nosotros! Ocultándonos detrás de los
estudios y mil cosas más...
Padre
Salvador (sonriendo mientras cuelga la estola):
—¡Ja! Ustedes lo han dicho, muchachos… Y no crean que no me doy cuenta. Ya
tenía semanas sin verlos por aquí metidos en nada. ¿Dónde estaban? ¿En el reino
de las tareas eternas o en el imperio de las novias?
Andrés (con
tono burlón):
—Bueno… tal vez un poco de ambos, padre. Pero las novias exigen más fe que las
matemáticas.
Gabriel:
—¡Y más penitencia que los exámenes finales!
Padre
Salvador (riendo con voz grave y afectuosa):
—¡Tengan cuidado! Que si ponen más atención en las novias que en la misa, van a
terminar sin sacramentos y sin amores... Y eso sí es exilio.
(Se vuelve y los mira con ternura.)
—Miren, Pedro y Diana… desde siempre han sido columna de esta parroquia. Diana
con sus cantos y Pedro con su corazón servicial. Ahora que los años pesan más,
ayudan menos con las manos, pero mucho más con el alma. La oración de ellos dos
vale más que cien reuniones de pastoral.
Gabriel (en
voz baja):
—Es verdad… Diana siempre tenía una sonrisa y una palabra para cada quien.
Padre Salvador
(más serio, pero sereno):
—Por eso les digo, no pierdan el rumbo. No se trata de hacer mil cosas, sino de
caminar con propósito… como Frodo.
Andrés
(frunciendo el ceño):
—¿Frodo?
Padre
Salvador:
—Sí. Frodo Bolsón, el pequeño hobbit de la Comarca. ¿Han leído El Señor de
los Anillos?
Gabriel
(entusiasmado):
—¡Sí! Me encanta. Aunque hace tiempo no lo toco...
Padre
Salvador:
—Entonces recuerden la escena en Lothlórien, cuando Galadriel, la dama del
bosque, es tentada por el poder del Anillo. Ella lo rechaza, y le dice a Frodo
que incluso los más pequeños pueden cambiar el curso del futuro. ¡Eso es clave!
(Acalla su tono y se vuelve reflexivo.)
—Ustedes tienen una misión hoy, jóvenes: luchar por sus sueños, sí. Pero no en
solitario. Con Dios. Como Frodo con Sam. No estamos hechos para cargar el
anillo solos.
Andrés
(asintiendo lentamente):
—Ni para olvidar el camino hacia el Monte del Altar…
Padre
Salvador (poniéndole una mano en el hombro):
—Exacto. Y el altar no es sólo de misa, sino de vida. El sacrificio, la
entrega, la fidelidad. Dios no se cansa de esperarlos. Así que… ¿nos vemos el
viernes para confesión?
Gabriel
(haciendo una leve venia):
—Será un honor, mi señor… quiero decir, mi padre. Que Elendil nos acompañe.
Padre
Salvador (riendo fuerte):
—Y que el Espíritu Santo sea su mapa. ¡Nos vemos, hobbits descarriados!
(Andrés y
Gabriel salen entre risas y pensamientos profundos, mientras el Padre Salvador
vuelve a su banco en la sacristía. Afuera, las campanas resuenan como ecos de
Lórien en la ciudad.)
Narrador:
Tras la breve conversación con el Padre Salvador en la sacristía, Andrés y
Gabriel salieron de la iglesia en compañía de sus novias. El sol del mediodía
se filtraba entre las hojas del almendro frente al atrio, mientras las campanas
aún resonaban en el recuerdo.
Andrés
(sonriendo mientras caminaba con su novia):
—Te lo dije… el padre Salvador me lanzó esa homilía directo a los ojos.
Gabriel
(riendo):
—¡Y a mí! Cuando dijo “hay quienes creen ser soles y no llegan ni a
luciérnagas…” pensé que me iba a señalar con el dedo.
Novia de
Andrés:
—Bueno, si se sienten aludidos, por algo será.
Gabriel
(fingiendo indignación):
—¡Traición en mi propio ejército!
Narrador:
El camino hasta la casa de Pedro no era largo, pero estaba lleno de memorias.
Al llegar, como de costumbre, Andrés abrió el portón sin tocar —las puertas del
alma rara vez necesitan golpearse— y gritó:
Andrés:
—¡Pa! ¿Dónde estás?
Narrador:
Pedro apareció desde el corredor, secándose las manos con un paño. Gabriel, con
su costumbre afectuosa, le dio un largo abrazo y un beso en la mejilla.
Gabriel:
—Dios te bendiga, don Pedro.
Pedro (con
voz alegre pero serena):
—¡Llegaron justo a tiempo! La mesa está casi lista.
Narrador:
Las novias fueron directamente a la cocina, donde saludaron con cariño a Diana,
quien ya tenía el delantal puesto y la mesa medio servida.
Novia de
Gabriel:
—¡Hola, doña Diana! ¿Le ayudo con algo?
Diana (con
sonrisa dulce y voz pausada):
—No, hijita, ya está todo. Solo me ayudas con una oración por esta pierna que
no quiere obedecer.
Narrador:
Poco después llegaron Tomás, Joaquín con Mercedes —que traía en brazos al
pequeño Pedro Celestino— y Elías, el menor, quien entró silbando bajito y con
aire travieso.
Joaquín
(dejando un libro en la repisa):
—Aquí estamos, justo a la hora… como siempre. El libro de hoy era Los hijos
de Húrin, no me lo podía despegar.
Mercedes (mirando
a su esposo con ternura):
—Él jura que nació en la Comarca.
Narrador:
Rieron todos. Pedro, desde la mesa, los contemplaba como quien ve florecer lo
sembrado. Diana trajo la última fuente al comedor, y todos se sentaron a la
mesa como cada domingo. Una costumbre que ni el tiempo ni la distancia lograban
romper.
Pedro (con
tono solemne y cálido):
—Antes de comer, demos gracias a Dios por el don de la familia… y porque,
aunque algunos de ustedes anden más pendiente de las novias que de la misa
—miró con picardía a Andrés y Gabriel—, el Señor nunca deja de esperarlos.
Todos
(riendo):
—¡Amén!
Narrador:
La mesa estaba servida con lo mejor que había en casa: arroz con pollo, tajadas
doradas, ensalada fresca y jugo de guayaba. El pequeño Pedro Celestino, en
brazos de Mercedes, jugaba con una cuchara de madera como si fuese una espada
de Elendil.
Diana
(mirando al niño):
—Este va a salir lector como el papá... o guerrero como los hobbits de Joaquín.
Joaquín
(riendo):
—Que sea lector y guerrero. Como Frodo... pequeño, pero con el corazón grande.
Narrador:
El ambiente, aunque sencillo, estaba lleno de algo más fuerte que la comida:
estaba colmado de amor, de vínculos nacidos no solo de la sangre, sino del
camino compartido.
Pedro
(mirando a Andrés y Gabriel):
—¿Saben? A veces pienso en cómo llegaron ustedes a esta mesa...
Diana
(asintiendo mientras repartía pan):
—Y en cómo el Señor los trajo a nuestras vidas, como un regalo.
Narrador:
Andrés, con los ojos entre risueños y humildes, bajó un poco la cabeza. Tenía
15 años cuando comenzó a aparecerse por la iglesia, medio por curiosidad, medio
por buscar un lugar en el mundo. Su padre había fallecido cuando él era apenas
un niño, y su madre hacía lo que podía por sacar adelante a sus tres hijos. Fue
en la parroquia donde encontró un espacio seguro, y en Pedro y Diana, el afecto
que no siempre tuvo en casa. Desde entonces, “Pa” y “Ma” fueron nombres
verdaderos para él.
Andrés (con
voz suave):
—Yo sólo entré a misa ese día porque llovía y no tenía a dónde ir… y salí con
una familia.
Gabriel
(añadiendo):
—Y yo porque Pedro me detuvo una tarde que iba con los muchachos para la
cancha… me invitó a ayudar con los bancos de la iglesia. Y aquí estoy.
Narrador:
Gabriel venía de un barrio difícil, donde la música solía acallar los gritos y
las esquinas no eran seguras. Pero tenía una abuela que rezaba por él cada
noche. Cuando hizo la Primera Comunión, su camino se entrelazó con el de Pedro,
quien no dejó que se perdiera. La amistad con Tomás lo sostuvo, y poco a poco,
fue entendiendo que su vida tenía valor, misión, y una comunidad que lo
esperaba.
Pedro
(mirándolos con ternura):
—Ustedes no llegaron por casualidad. Los trajo Dios… y aquí tienen un hogar.
Siempre.
Narrador:
Hubo un breve silencio. El tipo de silencio que no pesa, sino que honra. Diana
aprovechó para alzar su copa de jugo.
Diana:
—Por la familia… la que nace y la que se escoge.
Todos:
—¡Salud!
Narrador:
Los platos ya comenzaban a amontonarse en el fregadero. Andrés y Gabriel, con
las mangas remangadas, acompañaban a Diana en la cocina. Mientras recogían y
lavaban, las risas y los cumplidos no tardaron en aparecer.
Gabriel (con
cara de satisfacción):
—Ma’, usted debería montar un restaurante. Ese arroz con pollo no lo hace ni la
señora de la fonda del centro.
Andrés
(secando un plato):
—Ni la del seminario, ¡y eso que dicen que allá cocinan con amor!
Diana
(riendo):
—¡Muchachos, qué van a saber ustedes de fondas ni de amor si solo piensan en
las novias y en el balón!
Gabriel
(fingiendo ofensa):
—¡Mentira, Ma’! Yo también pienso en Dios… a veces.
Andrés (en
tono solemne y cómico):
—Y en usted, cuando tengo hambre.
Diana
(sacudiendo el delantal):
—Agradezcan a Pedro, que cocinó conmigo desde temprano. Si no es por él, todavía
estaríamos pelando zanahorias.
Narrador:
En la sala, Tomás, Joaquín y Mercedes habían quedado conversando entre tazas de
café y el sonido dulce del pequeño Pedro Celestino jugando con su abuelo.
Joaquín, mientras observaba el comedor de la casa paterna, comentó con
nostalgia:
Joaquín:
—Recuerdo cuando el padre Celestino nos regaló ese comedor, Mercedes. El
nuestro, allá en casa.
Mercedes
(asintiendo):
—Sí… fue uno de sus últimos regalos en vida. Acacia y algarrobo, como los
bancos del cementerio. Aunque este, según dijo, lo mandaron hacer con un árbol
que se cayó en una tormenta, uno que estaba detrás de la iglesia.
Tomás (con
tono más pausado):
—Ese árbol era casi un símbolo… y el padre Celestino, igual que él: firme,
silencioso, pero lleno de vida.
Narrador:
Recordaron que, poco antes de morir, el padre Celestino había regalado todo lo
que tenía. Vivía con austeridad, aunque nunca con miseria. Tenía una silla
buena, su cama firme, una lámpara de lectura y una cobija gruesa para el frío
del valle. Solía decir con picardía: “El que no descansa, cansa.”
Mercedes:
—Todavía guardo una carta que me escribió cuando Joaquín y yo nos casamos. Era
breve, pero tan suya: “Sean como el árbol fuerte y el viento manso: uno
sostiene y el otro refresca.”
Joaquín
(mirando al horizonte):
—Ese entierro fue como un capítulo de leyenda. Todo el pueblo estuvo allí.
Hasta el obispo, y todos los curas del presbiterio.
Tomás:
—Pero fue difícil decidir dónde sepultarlo. El obispo quería llevarlo a la
cripta de la Catedral, la familia al cementerio de sus abuelos… pero fue el
pueblo el que insistió en que se quedara aquí, en Curarire.
Mercedes:
—Él mismo había dicho: “No me crean si digo que quiero irme… Si muero,
entiérrenme en el ala de la Virgen y San Pedro, en el templo. Allí está mi
morada.”
Narrador:
Y así fue. El día de su muerte, la lluvia no cesó, pero era suave, serena, casi
como un canto. Sin embargo, las centellas iluminaron el cielo toda la noche,
como si Dios estuviera tomando retratos.
Al amanecer,
el pueblo amaneció con un cielo despejado y un sol radiante. Las campanas
repicaban y la procesión fúnebre dio la vuelta entera al cementerio redondo,
como en un último abrazo. Luego, retornaron al templo, donde fue sepultado con
solemnidad en el ala izquierda, donde están la imagen de la Virgen y el Apóstol
Pedro.
Joaquín:
—Nunca había visto tantas flores silvestres juntas. La gente las traía desde
los montes, los huertos, los patios… hasta de los caminos que bajan del páramo.
Mercedes:
—Y entre las montañas, ese día, se vio un curarire florido… vestido de
amarillo. Como si el árbol le rindiera honores.
Narrador:
La casa comenzaba a silenciarse mientras los últimos rayos de sol entraban por
la ventana. Pedro tomaba a su nieto en brazos y murmuraba alguna canción vieja.
Pedro (desde
el porche):
—Bueno, muchachos… mañana es lunes. El que no madruga, no ve el milagro.
Narrador:
Los abrazos fueron largos, las despedidas sencillas, con la promesa de volver
el siguiente domingo.
Gabriel
(estrechando a Pedro):
—Pa’, gracias… por la comida, por la casa, por tanto.
Andrés
(guiñándole a Diana):
—Y guarde arroz con pollo, Ma’, que yo vuelvo aunque sea de madrugada.
Diana
(riendo):
—Y yo aquí estaré, con el delantal puesto.
Las puertas se fueron cerrando una a una. Las luces del cielo nocturno comenzaban a encenderse, como antorchas del recuerdo. Y en algún lugar de ese firmamento, el padre Celestino seguramente sonreía, viendo cómo su familia espiritual seguía floreciendo en Curarire.
La tarde del
miércoles caía suavemente sobre Curarire, tiñendo las calles de un dorado
melancólico. En la casa contigua a la de Pedro y Diana, Mercedes y Joaquín
compartían un momento de tranquilidad mientras el pequeño Pedro Celestino
dormía su siesta.
Mercedes
(sentada en el sofá, con una taza de té):
—Joaquín, encontré un artículo muy interesante en internet. Se titula Casas
muertas. Habla sobre la decadencia de un pueblo y cómo sus habitantes
enfrentan la resignación y el abandono.
Joaquín
(acercándose con curiosidad):
—¿Casas muertas? ¿De Miguel Otero Silva?
Mercedes:
—Sí, pero este artículo es una reseña en un blog llamado Lecturas, yantares
y otros placeres. El autor reflexiona sobre cómo la novela retrata la
muerte lenta de un pueblo afectado por enfermedades y guerras civiles.
Joaquín
(leyendo desde su teléfono):
—Interesante... Mira, aquí hay otro artículo del mismo blog: La muerte del
cristiano. El autor comparte su experiencia personal al enfrentar un
diagnóstico de cáncer y reflexiona sobre el desapego a los bienes materiales y
la preparación espiritual para la muerte.
Mercedes
(pensativa):
—Es conmovedor cómo habla de la muerte no como un final, sino como una
transición hacia una vida mejor. Me recuerda las enseñanzas del padre Salvador
sobre la importancia de vivir con propósito y fe.
Narrador:
En ese momento, se escucha el timbre de la puerta. Joaquín se levanta y abre,
encontrándose con Gabriel y Andrés.
Gabriel
(sonriendo):
—Buenas tardes, ¿interrumpimos?
Joaquín:
—¡Para nada! Pasen, estábamos leyendo unos artículos que nos hicieron
reflexionar sobre la vida y la muerte.
Andrés
(curioso):
—¿Sobre la muerte?
Mercedes:
—Sí, uno de ellos habla sobre cómo enfrentar la muerte con fe y desapego. El
autor comparte su experiencia personal y cómo encontró consuelo en su
espiritualidad.
Gabriel
(sentándose):
—Eso me recuerda a mi padre. Murió cuando yo era muy pequeño. Recuerdo que, a
pesar del dolor, mi madre siempre decía que él estaba en un lugar mejor y que
debíamos vivir de manera que honráramos su memoria.
Andrés
(reflexivo):
—Nunca he perdido a alguien tan cercano, pero siempre me he preguntado cómo
será ese momento. ¿Estaré preparado? ¿Habré vivido de acuerdo con mi fe?
Joaquín:
—Creo que lo importante es vivir cada día con propósito y amor. Así, cuando
llegue el momento, podremos partir en paz, sabiendo que dejamos una huella
positiva en el mundo.
Mercedes:
—Y rodearnos de quienes nos aman, como lo hacemos ahora. Esa es la verdadera
riqueza.
Narrador:
Los cuatro amigos compartieron un momento de silencio, cada uno sumido en sus
pensamientos. Afuera, el sol comenzaba a ocultarse, y una brisa suave acariciaba
las hojas de los árboles, como un susurro de esperanza y renovación.
La brisa del jueves traía un frescor amable al atardecer de
Curarire. En casa de Mercedes, aún resonaban los ecos de la conversación sobre
la muerte cristiana. En la cocina, el aroma del café recién colado se
entremezclaba con la calidez del hogar.
Mercedes (con el teléfono en la mano, sonriendo):
—¡Papá se va a reír con esto! Mira, Joaquín, encontré una receta de Sopa de
plátano verde en el mismo blog que leímos ayer. Escucha esto: “No hay quien
no haya probado alguna vez la sopa de plátano verde... una receta campesina,
sencilla y milagrosamente reconfortante.” (lecturas-yantares-placeres.blogspot.com)
Joaquín (tomando la taza de café):
—Esa sopa me recuerda a las que hacía Diana cuando yo recién llegaba de
trabajar en la siembra con Pedro. Decía que curaba desde el estómago hasta el
alma.
Narrador:
Como si lo hubieran invocado, Pedro entró por la puerta trasera, con su
sombrero en la mano y una sonrisa en el rostro.
Pedro:
—¿De qué curación están hablando ustedes, ah?
Mercedes (riendo):
—¡De la sopa de plátano verde! Una receta que encontré y me hizo recordar tu
sazón. Mami la hacía como nadie, ¿verdad?
Pedro (acercándose a ver el teléfono):
—¡Ave María purísima! Esa receta… tiene el secreto del huesito de costilla y el
toque de ajo porro… Diana le ponía también un poquito de cilantro cimarrón al
final, apenas para asustarlo.
Gabriel (entrando desde la sala, curioso):
—¿Vamos a preparar esa sopa, don Pedro?
Pedro (con mirada cómplice):
—¿Y ustedes se la van a comer sin ir a buscar los ingredientes? El plátano
verde no cae del cielo, muchachos…
Andrés (con energía):
—¡Vamos al mercado! Me hace falta estirar las piernas.
Pedro (sonriendo con ternura):
—Entonces mañana temprano, los espero en la casa. Diana estará feliz de verlos
en movimiento. Hace días que quiere esa sopa, pero no hemos tenido el tiempo…
y, bueno… uno nunca sabe cuándo es la última vez que uno puede cocinar algo
para alguien que ama.
Narrador:
El comentario, sencillo y sereno, dejó una pausa en el aire. Nadie dijo nada,
pero todos sintieron cómo el tiempo, de pronto, parecía más valioso. Gabriel
asintió con respeto, Andrés se acercó a Pedro y le dio un apretón en el hombro.
Gabriel:
—Allí estaremos, don Pedro. Vamos a hacerla como se debe, para que mama Diana
la disfrute.
Pedro (mirando al cielo que comenzaba a oscurecer):
—Así es, hijo. Como decía el padre Celestino: “El amor también se sirve en
plato hondo.”
Narrador:
La tarde se cerró con una promesa y con la esperanza humeante de una sopa por
venir. En la cocina, Mercedes ya alistaba las ollas. Y en algún rincón del
corazón de Pedro, la certeza silenciosa de que algo importante se aproximaba
comenzaba a asentarse como la brisa suave del valle.