Indudablemente Cristo ha Resucitado para nuestra redención, para mi redención!!!
A veces en las planicies de
las montañas abajadas, se construyen torres y almenas para atrincherarse, ya no
en las alturas desafiantes y acantiladas, sino en murallas de soberbias y muros
de egoísmos. Paredes tapizadas con almohadones de acomodamiento y luces de
indiferencia. Esto sucedió, aconteció, fue real en el caso particular.
Pero alguien llegó, con
montadura de humildad y mansedumbre, ofreciendo de comer y beber, mas nadie
abrió, la puerta adornada de “no pase” siguió cerrada. Sus heridas que eran mis
heridas, ensangrentaron los jardines de opulencias (mi opulencia) y levantando el
polvo de la maledicencia (mi maledicencia) con el madero a cuestas. Se quedó en
pie, tambaleándose, el manto purpura se hacía húmedo de la sangre, llevaba una
espinada corona trenzada y adherida a sus cienes, la espalda surcada de golpes
y adornada de moretones y llagas sangrantes.
Allí estuvo no se movía, y
las puertas no se abrían. Siete días se mantuvo en pie, aguardando, más nadie
le abrió. Ese día antes de caer, con su mano derecha tocó la puerta de mi
corazón, un escalofrío hiso rechinar las paredes de la torre y las almenas se encendieron,
se escuchó en los pasillos de la trinchera una voz suave y queda, que como
brisa tranquila acarició los muros de egoísmos, un temblor agrieto las paredes,
y un fuerte viento azotó el lugar. Mientras que afuera de la muralla, en la
puerta, el hombre maltrecho y ensangrentado cayó rostro en tierra, todo quedó
en calma, un charco de sangre y agua inundó la planicie de la montaña donde se
había construido la trinchera.
Todo comenzó a caer, los
jardines de anegaron de agua y sangre, las paredes caían como castillo de
naipes, las almenas humeantes fueron apagadas por el viento recio que también hizo
volar el techo de la comodidad y los almohadones de acomodamiento. Nuevamente
estaba yo sólo en medio de la montaña, rodeado de sangre y agua. El hombre
sangrante ya no estaba, desapareció dejando mucho silencio a su paso, solo
estaba yo. La oscuridad se cernió sobre el lugar, mucho ruido había en mi
mente, mi corazón latía vertiginosamente y muchos recuerdos llegaron a mis
ojos.
Me había vuelto a perder. Me
había dejado llevar por el egoísmo y la soberbia. Había echado a un lado lo
bonito de sentirse amado y libre. Dos días meditando y reflexionando, al tercer
día, muy de madrugada, cuando yo aún seguía a la intemperie de la planicie,
tiritando de frio, hambriento y sediento, una luz radiante inundo el lugar, mis
pupilas se contrajeron, mi palidez era notoria, mis ojeras me delataban, las
lágrimas habían hecho dos líneas que surcaban mis cara llena de lodo.
Aquel que antes sangraba por
sus heridas estaba de pie, hermoso y radiante, ahora de sus heridas brotaba luz,
no sangre. Se acercó a mí, me tomó de la mano y me levanto, me coloco un abrigo
de tranquilidad, me revistió de mansedumbre y confianza. Me abrazó fuertemente
y me dijo: “Despierta, tú que duermes, Y levántate de entre los muertos y te
iluminará Cristo”
Aunque vivía, estaba muerto.
Aunque lo anunciaba, me anunciaba a mí.
Gracias mi Señor Jesús, por
salvarme, redimirme y luchar por mí a precio de Sangre. Es la Pascua, el paso
del Señor. Él ha pasado por mi vida y me ha transformado.