Todos tenemos un poco de Pedro: prometemos, fallamos... y aún así, Cristo no deja de llamarnos.
Hoy reflexionamos sobre la figura compleja y profundamente humana de San Pedro, tal como se nos presenta en las Escrituras que acabamos de escuchar. La tradición lo ha honrado como la roca sobre la cual Cristo edificaría su Iglesia, el jefe de los apóstoles. Pero, como hemos visto, los evangelios no ocultan sus contradicciones y ambigüedades.
Vemos en Pedro a un líder natural, inteligente y apasionado, que tuvo la profunda revelación de confesar a Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios vivo. Sin embargo, este mismo Pedro, poco después, se opone a la idea central de la misión de Jesús: su camino hacia la cruz. Y es confrontado duramente por Jesús, quien lo llama "Satanás", una reprensión que nos sacude y nos muestra la seriedad de ponernos en el camino de Dios. La ambigüedad de Pedro alcanza su punto álgido durante la pasión de Jesús. A pesar de sus fervientes promesas de fidelidad, cae en la tentación del sueño en Getsemaní, incapaz de velar y orar, y finalmente, en el momento crucial, niega a Jesús tres veces. ¡Qué dolor experimentamos al escuchar su negación y su llanto amargo! En Pedro, vemos reflejada nuestra propia fragilidad, nuestras promesas rotas y nuestra incapacidad de estar a la altura del llamado de Dios.
Pero la historia de Pedro no termina en la negación. Después de la resurrección, Jesús busca a Pedro junto al mar de Galilea. Allí, en un diálogo conmovedor, Jesús le pregunta tres veces si lo ama. Estas tres preguntas, que resuenan con sus tres negaciones, no son una humillación, sino una oportunidad para la restauración. Al responder afirmativamente cada vez, Pedro reafirma su amor y su compromiso. Y a cada afirmación, Jesús le confía la misión: "Apacienta mis corderos", "Pastorea mis ovejas". La negación no fue el final, sino un doloroso aprendizaje en el camino del discipulado.
Pedro simboliza a la Iglesia, con todas sus debilidades y fortalezas. En él,
comprendemos que la fidelidad no es la ausencia de caída, sino la capacidad de
levantarse una y otra vez con la ayuda de la gracia de Dios. La advertencia de
Jesús de que Satanás intentaría zarandearlos como a trigo nos recuerda que las
pruebas y las dificultades son parte de la vida. Son esos momentos de crisis
los que, como el proceso de cernir el trigo, pueden separar lo bueno de lo malo
en nosotros, revelando nuestra verdadera sustancia y purificándonos.
La experiencia de Pedro después de la
resurrección nos muestra también un camino de madurez espiritual. Jesús le dice
que cuando sea viejo, otro lo vestirá y lo llevará a donde no quiera ir. Esto
contrasta con la juventud, donde uno va a donde quiere. La madurez en la fe
implica permitir que el Espíritu Santo nos guíe, incluso por caminos
inesperados y difíciles. Es soltar nuestro propio control y confiar en la
dirección amorosa de Dios.
Hermanos y hermanas, hoy somos invitados a
identificarnos con Pedro. Como él, somos llamados a confesar a Jesús como
nuestro Señor, a pesar de nuestras imperfecciones y caídas. Como él,
enfrentaremos momentos en los que seremos zarandeados, en los que nuestra fe será
probada. Pero, al igual que Pedro experimentó la restauración y la confianza de
Jesús, también nosotros podemos encontrar perdón y ser comisionados para
servir.
Que la figura de San Pedro nos inspire a reconocer nuestra humanidad, a confiar en la misericordia de Dios que siempre nos da una nueva oportunidad, y a responder con amor al llamado de Jesús a apacentar a sus ovejas en nuestro propio entorno. Que, como Pedro, al final de nuestro camino, podamos decir con sinceridad: "Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero". Amén.