La casa estaba en penumbra. La electricidad se había ido hacía una hora. Solo el resplandor anaranjado de la tarde entraba por las ventanas. Pedro se sentó en la mecedora de mimbre mientras Andrés se acomodaba en el piso, apoyado en un cojín, con una vela encendida a su lado.
—Pedro
(suspirando): Qué curioso... sin luz todo se vuelve más claro.
—Andrés (mirando la vela): O más lento. Igual no está mal, hacía falta un
respiro.
Pedro
asintió. Guardó silencio unos segundos y luego dijo:
—Pedro: ¿Te he contado la historia del asedio de Nim a Curarire?
—Andrés (levantando una ceja): ¿Esa es una historia real?
—Pedro (sonriendo): Tan real como todo lo que el alma entiende. Escucha...
Pedro
se acomodó y comenzó, con voz pausada y tono casi de predicador de misa.
—Pedro:
Curarire era un reino dorado, lleno de flores, de campos fértiles. Sus
habitantes eran sabios en el arte del compartir y la reciprocidad. Todo
florecía, amarillo compartir, porque todos sabían amar y ser amados.
—Andrés (interesado): ¿Y qué pasó?
—Pedro: Llegó Nim. Un reino vecino, muy Verde. Grande, poderoso, pero frío. Nim
quería lo de Curarire, pero no entendía su secreto. Quiso tomarlo por la
fuerza. Durante años, lo asedió. Rodeó sus tierras, cortó sus ríos, y cuando no
logró que Curarire se rindiera… inundó la planicie.
—Andrés: ¿La destruyó?
—Pedro: No del todo. Curarire resistió, pero se marchitó. Y Nim... ganó el
territorio, pero no la floración. Nunca entendió que no se puede forzar lo que
nace del corazón. Sin amor recíproco, sin empatía… todo se seca.
El
silencio volvió a colarse. Solo el chisporroteo de la vela se oía. La brisa
intentaba apagarla.
—Pedro
(mirando a Andrés): Tú y yo hemos sido, a veces, Nim y Curarire. ¿Lo ves?
—Andrés (bajando la mirada): Sí… yo he querido tomar tu amor, pero no siempre
lo he hecho florecer.
—Pedro: Y yo, por momentos, me he cerrado como Curarire. El dolor a veces
endurece. Pero si tú das y yo doy, si ambos aprendemos a amar con hechos y no
solo de palabras… todo puede florecer de nuevo.
—Andrés: Pa, no quiero que nuestra planicie se inunde… Quiero que vuelva a
brillar.
Pedro
se levantó y fue hacia la ventana. La tarde comenzaba a apagarse.
—Pedro:
Entonces, hijo... caminemos juntos. Como hermanos del mismo reino. Uno que no
conquista, sino que cultiva.
La
vela parpadeó como si quisiera asentir. Afuera, el primer lucero apareció en el
cielo.
En
ese instante, se oyó el crujir del portón. La silueta de Gabriel, el hermano
mayor, se recortó en la entrada.
—Gabriel
(entrando, con voz suave): Qué callado está el pueblo hoy... Ni los perros
ladran.
—Andrés
(sonriendo): El silencio también habla, hermano.
—Gabriel (dejando su chaqueta en una silla): Sí… y parece que la lluvia va a
responderle. El cielo está cargado. Se viene una buena.
Pedro
le ofreció un asiento y encendió otra vela.
—Pedro:
Ven, siéntate. Estábamos hablando de reinos que se marchitan y otros que
resisten.
—Gabriel (mirando la vela): Entonces, mejor que estemos juntos cuando llueva.
Lo que se cuida en comunidad… florece más fuerte.
Pedro
asintió. El viento aumentó. Pero dentro de la casa, una luz cálida crecía. Era
el eco de Curarire… que aún resonaba entre ellos.
Gabriel
tomó asiento junto a Pedro y Andrés, cruzando las manos sobre sus rodillas. Sus
ojos reflejaban el parpadeo de la vela, y en su voz había una nostalgia que
parecía venir de más atrás que su propia memoria.
—Gabriel
(mirando a su padre): Pa… ¿recuerda lo que nos contaba el abuelo sobre
Curarire? Siempre decía que no era solo una historia, sino un espejo para las
almas que buscan comprenderse.
Pedro
asintió en silencio, con la mirada fija en la llama. Gabriel continuó:
—Gabriel:
Él decía que Curarire no solo era una ciudad hermosa, sino un corazón, un
latido… El centro mismo del valle de San Isidro. Rodeada de luz, de cultura, de
armonía. Pero todo eso fue quebrado cuando Nin, como una herida sin cerrar,
regresó con rencor. No era una enemiga común. Nin no peleaba por ganar...
peleaba por apagar lo que no podía comprender.
—Andrés: ¿Y por qué tanto odio?
—Gabriel: Porque Nin era una hija del mismo valle, aunque lo negara. Venía de
lejos, sí, pero una vez deseó florecer como Curarire. Fue el rechazo lo que
encendió su furia… como si el olvido le hubiera robado la dignidad.
Pedro
se levantó lentamente y caminó hacia la ventana. Afuera, la oscuridad se
espesaba. La primera gota de lluvia golpeó el cristal.
—Pedro
(sin mirar): Tu abuelo decía que Nin había venido de un lugar donde el sol no
brillaba. Y que al ver a Curarire tan llena de vida, creyó que robando su luz
encontraría su propio cielo.
—Andrés: Como si querer lo del otro justificara destruirlo.
—Gabriel: Exacto… Pero el abuelo también hablaba de la profecía. ¿La recuerdan?
Pedro
giró lentamente. Su voz se hizo más baja, más densa, como si la leyenda misma
habitara su garganta.
—Pedro:
Tres señales... Tres signos antes del renacer de Curarire. Tres lluvias que
purifican. Una luna llena sin nubes. Y un mesías con espada en mano, que no
vendría a matar, sino a liberar.
—Andrés (mirando hacia la vela): ¿Y si esas lluvias ya comenzaron? Ya van dos
tormentas este mes…
—Gabriel (casi en susurro): Y esta podría ser la tercera…
Pedro
regresó al centro del cuarto. Las gotas de lluvia ahora golpeaban con fuerza el
techo de zinc. Andrés se levantó también, inquieto pero expectante.
—Pedro:
Pero el florecimiento no es solo clima ni calendario. Es voluntad. Es
reciprocidad. Es el corazón del valle latiendo al unísono. Si no sanamos
nuestras propias heridas, Nin ganará sin luchar.
Gabriel
se acercó a una estantería, de donde sacó un viejo cuaderno de tapas gastadas.
Lo abrió con reverencia.
—Gabriel:
Este era del abuelo. Aquí escribió que el florecimiento no se ve con los ojos,
sino con el alma. Que cuando tres corazones se unieran bajo la lluvia, con
verdad, la luz volvería a abrirse paso.
Andrés
se acercó a su hermano y puso una mano sobre su hombro.
—Andrés:
Entonces, tal vez… no tengamos que esperar a que llegue ese “mesías”. Tal vez
somos nosotros quienes debemos tomar esa espada —no de hierro, sino de fe.
Pedro
sonrió con dulzura. En su mirada brillaba una mezcla de orgullo y esperanza.
—Pedro:
Y el escudo… será lo que construyamos juntos, con lo que hemos aprendido del
dolor y del amor.
En
ese momento, un trueno sacudió la casa.
Un
relámpago iluminó todo el valle, como si el cielo quisiera leer el cuaderno del
abuelo. Luego vino el trueno, hondo y prolongado, seguido por un golpe de
viento que hizo crujir las paredes de la casa.
Entonces
se oyó el chirriar del portón de hierro. Tres siluetas se recortaron bajo la
lluvia que ya comenzaba a caer con fuerza. Eran Tomás, Joaquín y Elías, que
regresaban de sus quehaceres diarios, empapados, con las camisas pegadas al
cuerpo y los ojos alertas.
—Tomás
(sacudiéndose el agua del cabello): ¡Nos agarró justo bajando del cerro!
Pensamos que no llegábamos…
—Joaquín (riendo mientras se quita la mochila): ¡Parecía que el cielo nos
perseguía con centellas!
—Elías (mirando hacia arriba, con voz pausada): Es como si el cielo mismo
quisiera hablar hoy…
Pedro
abrió la puerta del todo, dejando que la luz cálida de las velas abrazara a los
recién llegados.
—Pedro:
Pasen, hijos. Este es el momento de estar juntos. Hay historias que solo se
entienden bajo la lluvia.
Gabriel
se levantó para darles espacio, y Andrés fue por toallas viejas.
—Gabriel
(estrechando la mano de Elías): Qué bueno que están aquí. Hoy no es una noche
cualquiera.
Tomás
se acercó a la ventana abierta. Observó cómo el agua caía en cortinas
diagonales, arrastrada por el viento que silbaba entre los árboles.
—Tomás
(con voz baja): Hay algo distinto en esta tormenta. Como si no viniera a
destruir… sino a limpiar.
—Joaquín (poniendo la mano sobre el hombro de su hermano): Tal vez sea una de
esas tres lluvias de la profecía…
Pedro
asintió desde el centro del cuarto, mientras cerraba lentamente el cuaderno del
abuelo.
—Pedro:
Cada uno de ustedes es parte de ese corazón que debe volver a latir. La luz no
vendrá de afuera… nacerá desde dentro.
El
viento sopló con fuerza, apagando una de las velas por un segundo. Andrés la
volvió a encender con rapidez.
—Andrés
(mirando a todos): Que no se apague nada esta noche. Ni la llama, ni lo que
estamos despertando.
El
silencio regresó brevemente, mientras los siete hombres —padre e hijos—
contemplaban la lluvia tras el cristal. La tormenta, con su fuerza, parecía a
la vez terrible y tierna. Como una advertencia y una promesa.
Y
entonces, Pedro susurró:
—Pedro: El eco de Curarire… hoy retumba más fuerte. Porque ya no somos uno o dos. Somos siete. Y el valle está escuchando.