Domingo de la Semana 1
del Tiempo de Adviento. Ciclo B
1. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.
2. Antífona: A ti,
Señor, levanto mi alma: Dios mío, en ti confío; no quede yo defraudado; que no
triunfen de mí mis enemigos, pues los que esperan en ti no quedan defraudados.
3. Queridos hermanos, sean bienvenidos a esta celebración de la Palabra del
I Domingo de Adviento y nuevo año litúrgico.
4. El
Señor nos invita a preparar nuestro corazón para su Advenimiento, por ello
dispuestos a ser transformados por su presencia redentora, invoquemos unánimes
la presencia del Espíritu Paráclito.
5. Oración: Dios todopoderoso, aviva en tus fieles, al
comenzar el Adviento, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene,
acompañados por las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha,
merezcan poseer el reino eterno. Por nuestro Señor Jesucristo. Amén.
6. Lecturas.
7. Reflexión.
Con el I Domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico.
Comenzamos el ciclo B de lecturas, este año nuestro guía evangélico será San
Marcos (es decir Juan Marcos). Se piensa que él era el hijo de la dueña de
varias posesiones, las cuales ponía a disposición de Cristo, como son el
cenáculo y el huerto de los olivos. Se cree también que Marcos era el joven que
se levantó y, apenas envuelto en una sábana, acudió a ver qué sucedía cuando
ocurrió el prendimiento de Cristo. Huyó luego, dejando la sábana en manos de
los soldados que lo habían atrapado. Fue seguidor de Pablo y discípulo e
“interprete de Pedro. Él es quien nos va
a hablar, en su evangelio, acerca de “la Buena Nueva de Jesús, el Mesías, el
Hijo de Dios”[1].
El año litúrgico empieza con el tiempo de Adviento, ejercicio litúrgico
eclesial que nos ejercita en la actitud fundamental de salir al encuentro del
Señor en todas las formas en que Él viene a nosotros. En su Palabra, en su
Iglesia y su Tradición, en los sacramentos, especialmente en el sacramento de
la Eucaristía. En el prójimo, particularmente en el más pobre, más débil, más
despreciado. Las lecturas proclamadas nos iluminan y nos guían en este camino
de adviento, tiempo de vivir a flor de piel la fe de la espera.
Jesucristo es el centro de la historia humana. Su venida al mundo es el
acontecimiento más importante de toda la historia, de manera que todo lo que
ocurre dentro del tiempo se clasifica en «antes» o «después de Cristo».
Justamente las lecturas de este domingo se refieren a esa anhelante espera así
como a la salvación prometida por Dios. En la Primera Lectura tenemos una hermosa
oración, en forma de salmo, que expresa los sentimientos de los israelitas que
volvían alegres a la tierra prometida después del destierro, pero advertían
que, extrañamente, la intervención salvífica de Dios se hacía esperar: «¡Ah
si rompieses los cielos y descendieses!» Hay dolor por la realidad actual,
pero esperanza serena en la promesa del Señor. En la Segunda Lectura San Pablo
nos dice que ya no nos falta ningún don: todo ya ha sido dado en Jesucristo
para nuestra Reconciliación ya que Dios es siempre fiel a todas sus promesas.
Los evangelistas sinópticos lanzan repetidamente a la comunidad cristiana
una llamada a la vigilancia, a la atenta espera de Cristo, sirviéndose de
diferentes parábolas. Es un mensaje que solicita una actitud siempre esencial
para nosotros y muy propia del adviento.
El evangelista San Marcos, nos da en la lectura de hoy este mensaje con
la parábola del señor que se va, deja a los suyos la faena y encarga al portero
que vigile. En esta perícopa evangélica breve, es claro que no sabemos el momento,
pero no se nos aclara el momento de qué. Es porque ya lo ha dicho Jesús antes:
«Entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y
gloria; entonces enviará a los ángeles y reunirá de los cuatro vientos a sus
elegidos, desde el extremo de la tierra hasta el extremo del cielo» (Mc
13,26-27).
Lo importante es fijar ahora nuestra mirada en ese momento de la venida
final de Jesús. Si el momento de la primera venida de Cristo, con una ciencia más depurada,
podría llegar a fijarse con precisión, el momento de su última venida es
imposible predecirlo. Esto es un punto firme de la enseñanza de Cristo, tanto
que llega a decir: «De aquel día y hora nadie sabe nada, ni los ángeles en
el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre» (Mc 13,32). «Nadie sabe nada»;
y entre los que excluye el conocimiento de este día, excluye también al Hijo
(se entiende en su condición humana, que es la situación en que habría podido
revelarlo). Hay una sola excepción: el Padre. Es que Dios no tiene sucesión de
tiempo; Él ve toda la historia presente de punta a cabo. Es como el autor de
una pieza de teatro que en el momento de crearla ya sabe cuándo empieza y
cuándo termina. Nadie más los sabe por más que aparezcan los clásicos
«sabedores de todas las ciencias ocultas» que quieran embaucarnos con
falsas previsiones.
Alguien podría pensar que el tema de la espera vigilante es más intenso
ahora que antes, pues ahora estamos más cerca del fin. En realidad, el tema de
la vigilancia rige en todas las edades con igual intensidad. Este es el sentido
de la ampliación de los destinatarios que leemos en el Evangelio: «Lo que a
vosotros digo, lo digo a todos: ¡Velad!». Lo que Jesús mandaba a los de su
tiempo lo manda también a nosotros más de 2000 años después, y su voz resuena
con la misma urgencia en todas las edades intermedias. Es esencial a la
condición cristiana estar en vela siempre y esperando. La advocación cristiana
más antigua lo atestigua: «Marana tha: Señor, ven» (1Cor 16,22).
San Agustín comentando sobre la vigilancia, distingue el sueño del cuerpo
y el sueño del alma:
«Dios ha concedido al cuerpo el don del sueño, con el cual se
restauran sus miembros, para que puedan sostener al alma vigilante. Lo que
debemos evitar es que nuestra alma duerma. Malo es el sueño del alma. El sueño
del alma es el olvido de su Dios... A éstos el apóstol dice: 'Despierta tú que
duermes, levántate de entre los muertos y te iluminará Cristo' (Ef 5,14). Así
como el que duerme corporalmente de día, aunque brille el sol y el día
caliente, es como si estuviera de noche; así también algunos, ya presente
Cristo y anunciada la verdad, yacen en el sueño del alma».
El que duerme tiene que despertarse ahora; no mañana, porque no sabe si
el Señor viene «al atardecer, o a media noche, o al cantar del gallo, o de
madrugada». No hay que ser como ese hombre que tenía el vicio del juego y
dijo: «Prometo que desde mañana ya no jugaré más; esta noche será la última
vez». Éste está perdido, porque mañana dirá lo mismo y así sucesivamente, y
el día del Señor lo sorprenderá durmiendo. Hay que ser como este otro:
«Mañana no sé; pero esta noche, no». El primero se parece demasiado a los
que duermen y dicen hoy, al comenzar el Adviento: «Me volveré a Dios sin falta para
Navidad». Es seguro que cuando llegue la Navidad, dirán: «Lo haré sin
falta en Cuaresma..., etc.». A cada uno nos manda el Señor el mismo mensaje
que envió a la Iglesia de Laodicea: «Sé ferviente y arrepiéntete. Mira que
estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en
su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,19-20).
Como se ha dicho ya, el tiempo de Adviento es un tiempo de conversión, de
penitencia, de sobriedad, de vigilancia, de ayuno, porque «nos ha sido quitado
el Esposo» y todavía no vuelve. El entonces Cardenal Joseph Ratzinger nos
explica bellamente:
«Reflexionemos un poco acerca de lo que significa la palabra «adviento». Esta es una palabra
latina, que en nuestro idioma, se puede traducir por «presencia» o «llegada» o
«venida». En el lenguaje del Antiguo Testamento se designaba la llegada de
algún personaje oficial, especialmente la de reyes o los césares a la provincia.
Pero también podía expresar la llegada de la divinidad, la cual salía de su
ocultamiento y manifestaba con poder su actuación, o cuya presencia en el culto
se celebraba de una manera festiva y solemne. Esta palabra
la tomaron los cristianos para expresar su relación especial respecto a
Jesucristo. Él es para ellos el rey que hizo su entrada en esta pobre provincia
de la tierra y a la que él regala la fiesta de su visita; él es aquél en cuya
presencia en la reunión litúrgica ellos creen. De un modo general, ellos
trataban de decir con esta palabra: Dios está aquí. Él no se retiró del mundo.
No nos dejó solos. Aun cuando no podamos verle y tocarle, como si se tratara de
una cosa, sin embargo, está aquí y viene a nosotros de muchas maneras.
Un segundo elemento fundamental del adviento es el aguardar, lo cual, al mismo
tiempo, es una esperanza. El adviento
representa lo que es, en fin de cuentas, el contenido del tiempo cristiano y el
contenido de la historia. Jesús dejó de ver esto en muchas parábolas: en la historia
de los criados que aguardan al regreso de su Señor o que se olvidan del mismo y
que actúan como si ellos fueran los dueños; en la narración acerca de las
vírgenes que esperan al novio o que no le quieren esperar, y en las parábolas
de la semilla y de la cosecha.
Vivamos nuestro domingo a lo largo de la semana
1. Vivamos junto con la Iglesia la
espera del nacimiento Niño Jesús. Y que pongamos en práctica las buenas obras
de Misericordia con nuestro prójimo.
2. Nuestra esperanza no se da en abstracto.
¿Cómo voy a vivir de manera concreta esa espera? ¿Qué medios voy a colocar para
poder en este tiempo acercarme más a Jesús y a María?
8. Antífona: EL Señor
nos dará la lluvia y nuestra tierra dará su fruto.
9. Hermanos,
puestos en pie, pidamos ahora con confianza la venida del Reino de Dios con las
mismas palabras que nos enseño el Señor: Padre nuestro…