La mitad del autobús seguía suspendida sobre el vacío, como si la noche hubiese detenido el tiempo justo antes del desastre final. Juan Josué, espabilado por los gritos y el temblor del vehículo, miró a su alrededor. La señora que estaba a su lado golpeaba desesperadamente una de las ventanas, sus nudillos enrojecidos, sus ojos desorbitados.
Sin pensarlo, Juan tomó su pequeño termo metálico de café —el mismo que su papá le había entregado— y lo estrelló contra el vidrio de emergencia. Un golpe, dos, tres... y finalmente, con un chasquido seco, el vidrio de seguridad cedió. El aire húmedo y frio del exterior entró de golpe y se mesclo con el calor de la desesperación.
Algunos pasajeros, ya más calmados gracias al liderazgo espontáneo de otros, comenzaban a organizarse para ayudar a las mujeres y a los niños a salir por algunas ventanas. Juan ayudó a la señora que había estado a su lado, luego a otra madre que llevaba un bebé envuelto en una manta de colores vivos. El llanto del niño era un hilo de vida en medio del caos.
El conductor, con la frente sangrante, ayudaba como podía, tambaleante. Su compañero —el chofer de relevo, más joven— yacía desmayado entre los asientos traseros, con una herida en la cabeza. Juan trepó por encima de maletas y asientos torcidos hasta alcanzarlo. Le palpó el cuello. Aún respiraba. ¡Vamos, hermano…! le susurró, sacudiéndolo con cuidado.
Un estremecimiento repentino sacudió todo el autobús. Desde afuera, se escuchaban gemidos de dolor: los hombres que reparaban uno de los automóviles alcanzados por la colisión habían sido golpeados, pero estaban vivos. Uno de los vehículos —el que no tenía luces— había caído al río y se oía claramente cómo la corriente lo arrastraba, con un rugido grave, casi sordo.
Adentro, el último grupo de pasajeros salía entre forcejeos y oraciones. Juan Josué, jadeando, tomó por el hombro al chofer desmayado. Lo arrastró hacia la abertura, pero antes de llegar, el autobús se inclinó violentamente hacia la izquierda. Fue un segundo de silencio absoluto. Luego, el abismo tragó al vehículo.
El rostro de Juan se convirtió en un poema de asombro, terror y decisión. Apenas tuvo tiempo de aferrarse a uno de los asientos. Y como pudo, sostuvo al joven chofer, y juntos sintieron cómo el suelo desaparecía bajo sus pies. El autobús se precipitó al río como un animal vencido. Arriba, los gritos eran desgarradores. Algunos corrían por el puente, otros lloraban, otros rezaban en voz alta, sin saber qué hacer.
Y entonces, un crujido largo, seguido de un estruendo: el golpe del autobús contra el agua. Como si la garganta del río se hubiese abierto para tragárselo. Un chapoteo descomunal se alzó en medio de la noche. Abajo, no se veía nada. Solo la oscuridad temblando al ritmo del río.
Juan Josué, empapado, aturdido, lleno de barro y vidrios rotos, luchaba contra la corriente que se esmeraba en inundar el vehículo. La fuerza del agua comenzaba a llenarlo todo. El chofer herido despertó bruscamente, gritando y manoteando. ¡¿Dónde estamos?! ¡¿Qué pasó?! ¡Dios mío!
¡Tranquilo! ¡Estamos vivos! ¡Pero tenemos que salir ya! Juan lo sostuvo por el cuello de la camisa y lo obligó a moverse. Juntos, braceando, arrastrándose entre los asientos ya sumergidos, lograron alcanzar el techo del autobús. Allí se aferraron, respirando con dificultad. A su alrededor, la noche era un monstruo líquido que no dejaba de rugir.
El autobús comenzaba a ser arrastrado río abajo, lento, pero con una fuerza indomable. Como un ataúd flotante que aún no se resignaba a hundirse.
Entre la
noche y el alba
Antes del
amanecer, la oscuridad era aún más densa, como si el cielo hubiera olvidado su
promesa de luz. Todo era caos y desespero. Las sirenas de los cuerpos de
rescate rompían el silencio con su clamor urgente. Luces intermitentes teñían
la bruma de rojo y azul, como si la noche misma sangrara. Sobre el puente,
hombres y mujeres eran atendidos: algunos envueltos en mantas térmicas, otros
llorando en silencio. Nadie decía mucho. El viento y el agua lo habían dicho
todo.
Abajo, en el
río, el autobús se había detenido entre unas enormes piedras, como un animal
herido que por fin se recuesta para morir. Sobre su techo, dos figuras humanas
resistían: Juan Josué y el chofer.
El conductor
respiraba con dificultad. Tenía el rostro cubierto de sangre y el cuerpo
entumecido por el frío y el golpe. Al volver la vista hacia Juan, notó el hilo
rojo que bajaba por su hombro izquierdo. La camisa mojada no lograba detenerlo.
Un pequeño fragmento de vidrio, casi imperceptible, estaba incrustado entre la
clavícula y el músculo. Juan no lo había notado. No había tiempo de notar nada.
Se desmayó.
El conductor
intentó sostenerlo, pero apenas podía mover los brazos. El cuerpo de Juan quedó
recostado sobre el techo metálico, empapado y pálido, como una figura caída del
cielo en medio del barro. El autobús se estremeció una última vez, pero no se
movió más. Las piedras lo habían abrazado con su dureza. Eran las 6 de la
mañana. El alba comenzaba a despuntar.
Camino al terminal
El motor del viejo Corolla rugió al encenderse. Joaquín se abotonó la camisa sin apuro, mientras el cielo clareaba con tonos de salmón y lavanda. El camino hasta la terminal era largo y cruzaba las afueras del pueblo, bordeando sembradíos aún dormidos y calles solitarias. La carretera estaba húmeda. El rocío recién despertado brillaba sobre el asfalto agrietado. Y entonces, muy a lo lejos, un sonido agudo rompió la serenidad: sirenas.
Joaquín bajó el volumen de la radio y se asomó apenas por la ventanilla. Eran varias. Ambulancias. Una tras otra. Frunció el ceño. ¿Qué habrá pasado tan temprano? —murmuró.
Las luces rojas y azules pintaban intermitencias sobre los árboles a la distancia. Pensó en algún accidente, en el puente tal vez. Pero siguió conduciendo. El sol comenzaba a levantar los párpados del paisaje.
La autopista vieja —por donde llegaban los buses interurbanos— se extendía como una vena al borde del pueblo. Allí, al final de todo, estaba el terminal. Mientras manejaba, su mente regresó al escritorio y a las palabras que había escrito con manos temblorosas. “Hermanos de una misma savia…”
Se dijo que tenía que escribir sobre Concepción. Aún no lo había hecho. En su relato, el país Concepción era apenas una palabra, de allí habían venido los viajeros. Pero esa noche, mientras escribía sobre la Cripta del Algarrobo, comprendió que Concepción no era un lugar geográfico, sino un símbolo: “El país del nacimiento de la Esperanza.”
La frase le latía en el pecho. Sí, pensó. Eso es. Lo que fue concebido en dolor, puede nacer en esperanza. Lo que fue enterrado, puede florecer. Concepción es la promesa de que todo lo perdido será hallado. De que toda muerte tiene su amanecer.
Un camión lo rebasó con estruendo. Joaquín apretó el volante. El terminal ya estaba cerca. Un enjambre de buses, maletas y vendedores comenzaba a agitar la mañana.
Suspiró profundamente, como quien vuelve del país de las visiones al mundo real. Aún no sabía lo que Juan Josué había enfrentado en su viaje…
La Claridad del día.
La primera claridad
del día tocó el horizonte como una caricia tímida. El cielo no era aún azul,
pero ya no era negro. Y con esa luz inocente del nuevo día, los colores de la
tragedia comenzaron a dibujarse con mayor nitidez. Las aguas turbias, las rocas
manchadas, los cuerpos... el barro.
El equipo de
rescate logró descender hasta la orilla. Bajaban con sogas, lámparas y mantas.
Algunos hombres se lanzaron al agua, otros caminaban con dificultad por la
ribera, buscando vida donde ya la noche había sembrado el silencio.
En pocos
minutos rescataron cuatro cuerpos: un hombre mayor con el rostro aún en gesto
de súplica; dos mujeres abrazadas, una de ellas con un rosario enredado entre
los dedos; y una joven con los ojos abiertos, como si no pudiera dejar de mirar
el cielo.
La búsqueda
no cesaba. Cada rostro era un mundo, cada hallazgo una oración. Desde lo alto
del puente, un rescatista divisó algo entre las rocas: era el autobús varado. Y
sobre él, los dos sobrevivientes. ¡Allí hay dos! gritó alguien.
Las voces se
multiplicaron. La carrera contra el tiempo, contra el frío, contra el río...
apenas comenzaba.
Uno de los
rescatistas, un joven moreno de complexión delgada llamado Oswaldo, fue el
primero en lanzarse. Sujetado por una cuerda desde el puente, avanzaba río
abajo con una determinación tensa. El agua le llegaba al pecho y empujaba con
violencia, pero él no se detenía. Tenía los ojos fijos en el autobús encallado
entre las piedras, como si de eso dependiera todo el sentido de aquella
madrugada que ya había despertado.
Oswaldo fue
el primero en subir al techo del autobús. Lo hizo con un salto torpe y un grito
que rompió el silencio.
—¡Resiste,
hermano! ¡Ya estamos aquí!
El chofer
apenas alzó la cabeza. Tenía la piel pálida y los labios morados. Lloró sin
decir palabra, dejando que sus lágrimas se mezclaran con el río.
Desde arriba
descendieron dos más, mientras otros extendían una camilla improvisada flotante
hecha con cámaras de neumáticos y una lona naranja. El agua mordía, pero no era
suficiente para detener la esperanza que crecía con la luz.
—Este —dijo
Oswaldo señalando a Juan— está muy mal. Tiene una herida cerca del hombro, y
está inconsciente. El pulso… está débil, pero está.
—¡Vamos,
rápido! —gritó el segundo rescatista que trepaba desde la roca.
Entre los tres
lo levantaron con cuidado. El cuerpo de Juan estaba frío, pero no rígido. Lo
envolvieron en una manta térmica y lo colocaron sobre la camilla flotante. El
chofer, por su parte, fue sostenido por los brazos de Oswaldo mientras
descendían por el costado derecho del autobús.
—Tranquilo,
hermano —le decía—. Vas a vivir para contarlo.
Una
corriente súbita sacudió el autobús. La camilla flotante se tambaleó, pero uno
de los rescatistas se lanzó al agua para estabilizarla. Cada movimiento era una
batalla. Cada paso, una oración no dicha.
El sol, aún
tímido, asomaba entre las nubes como testigo de todo. Y mientras descendían los
cuerpos, aún vivos, una voz resonó desde la radio:
—Confirmado:
dos sobrevivientes localizados. Los bajamos. El joven parece inconsciente, pero
respira. Silencio.
Luego, otro
rescatista, esta vez una mujer, musitó desde la orilla, mientras observaba la
escena:
—Este
muchacho… tiene algo distinto en la mirada. Aunque esté inconsciente. Es como
si… no viniera solo.
Nadie
respondió. Pero todos miraron al cielo, como si por un instante, también ellos
sintieran que esa mañana —pese a la muerte, el frío y la noche— traía consigo
algo más que un nuevo día.