CÚMULOS II.

22:00

El viaje

—Mamá, tengo que cuadrar el trabajo y la universidad… —dijo Juan Josué mientras recogía las tazas del café que habían compartido en silencio.

—Haz lo que tengas que hacer, hijo —respondió su madre, mirándolo con ternura—. Yo sé que tú vas a cumplir con lo que prometiste. Allá te necesitan… y tú también necesitas ir.

Juanjo se quedó un momento quieto, apoyado contra el marco de la puerta. Observó a su madre acomodar los manteles de la mesa con esos movimientos suyos, lentos y precisos. La vio más delgada, más callada, pero fuerte.

—¿Papá está de acuerdo?

—Claro que sí, mi amor —dijo su padre, entrando en ese instante con una chaqueta en la mano—. Aunque sabes que preferiríamos ir contigo, sabemos que es mejor que vayas solo esta vez. Allá están Pedro, Andrés, Mercedes… y esa gente fue parte tuya también.

—Voy por todos nosotros —respondió Juan Josué—. Por Diana también.

Esa misma noche, antes de dormir, llamó a Reinaldo.

—¡Juanjo! ¿Todo bien? ¿Qué pasó?

—Murió Diana, Rey.

Hubo un silencio repentino del otro lado de la línea. Reinaldo no respondió de inmediato. Se oía el fondo de una calle con motos y un televisor encendido.

—¡Caramba, Juanjo… qué dolor! —dijo por fin, con la voz temblorosa—. Me acuerdo cuando murió mi mamá… uno no está preparado para eso nunca.

—Sí, hermano… es como si algo se partiera.

—¿Sabes qué fue lo más duro para mí? —agregó Reinaldo—. Que no llegué a tiempo. Tenía que haber ido ese fin de semana, pero me quedé estudiando para un parcial. Cuando llegué, ya había fallecido. Me quedó ese vacío. Como que uno carga con preguntas sin respuesta.

—Eso es lo que no quiero… quedarme con cosas sin decir. Diana me dio mucho, Rey. Fue como una segunda madre en la fe.

—Entonces ve, Juanjo. Y llévate algo de mi parte. No es mucho, pero tengo unos apuntes completos de la última semana. Te los paso mañana.

—Gracias, hermano.

Al día siguiente, llamo al señor Carlos.

—¿Pasa algo, Juan? —preguntó el jefe, un hombre de lentes delgados y voz de tono grave.

—Sí, señor, respondió Juan Josué. Necesito ausentarme por unos días. Murió una persona muy querida en mi familia. Necesito viajar.

El señor Carlos no respondió de inmediato. Luego preguntó: —¿Qué tan lejos?

—Curarire, señor. Son más de 900 kilómetros. Estoy calculando una semana.

El señor Carlos le respondió: —Tú trabajas bien, Juan. No me gusta que se acumule el trabajo, pero entiendo que hay cosas más importantes. Solo necesito que dejes tu parte del informe adelantada y que alguien pueda cubrir las llamadas urgentes.

—Claro. Le pediré a Soraya que me eche una mano con eso. Y el informe ya está listo, casualmente lo imprimi y deje en una de las gavetas del escritorio.

—Entonces está bien. Tómate tu tiempo. Y dale mis condolencias a tu familia. Finalizaron la llamada con los saludos respectivos.

Ese sábado en la noche, Juan Josué armó su pequeña maleta en la sala. Su madre le doblaba la ropa con esmero; su padre le puso dentro un folleto y un pequeño termo para el café.

—No lleves mucho —le dijo su padre—. Allá tienes dónde lavar. Lo importante es que lleves lo esencial.

—Lo esencial ya lo llevo —respondió Juanjo con una sonrisa leve, metiendo su rosario de azabache, un libro de papel ya gastado, y una libreta pequeña con tapa de cuero que Diana le había regalado cuando cumplió 18.

La despedida fue sin lágrimas. Solo abrazos largos, como quien sujeta una promesa.

A las seis y media del domingo, Juan Josué tomó el metro hasta la última estación, donde abordó un viejo carrito por puesto que lo llevaría hasta el terminal. El trayecto fue de casi treinta minutos por la interestatal, una vía ancha y gris donde el tráfico iba disminuyendo conforme se alejaban de la ciudad. El conductor, un señor de bigote canoso y voz ronca, no dejó de hablarle del partido de beisbol del día anterior.

El terminal estaba en la periferia, rodeado de terrenos baldíos y galpones industriales, con una caseta de vigilancia en la entrada y unos pocos vendedores de café ofreciendo sus termos al borde de la acera. La estructura principal era un galpón largo de techos oxidados, con andenes numerados y un viejo letrero electrónico que a ratos titilaba sin sentido.

Andén 4, recordaba Juanjo. “El autobús a Curarire se toma en el andén 4, justo al lado de la boletería.”

Y allí estaban. Autobuses blancos con franjas azules y amarillas, que descendían como hojas danzando al viento. Eran inconfundibles.

Se sentó con su maleta al lado, bajo el cielo nublado que comenzaba a soltar una llovizna. A su lado, una pareja de ancianos discutía por quién había olvidado los pasajes; un joven con mochila dormitaba con los audífonos puestos. El altavoz del terminal crujía cada tanto con voces distorsionadas que anunciaban destinos: “Puerto Ayacucho… San Cristóbal… Barinas… Curarire…”

Juan Josué bajó la mirada. Acarició el rosario en su bolsillo y murmuró una oración breve: —Bueno Papá Dios… que este viaje sea para bien.

El reloj marcaba las 7:52. Faltaban ocho minutos para que partiera el autobús.

Y la historia, apenas comenzaba a moverse.

 

El recuerdo

El cielo estaba gris, como suspendido. A lo lejos, un trueno se desató tímido, como si la lluvia esperara el momento justo para bendecir la tierra.

Fue entonces cuando el recuerdo llegó, claro como si acabara de ocurrir: su Primera Comunión.

Tenía apenas nueve años y un miedo tonto a la sotana blanca que le habían puesto. Diana había viajado unos días antes con Pedro. En la mañana de la primera comunión, lo llamó a solas en la sala y le entregó una pequeña caja de madera, envuelta con una cinta azul cielo.

—Te lo envía el padre Celestino, desde Curarire —dijo con una sonrisa—. Y me dijo que te diera un fuerte abrazo de su parte.

Dentro, estaba el rosario de azabache. Las cuentas eran como granos de noche y la cruz tenía grabada una frase diminuta que no entendía: “Salve Regina". Desde entonces, Juanjo lo había llevado consigo en cada examen difícil, en cada oración de madrugada, en cada espera que dolía, hasta que lo dejo en la mesita de la Virgen.

Y allí estaba ahora, en su bolsillo, como un hilo invisible hacia Curarire.

El altavoz del terminal volvió a crepitar: “Pasajeros con destino a Curarire, favor abordar por el andén 4…”

Juanjo no se movió de inmediato. Sacó la libreta de cuero de su bolso de mano. Estaba un poco ajada en las esquinas, con el lomo agrietado, pero conservaba su olor a papel noble y limpio.

Había llegado por valija hace apenas cinco años, cuando cumplió 18. Diana no pudo viajar a la ciudad esa vez porque Pedro estaba enfermo. Pero dentro del paquete, además del regalo, había una nota breve:

"Juanjo, esta libreta es para cuando no sepas qué orar. Escribe. Es lo mismo. Dios también lee lo que uno no se atreve a decir." —Diana.

En la primera página, Juan Josué había escrito: “Quiero aprender a ser bueno sin tener que entenderlo todo.” Tenía esa línea subrayada dos veces.

Guardó la libreta. Se levantó con la maleta al hombro.

El chofer, un hombre con gorra de beisbol y voz cansada, ya estaba llamando lista en la puerta del autobús.

El andén parecía un puerto. La ciudad quedaba atrás como una isla conocida, y el camino se abría como un río que no puede desandarse.

Juan Josué subió al autobús sin mirar atrás. A veces, uno sabe que no va por despedirse, sino por volver. Aunque sea distinto.

 

El Tunel verde

El viaje era largo: 903 kilómetros, casi quince horas. El autobús salió puntual, a las ocho de la mañana. Desde entonces, una procesión de paisajes, alcabalas y estaciones de comida se fue sucediendo mientras la tarde se inclinaba, primero dorada y luego plomiza hasta llegar la oscuridad.

Juan Josué, en su asiento junto a la ventana, alternaba entre dormitar, revisar el teléfono y mirar hacia fuera sin ver realmente nada. Su mente volvía una y otra vez a la conversación del jueves con el padre Ignacio. El sábado, en la tarde-noche, el sacerdote había pasado por su casa a darle el pésame a su madre. Le había tomado la mano con fuerza tranquila y, al ver a Juanjo, sonrió con ternura:

—Ya no tiemblas, ¿eh? —le dijo, recordando con suavidad la confesión de días antes, cuando Juanjosé, sin poder contener el temblor de las manos ni el nudo en la garganta, apenas alcanzó a decir: "No sé qué siento, pero sé que lo siento". Ignacio no lo interrumpió. Lo dejó llorar. Y luego lo absolvió con voz de amigo.

La memoria de ese momento le dio una paz suave. En ese momento cerro los ojos, y le vino un súbito recuerdo del viernes por la noche, todo era borroso, recordó lo vivido en la casa de Ale. Casa de Ale: Pasadas las ocho de la noche, Juan Josué terminó cediendo. Lo convenció Reinaldo, con un mensaje breve: “Hoy no vamos a pensar. Solo a reír”.
La casa de Ale era amplia, con un pequeño jardín en la entrada y música electrónica sonando desde una bocina que no conocía descanso. Había luces tenues, gente en la cocina, en la sala, en el patio. El aire olía a cigarro, pizza recalentada y perfume barato.

La fiesta ya estaba encendida. Algunos bailaban, otros hablaban fuerte, como si la euforia pudiera empujar la semana al olvido.

Reinaldo y Juanjo se acomodaron cerca del porche, cerveza en mano. Camila pasó con un short de mezclilla y un vaso de whisky; se detuvo un segundo, brindó con ellos y siguió hacia un grupo de amigas. Luis gritaba desde el fondo una teoría futbolística que incluía, según él, una conspiración para que los Peces del Pacífico llegaran a la final.

—¡Los árbitros están comprados, hermano! —repetía—. ¡Se lo están robando a los Tigres de la Selva!

—¡Vamos, Luis, ya basta con eso! —le respondió Ale entre risas—. Mejor tráete otra ronda.

Juanjo sonrió. Era un mundo familiar: la bulla, las exageraciones, los abrazos medio etílicos, los brindis que no significaban mucho pero que llenaban los vacíos del alma cansada. Reinaldo le alcanzó un whisky con hielo, después otra cerveza, y luego otro trago que alguien había preparado con ron oscuro.

La música cambió a salsa vieja. Camila volvió a su lado y lo obligó a levantarse. Bailaron un par de canciones entre risas, besos, abrazos y movimientos torpes.

—¡No bailas mal! —le dijo ella.

—Tú sí. Pero besas con estilo —respondió Juanjo, y ambos rieron.

Ya pasadas las dos de la mañana, la casa empezaba a apagarse. Muchos se habían ido; otros dormitaban en los sillones. Juan Josué y Reinaldo se despidieron con abrazos medio ebríos de un par de chicas, con quienes habían compartido buena parte de la noche entre conversaciones de clases, futuros inciertos, anécdotas de infancia y besos distraidos.

—Fue buena idea venir —dijo Reinaldo, mientras se espabilaba y abría el automóvil.

Juanjo no respondió. Miraba el cielo despejado, con un brillo tenue en las estrellas, como si le hablaran desde otra orilla.

Mientras iban andando con menos velocidad que lo habitual, se dijo en silencio: no es que haya estado mal… solo que ya no me llena.

Juan Josue, volvió en si, trato de tomar el último trago de café, que para su sorpresa seguía caliente. Siguió mirando la oscuridad por la ventana.

Cerró los ojos. Quiso dormirse. Pero el autobús frenó de golpe.

Hubo gritos. Algunas maletas cayeron del compartimiento superior. Un bebé estalló en llanto. Juan Josué se aferró al asiento delantero y disimuló su susto con hidalguía, recordando las palabras de su amigo Julio:

—Cuando estés en medio del desastre, respira como si todo estuviera bien, y después actúa con cabeza fría.

El conductor se puso de pie con cara de pocos amigos y habló en voz alta:

—¡Tranquilos! Lo que pasa es que esta bendita laguna no deja ver el pavimento. ¡Y el pavimento se está hundiendo!

La lluvia de la mañana había formado un gran charco que cubría casi toda la calzada. El agua se movía, espesa y turbia, como si ocultara algo vivo. Debajo, el asfalto parecía temblar, tragado poco a poco por la tierra blanda.

El conductor dudó. Algunos carros estaban cruzando lentamente. Después de un par de minutos, volvió a su asiento y dijo por lo bajo:

—Si esos pasan, nosotros también.

El autobús se adentró en la laguna. Por un instante, el agua golpeó con fuerza los bajos del vehículo. Se sintió como si navegaran en vez de rodar. Cuando ya casi salían, una de las ruedas delanteras cayó en un hueco profundo, una trampa oscura en mitad del barro. El golpe fue seco. Todo el autobús se estremeció y crujió como si fuera a partirse. Por unos segundos, nadie habló. Luego, el chofer gritó:

—¡Tranquilos! Ya estamos saliendo.

Y así fue. Con esfuerzo, el autobús avanzó hasta tierra firme. Algunos pasajeros aplaudieron con alivio, otros rezaron en voz baja.

Juan Josué soltó el aire. Había sostenido la respiración sin darse cuenta.

—¿Falta mucho para llegar a Curarire? —le preguntó a la señora que viajaba a su lado, una mujer entrada en años con mirada amable y voz de maestra jubilada.

Ella consultó su reloj, pensó un momento y respondió:

—Son las nueve. Quizá en un par de horas más… Después que pasemos el túnel verde y el puente del río, ya estaremos llegando. Se deberían ver algunas montañas, pero con esta llovizna y la noche cerrada, no se distinguen.

Juanjo sonrió. Recordó cuántas veces su mamá y sus tías hablaban del túnel verde, como si se tratara de un pasaje encantado.

—Ah, ese túnel es una belleza —decía siempre Diana—. Parece que los árboles se pusieron de acuerdo para abrazar la carretera.

—Y después, el puente. ¡Ese sí es una cosa de otro mundo! —agregaba su tía Rita—. Cuando lo cruzas de noche, parece que estás volando por encima del agua.

El túnel apareció poco después: un tramo de casi dos kilómetros donde los árboles, altos y centenarios, se arqueaban desde ambos lados de la carretera hasta tocarse en lo alto, formando una bóveda natural que incluso de noche imponía su sombra viva. El autobús redujo la velocidad. Todo se oscureció, salvo los faros temblorosos y el murmullo constante de la lluvia sobre el techo.

—De día es todo un espectáculo —murmuró la señora.

Juan Josué no respondió, pero pensó, con ironía resignada: “El espectáculo será poder dormir, comer e ir al baño sin que se mueva todo esto.”

Al salir del túnel, el paisaje se abrió: una gran explanada permitió ver, a lo lejos, las luces esparcidas de la pequeña ciudad como brasas en la neblina, y el rugido grave del río. Estaban por llegar al puente Orinoquia.

Todos descendieron para estirar las piernas y presentar las identificaciones ante la guardia nacional. El aire era húmedo, cargado del aliento del río.

Mientras esperaba, Juanjo buscó algo entre sus cosas. Encontró un pequeño folleto doblado dentro del bolsillo lateral del bolso, su papá lo había puesto allí. Lo leyó por curiosidad:

"El Puente Orinoquia, también conocido como el Segundo Puente sobre el río Orinoquia, es una joya de la ingeniería moderna. Atirantado, con cables en forma de abanico, combina hormigón armado y acero. Tiene una longitud de 3.156 metros."

Juanjo levantó la vista y miró hacia la silueta colosal del puente, iluminado tenuemente por lámparas altas y el reflejo de la luna entre las nubes. Tragó saliva.

"Estoy llegando, mamá. Estoy llegando, Pedro."

Volvió a subir al autobús. El motor rugió. El río los esperaba abajo, negro y poderoso.

 

Ambulancia

El autobús arrancó. Afuera, la llovizna seguía cayendo, suave pero constante, repiqueteando contra los vidrios. De pronto, desde la lejanía, se escuchó el ulular insistente de una sirena. A lo lejos, entre la neblina, las luces refulgentes de una ambulancia comenzaban a teñir la noche de rojo y azul. Era un parpadeo agitado, casi violento, que cortaba la oscuridad como un bisturí encendido.

Venía rápido. Muy rápido.

Juan Josué levantó la mirada, hipnotizado por los colores. En su mente, como un fogonazo, vino el recuerdo de una clase de la universidad con la profesora Lucía Castañuela, que con entusiasmo explicaba:

—El rojo alerta, es vida en peligro. El azul, autoridad. Ambos juntos: urgencia, paso libre. Cuando los vean, recen, apartence.

Ese pensamiento fugaz le atravesó el pecho justo cuando la ambulancia pasó zumbando por el lado izquierdo del autobús. El conductor intentó cederle el paso, moviendo el volante hacia el costado derecho del carril… pero no vio, o lo vio demasiado tarde, que a unos metros había dos vehículos detenidos: uno con las luces de emergencia parpadeando y otro, más atrás, sin luces, casi invisible.

—¡Cuidado! —gritó alguien desde los primeros asientos.

El conductor pisó el freno con fuerza, pero el asfalto mojado no ayudó. Las llantas patinaron. El autobús se coleó. En un solo segundo, Juan Josué sintió que todo se descomponía.

El lateral del autobús golpeó con estrépito el primero de los vehículos detenidos, empujándolo hacia la baranda del puente. Luego, rozó la parte trasera de la ambulancia que, milagrosamente, no se detuvo y siguió su camino, alejándose con su sirena como un lamento en retirada.

Pero el autobús ya no tenía control.

La sacudida fue brutal. Maletas volaron, gritos desgarraron el silencio, una niña lloraba a gritos. Juan Josué se aferró al asiento como pudo. Y entonces, algo crujió debajo de ellos.

Era la tijera de la rueda delantera derecha.

El golpe seco que había sufrido el autobús horas antes, al caer en aquel hueco oculto bajo la laguna, había debilitado la pieza. Ahora, con el peso mal distribuido, se partió. El autobús se inclinó de golpe hacia el abismo. La baranda crujió. Cuatro de las cuerdas del puente, retorcidas por el impacto, se soltaron con un sonido agudo y seco, como látigos de acero.

La mitad del autobús quedó suspendida sobre el vacío.

Juan Josué lo vio todo en fracciones de segundo. Los faros del autobús iluminaban el abismo húmedo y oscuro. El río, allá abajo, rugía como una bestia despierta.

Dentro del vehículo, el caos era total. Gente gritando, otros rezando, algunos tratando de romper las ventanillas. Una señora golpeaba la puerta con los puños. Un bebé chillaba sin consuelo. El conductor, paralizado, solo murmuraba:

—Dios mío… Dios mío… no, por favor, no…

Juan Josué no gritó. No pudo. Solo cerró los ojos. Y en ese segundo eterno, no pensó en Diana. No pensó en su madre. Ni en la universidad. Ni en la muerte.

Pensó en el abismo.
Y respiró, como le había enseñado Julio: como si todo estuviera bien.
Y después, se aferró con todas sus fuerzas.

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