El viaje
—Mamá, tengo que cuadrar el trabajo y la universidad… —dijo Juan Josué mientras recogía las tazas del café que habían compartido en silencio.
—Haz lo que
tengas que hacer, hijo —respondió su madre, mirándolo con ternura—. Yo sé que
tú vas a cumplir con lo que prometiste. Allá te necesitan… y tú también necesitas
ir.
Juanjo se
quedó un momento quieto, apoyado contra el marco de la puerta. Observó a su
madre acomodar los manteles de la mesa con esos movimientos suyos, lentos y
precisos. La vio más delgada, más callada, pero fuerte.
—¿Papá está
de acuerdo?
—Claro que
sí, mi amor —dijo su padre, entrando en ese instante con una chaqueta en la
mano—. Aunque sabes que preferiríamos ir contigo, sabemos que es mejor que
vayas solo esta vez. Allá están Pedro, Andrés, Mercedes… y esa gente fue parte
tuya también.
—Voy por
todos nosotros —respondió Juan Josué—. Por Diana también.
Esa misma
noche, antes de dormir, llamó a Reinaldo.
—¡Juanjo!
¿Todo bien? ¿Qué pasó?
—Murió
Diana, Rey.
Hubo un
silencio repentino del otro lado de la línea. Reinaldo no respondió de
inmediato. Se oía el fondo de una calle con motos y un televisor encendido.
—¡Caramba,
Juanjo… qué dolor! —dijo por fin, con la voz temblorosa—. Me acuerdo cuando
murió mi mamá… uno no está preparado para eso nunca.
—Sí,
hermano… es como si algo se partiera.
—¿Sabes qué
fue lo más duro para mí? —agregó Reinaldo—. Que no llegué a tiempo. Tenía que
haber ido ese fin de semana, pero me quedé estudiando para un parcial. Cuando
llegué, ya había fallecido. Me quedó ese vacío. Como que uno carga con
preguntas sin respuesta.
—Eso es lo
que no quiero… quedarme con cosas sin decir. Diana me dio mucho, Rey. Fue como
una segunda madre en la fe.
—Entonces
ve, Juanjo. Y llévate algo de mi parte. No es mucho, pero tengo unos apuntes
completos de la última semana. Te los paso mañana.
—Gracias,
hermano.
Al día
siguiente, llamo al señor Carlos.
—¿Pasa algo,
Juan? —preguntó el jefe, un hombre de lentes delgados y voz de tono grave.
—Sí, señor,
respondió Juan Josué. Necesito ausentarme por unos días. Murió una persona muy
querida en mi familia. Necesito viajar.
El señor
Carlos no respondió de inmediato. Luego preguntó: —¿Qué tan lejos?
—Curarire,
señor. Son más de 900 kilómetros. Estoy calculando una semana.
El señor Carlos
le respondió: —Tú trabajas bien, Juan. No me gusta que se acumule el trabajo,
pero entiendo que hay cosas más importantes. Solo necesito que dejes tu parte
del informe adelantada y que alguien pueda cubrir las llamadas urgentes.
—Claro. Le
pediré a Soraya que me eche una mano con eso. Y el informe ya está listo,
casualmente lo imprimi y deje en una de las gavetas del escritorio.
—Entonces está
bien. Tómate tu tiempo. Y dale mis condolencias a tu familia. Finalizaron la
llamada con los saludos respectivos.
Ese sábado
en la noche, Juan Josué armó su pequeña maleta en la sala. Su madre le doblaba
la ropa con esmero; su padre le puso dentro un folleto y un pequeño termo para
el café.
—No lleves
mucho —le dijo su padre—. Allá tienes dónde lavar. Lo importante es que lleves
lo esencial.
—Lo esencial
ya lo llevo —respondió Juanjo con una sonrisa leve, metiendo su rosario de
azabache, un libro de papel ya gastado, y una libreta pequeña con tapa de cuero
que Diana le había regalado cuando cumplió 18.
La despedida
fue sin lágrimas. Solo abrazos largos, como quien sujeta una promesa.
A las seis y
media del domingo, Juan Josué tomó el metro hasta la última estación, donde
abordó un viejo carrito por puesto que lo llevaría hasta el terminal. El
trayecto fue de casi treinta minutos por la interestatal, una vía ancha y gris
donde el tráfico iba disminuyendo conforme se alejaban de la ciudad. El
conductor, un señor de bigote canoso y voz ronca, no dejó de hablarle del
partido de beisbol del día anterior.
El terminal
estaba en la periferia, rodeado de terrenos baldíos y galpones industriales,
con una caseta de vigilancia en la entrada y unos pocos vendedores de café
ofreciendo sus termos al borde de la acera. La estructura principal era un
galpón largo de techos oxidados, con andenes numerados y un viejo letrero
electrónico que a ratos titilaba sin sentido.
Andén 4, recordaba Juanjo. “El autobús a
Curarire se toma en el andén 4, justo al lado de la boletería.”
Y allí
estaban. Autobuses blancos con franjas azules y amarillas, que descendían como
hojas danzando al viento. Eran inconfundibles.
Se sentó con
su maleta al lado, bajo el cielo nublado que comenzaba a soltar una llovizna. A
su lado, una pareja de ancianos discutía por quién había olvidado los pasajes;
un joven con mochila dormitaba con los audífonos puestos. El altavoz del
terminal crujía cada tanto con voces distorsionadas que anunciaban destinos:
“Puerto Ayacucho… San Cristóbal… Barinas… Curarire…”
Juan Josué
bajó la mirada. Acarició el rosario en su bolsillo y murmuró una oración breve:
—Bueno Papá Dios… que este viaje sea para bien.
El reloj
marcaba las 7:52. Faltaban ocho minutos para que partiera el autobús.
Y la
historia, apenas comenzaba a moverse.
El recuerdo
El cielo
estaba gris, como suspendido. A lo lejos, un trueno se desató tímido, como si
la lluvia esperara el momento justo para bendecir la tierra.
Fue entonces
cuando el recuerdo llegó, claro como si acabara de ocurrir: su Primera
Comunión.
Tenía apenas
nueve años y un miedo tonto a la sotana blanca que le habían puesto. Diana
había viajado unos días antes con Pedro. En la mañana de la primera comunión, lo
llamó a solas en la sala y le entregó una pequeña caja de madera, envuelta con
una cinta azul cielo.
—Te lo envía
el padre Celestino, desde Curarire —dijo con una sonrisa—. Y me dijo que te
diera un fuerte abrazo de su parte.
Dentro,
estaba el rosario de azabache. Las cuentas eran como granos de noche y la cruz
tenía grabada una frase diminuta que no entendía: “Salve Regina".
Desde entonces, Juanjo lo había llevado consigo en cada examen difícil, en cada
oración de madrugada, en cada espera que dolía, hasta que lo dejo en la mesita
de la Virgen.
Y allí
estaba ahora, en su bolsillo, como un hilo invisible hacia Curarire.
El altavoz
del terminal volvió a crepitar: “Pasajeros con destino a Curarire, favor
abordar por el andén 4…”
Juanjo no se
movió de inmediato. Sacó la libreta de cuero de su bolso de mano. Estaba un
poco ajada en las esquinas, con el lomo agrietado, pero conservaba su olor a
papel noble y limpio.
Había
llegado por valija hace apenas cinco años, cuando cumplió 18. Diana no pudo
viajar a la ciudad esa vez porque Pedro estaba enfermo. Pero dentro del
paquete, además del regalo, había una nota breve:
"Juanjo,
esta libreta es para cuando no sepas qué orar. Escribe. Es lo mismo. Dios
también lee lo que uno no se atreve a decir." —Diana.
En la
primera página, Juan Josué había escrito: “Quiero aprender a ser bueno sin
tener que entenderlo todo.” Tenía esa línea subrayada dos veces.
Guardó la
libreta. Se levantó con la maleta al hombro.
El chofer,
un hombre con gorra de beisbol y voz cansada, ya estaba llamando lista en la
puerta del autobús.
El andén
parecía un puerto. La ciudad quedaba atrás como una isla conocida, y el camino
se abría como un río que no puede desandarse.
Juan Josué
subió al autobús sin mirar atrás. A veces, uno sabe que no va por despedirse,
sino por volver. Aunque sea distinto.
El Tunel verde
El viaje era
largo: 903 kilómetros, casi quince horas. El autobús salió puntual, a las ocho
de la mañana. Desde entonces, una procesión de paisajes, alcabalas y estaciones
de comida se fue sucediendo mientras la tarde se inclinaba, primero dorada y
luego plomiza hasta llegar la oscuridad.
Juan Josué,
en su asiento junto a la ventana, alternaba entre dormitar, revisar el teléfono
y mirar hacia fuera sin ver realmente nada. Su mente volvía una y otra vez a la
conversación del jueves con el padre Ignacio. El sábado, en la tarde-noche, el
sacerdote había pasado por su casa a darle el pésame a su madre. Le había
tomado la mano con fuerza tranquila y, al ver a Juanjo, sonrió con ternura:
—Ya no
tiemblas, ¿eh? —le dijo, recordando con suavidad la confesión de días antes,
cuando Juanjosé, sin poder contener el temblor de las manos ni el nudo en la
garganta, apenas alcanzó a decir: "No sé qué siento, pero sé que lo
siento". Ignacio no lo interrumpió. Lo dejó llorar. Y luego lo
absolvió con voz de amigo.
La memoria
de ese momento le dio una paz suave. En ese momento cerro los ojos, y le vino
un súbito recuerdo del viernes por la noche, todo era borroso, recordó lo
vivido en la casa de Ale. Casa de Ale: Pasadas las ocho de
la noche, Juan Josué terminó cediendo. Lo convenció Reinaldo, con un mensaje
breve: “Hoy no vamos a pensar. Solo a reír”.
La casa de Ale era amplia, con un pequeño jardín en la entrada y música
electrónica sonando desde una bocina que no conocía descanso. Había luces
tenues, gente en la cocina, en la sala, en el patio. El aire olía a cigarro,
pizza recalentada y perfume barato.
La fiesta ya estaba encendida. Algunos bailaban, otros
hablaban fuerte, como si la euforia pudiera empujar la semana al olvido.
Reinaldo y Juanjo se acomodaron cerca del porche,
cerveza en mano. Camila pasó con un short de mezclilla y un vaso de whisky; se
detuvo un segundo, brindó con ellos y siguió hacia un grupo de amigas. Luis
gritaba desde el fondo una teoría futbolística que incluía, según él, una
conspiración para que los Peces del Pacífico llegaran a la final.
—¡Los árbitros están comprados, hermano! —repetía—.
¡Se lo están robando a los Tigres de la Selva!
—¡Vamos, Luis, ya basta con eso! —le respondió Ale
entre risas—. Mejor tráete otra ronda.
Juanjo sonrió. Era un mundo familiar: la bulla, las
exageraciones, los abrazos medio etílicos, los brindis que no significaban
mucho pero que llenaban los vacíos del alma cansada. Reinaldo le alcanzó un
whisky con hielo, después otra cerveza, y luego otro trago que alguien había
preparado con ron oscuro.
La música cambió a salsa vieja. Camila volvió a su
lado y lo obligó a levantarse. Bailaron un par de canciones entre risas, besos,
abrazos y movimientos torpes.
—¡No bailas mal! —le dijo ella.
—Tú sí. Pero besas con estilo —respondió Juanjo, y
ambos rieron.
Ya pasadas las dos de la mañana, la casa empezaba a
apagarse. Muchos se habían ido; otros dormitaban en los sillones. Juan Josué y
Reinaldo se despidieron con abrazos medio ebríos de un par de chicas, con
quienes habían compartido buena parte de la noche entre conversaciones de
clases, futuros inciertos, anécdotas de infancia y besos distraidos.
—Fue buena idea venir —dijo Reinaldo, mientras se espabilaba
y abría el automóvil.
Juanjo no respondió. Miraba el cielo despejado, con un
brillo tenue en las estrellas, como si le hablaran desde otra orilla.
Mientras iban andando con menos velocidad que lo
habitual, se dijo en silencio: no es que haya estado mal… solo que ya no me llena.
Juan Josue, volvió en si, trato de tomar el último
trago de café, que para su sorpresa seguía caliente. Siguió mirando la
oscuridad por la ventana.
Cerró los
ojos. Quiso dormirse. Pero el autobús frenó de golpe.
Hubo gritos.
Algunas maletas cayeron del compartimiento superior. Un bebé estalló en llanto.
Juan Josué se aferró al asiento delantero y disimuló su susto con hidalguía,
recordando las palabras de su amigo Julio:
—Cuando
estés en medio del desastre, respira como si todo estuviera bien, y después
actúa con cabeza fría.
El conductor
se puso de pie con cara de pocos amigos y habló en voz alta:
—¡Tranquilos!
Lo que pasa es que esta bendita laguna no deja ver el pavimento. ¡Y el
pavimento se está hundiendo!
La lluvia de
la mañana había formado un gran charco que cubría casi toda la calzada. El agua
se movía, espesa y turbia, como si ocultara algo vivo. Debajo, el asfalto
parecía temblar, tragado poco a poco por la tierra blanda.
El conductor
dudó. Algunos carros estaban cruzando lentamente. Después de un par de minutos,
volvió a su asiento y dijo por lo bajo:
—Si esos
pasan, nosotros también.
El autobús
se adentró en la laguna. Por un instante, el agua golpeó con fuerza los bajos
del vehículo. Se sintió como si navegaran en vez de rodar. Cuando ya casi
salían, una de las ruedas delanteras cayó en un hueco profundo, una trampa
oscura en mitad del barro. El golpe fue seco. Todo el autobús se estremeció y
crujió como si fuera a partirse. Por unos segundos, nadie habló. Luego, el chofer
gritó:
—¡Tranquilos!
Ya estamos saliendo.
Y así fue.
Con esfuerzo, el autobús avanzó hasta tierra firme. Algunos pasajeros
aplaudieron con alivio, otros rezaron en voz baja.
Juan Josué
soltó el aire. Había sostenido la respiración sin darse cuenta.
—¿Falta
mucho para llegar a Curarire? —le preguntó a la señora que viajaba a su lado,
una mujer entrada en años con mirada amable y voz de maestra jubilada.
Ella
consultó su reloj, pensó un momento y respondió:
—Son las
nueve. Quizá en un par de horas más… Después que pasemos el túnel verde y el
puente del río, ya estaremos llegando. Se deberían ver algunas montañas, pero
con esta llovizna y la noche cerrada, no se distinguen.
Juanjo
sonrió. Recordó cuántas veces su mamá y sus tías hablaban del túnel verde, como
si se tratara de un pasaje encantado.
—Ah, ese
túnel es una belleza —decía siempre Diana—. Parece que los árboles se pusieron
de acuerdo para abrazar la carretera.
—Y después,
el puente. ¡Ese sí es una cosa de otro mundo! —agregaba su tía Rita—. Cuando lo
cruzas de noche, parece que estás volando por encima del agua.
El túnel
apareció poco después: un tramo de casi dos kilómetros donde los árboles, altos
y centenarios, se arqueaban desde ambos lados de la carretera hasta tocarse en
lo alto, formando una bóveda natural que incluso de noche imponía su sombra
viva. El autobús redujo la velocidad. Todo se oscureció, salvo los faros
temblorosos y el murmullo constante de la lluvia sobre el techo.
—De día es
todo un espectáculo —murmuró la señora.
Juan Josué
no respondió, pero pensó, con ironía resignada: “El espectáculo será poder
dormir, comer e ir al baño sin que se mueva todo esto.”
Al salir del
túnel, el paisaje se abrió: una gran explanada permitió ver, a lo lejos, las
luces esparcidas de la pequeña ciudad como brasas en la neblina, y el rugido
grave del río. Estaban por llegar al puente Orinoquia.
Todos
descendieron para estirar las piernas y presentar las identificaciones ante la
guardia nacional. El aire era húmedo, cargado del aliento del río.
Mientras
esperaba, Juanjo buscó algo entre sus cosas. Encontró un pequeño folleto
doblado dentro del bolsillo lateral del bolso, su papá lo había puesto allí. Lo
leyó por curiosidad:
"El
Puente Orinoquia, también conocido como el Segundo Puente sobre el río
Orinoquia, es una joya de la ingeniería moderna. Atirantado, con cables en
forma de abanico, combina hormigón armado y acero. Tiene una longitud de 3.156
metros."
Juanjo
levantó la vista y miró hacia la silueta colosal del puente, iluminado
tenuemente por lámparas altas y el reflejo de la luna entre las nubes. Tragó
saliva.
"Estoy
llegando, mamá. Estoy llegando, Pedro."
Volvió a
subir al autobús. El motor rugió. El río los esperaba abajo, negro y poderoso.
Ambulancia
El autobús
arrancó. Afuera, la llovizna seguía cayendo, suave pero constante,
repiqueteando contra los vidrios. De pronto, desde la lejanía, se escuchó el
ulular insistente de una sirena. A lo lejos, entre la neblina, las luces
refulgentes de una ambulancia comenzaban a teñir la noche de rojo y azul. Era
un parpadeo agitado, casi violento, que cortaba la oscuridad como un bisturí
encendido.
Venía
rápido. Muy rápido.
Juan Josué
levantó la mirada, hipnotizado por los colores. En su mente, como un fogonazo,
vino el recuerdo de una clase de la universidad con la profesora Lucía
Castañuela, que con entusiasmo explicaba:
—El rojo
alerta, es vida en peligro. El azul, autoridad. Ambos juntos: urgencia, paso
libre. Cuando los vean, recen, apartence.
Ese
pensamiento fugaz le atravesó el pecho justo cuando la ambulancia pasó zumbando
por el lado izquierdo del autobús. El conductor intentó cederle el paso,
moviendo el volante hacia el costado derecho del carril… pero no vio, o lo vio
demasiado tarde, que a unos metros había dos vehículos detenidos: uno con las
luces de emergencia parpadeando y otro, más atrás, sin luces, casi invisible.
—¡Cuidado!
—gritó alguien desde los primeros asientos.
El conductor
pisó el freno con fuerza, pero el asfalto mojado no ayudó. Las llantas
patinaron. El autobús se coleó. En un solo segundo, Juan Josué sintió que todo
se descomponía.
El lateral
del autobús golpeó con estrépito el primero de los vehículos detenidos,
empujándolo hacia la baranda del puente. Luego, rozó la parte trasera de la
ambulancia que, milagrosamente, no se detuvo y siguió su camino, alejándose con
su sirena como un lamento en retirada.
Pero el
autobús ya no tenía control.
La sacudida
fue brutal. Maletas volaron, gritos desgarraron el silencio, una niña lloraba a
gritos. Juan Josué se aferró al asiento como pudo. Y entonces, algo crujió
debajo de ellos.
Era la
tijera de la rueda delantera derecha.
El golpe
seco que había sufrido el autobús horas antes, al caer en aquel hueco oculto
bajo la laguna, había debilitado la pieza. Ahora, con el peso mal distribuido,
se partió. El autobús se inclinó de golpe hacia el abismo. La baranda crujió.
Cuatro de las cuerdas del puente, retorcidas por el impacto, se soltaron con un
sonido agudo y seco, como látigos de acero.
La mitad del
autobús quedó suspendida sobre el vacío.
Juan Josué
lo vio todo en fracciones de segundo. Los faros del autobús iluminaban el
abismo húmedo y oscuro. El río, allá abajo, rugía como una bestia despierta.
Dentro del
vehículo, el caos era total. Gente gritando, otros rezando, algunos tratando de
romper las ventanillas. Una señora golpeaba la puerta con los puños. Un bebé
chillaba sin consuelo. El conductor, paralizado, solo murmuraba:
—Dios mío…
Dios mío… no, por favor, no…
Juan Josué
no gritó. No pudo. Solo cerró los ojos. Y en ese segundo eterno, no pensó en
Diana. No pensó en su madre. Ni en la universidad. Ni en la muerte.
Pensó en el
abismo.
Y respiró, como le había enseñado Julio: como si todo estuviera bien.
Y después, se aferró con todas sus fuerzas.