"...y el Guardián, ya casi un susurro en el viento, pronunció la
inscripción, la última que grabaría en la memoria del valle, las palabras que
sellarían el destino de los hermanos y de las dos ciudades: 'Creati ab ipso
Deo. Divisi superbia. Uniti morte.' (Creados por Dios mismo. Divididos por la
soberbia. Unidos en la muerte.) Y debajo, trazó las palabras que la historia,
al fin, comprendería: 'Hermanos de una misma savia, su sangre ha regado el
árbol de la paz.' Las puertas de la cripta, se abrieron suavemente, invitando a
la luz y al aire a entrar. La Cripta del Algarrobo era un santuario de
reconciliación, un monumento a la verdad que había brotado de la
tragedia."
De pronto, el silencio se rompió con la puerta de la casa que se abrió de
golpe y con todo estrépito. Mercedes, vestida de negro por el luto por su
madre, entró a la casa. Su cara de amanecida era notoria. Venía a despertar a
Joaquín, pues no había vuelto al velorio y pensó que se había quedado dormido
al venir a ver a Pedro Celestino, quien dormía plácidamente en su cuna.
Mercedes (con voz cansada y sorprendida): —¿Joaquín? ¿Pero qué haces
despierto? Pensé que te habías quedado dormido aquí con el niño. No volviste al
velorio.
Joaquín (levantando la vista, con la pluma aún en la mano y los ojos
brillantes de quien vuelve de un viaje lejano): —Mercedes… el Algarrobo… la
cripta… Tuve que escribirlo. Todo. La historia me lo pedía. Diana… será
sepultada allí.
Mercedes (con un suspiro, acercándose a la cuna de su hijo): —Sí, lo sé,
amor. Papá lo decidió anoche. Es… un honor. Pero ahora tienes que ir a buscar a
Juan Josué.
Joaquín (frunciendo el ceño): —¿Juan Josué? ¿Ya llegó?
Mercedes: —Debe estar por llegar. Viene desde la capital, recuerda.
Necesitamos que esté aquí para el sepelio. Ya es hora. La madrugada está clara,
pero el día será largo.
Joaquín (dejando la pluma y poniéndose de pie, la realidad golpeándolo de
pronto): —Claro, Juanjo. Sí. Debo ir.
Mercedes (mirándolo con ternura y preocupación): —Ve con cuidado. A estas
horas, en el terminal, siempre hay mucho movimiento. Y no sabemos nada de su
viaje… si todo le fue bien. Que Dios lo traiga con bien.
Joaquín asintió, su mente aún a caballo entre la leyenda y la dolorosa
realidad. Recogió sus papeles, la historia de Curarire recién nacida entre sus
manos, y salió al amanecer, rumbo a un encuentro con el presente, ignorante de
la tormenta que Juan Josué había sorteado en el Puente Orinoquia.
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Mientras tanto, en una de las casas del barrio La Providencia, en la capital, María Sacramento no había podido dormir en toda la noche. Desde las tres de la mañana, que fue la última vez que tuvo noticias de su hijo Juan Josué después de pasar por el túnel verde, una angustia fría le apretaba el pecho.
María Sacramento (en un susurro, mientras se frotaba las manos inquietas): —Ay, Juanjo… Mi muchacho. ¿Dónde estarás?
Se levantó de la cama, descalza, y fue a la ventana. El cielo comenzaba a clarear, pero para ella, la oscuridad seguía en el alma. Había intentado llamarlo varias veces, mandar mensajes, pero la señal no entraba. Asumía que la distancia, o tal vez el río Orinoquia —por esas “ondas magnéticas” que tanto oía mencionar—, afectaba las comunicaciones. Pero la verdad era que el miedo era más fuerte que cualquier explicación lógica.
El señor Sixto José, se revolvió en la cama. También él había pasado una noche en vela, pero se esforzaba por mantener la calma para no alarmar más a su esposa.
Sixto José (con voz rasposa por el desvelo): —¿Aún no hay noticias de Juanjo, vieja?
María Sacramento (sin girarse, la voz ahogada): —Nada, Sixto. Desde las tres no entra ni un mensaje. Parece que se lo tragó la tierra… o el río. Ay, Dios mío, ¿y si le pasó algo?
Sixto José (levantándose despacio, sus huesos crujiendo): —No digas eso, Sacramento. Nuestro muchacho es fuerte. Y Dios no lo desampara. Seguramente es la señal. Esos viajes largos siempre tienen sus cortes.
María Sacramento (mirando la imagen de la Virgen que tenía en la mesita de noche): —Hermana Diana… ¿tú que ya estás con el Señor… cuídame a mi muchacho. Llévalo con bien. Siempre fuiste el consuelo, la que me calmaba el alma cuando el miedo apretaba.
Un recuerdo le inundó la mente, fresco como si fuera ayer. La última vez que vio a Diana, en su casa de Curarire, sentadas en el porche, riendo por las travesuras de los muchachos. Diana siempre tan fuerte, tan llena de vida, con su risa que se escuchaba a lo lejos. Era la menor, sí, pero la que irradiaba más alegría.
María Sacramento (cerrando los ojos, el dolor de la pérdida de su hermana aún punzando): —Diana… mi hermana. Siempre fuiste la luz. Eras la más alegre. Recuerdo tu boda, tan hermosa. El padre Celestino casándote… Y Pedro, hecho un flan de nervios. Parecía que el mundo se iba a detener para verlos a ustedes dos. Un día lleno de sol, de promesas… y ahora… esta oscuridad.
Las lágrimas, que había contenido durante horas, comenzaron a brotar con más fuerza. Se sentó en el borde de la cama, el cuerpo cansado, el alma en vilo.
María Sacramento: —Y ahora mi Juanjo… solo. Viajando por esos caminos tan peligrosos. Ojalá el rosario que le dio el padre Celestino lo proteja. Él lo necesita… yo lo necesito aquí. Mi corazón no aguanta más esta espera.
Volvió a levantarse y caminó de un lado a otro en la pequeña habitación. No podía quedarse quieta. La necesidad de saber, de tocarlo, era un fuego que la consumía.
Sixto José (acercándose y abrazándola por los hombros): —Va a llegar, vieja. Juanjo va a llegar. Confía. Ya va a amanecer del todo, son las 5y 45 de la mañana. El sol siempre sale, aunque el dolor nos nuble la vista.