Hay días en los que el alma ya no quiere seguir dando aire a quienes no quieren respirar, ni seguir sembrando en terrenos que se endurecieron por algo que aun no atisbo a saber. Días en los que se anhela, con una mezcla de dolor y verdad, ser un poco menos sensible, un poco menos vulnerable, un poco menos humano.
Pero no se puede.
Porque amar, como lo hace Dios, siempre deja una herida abierta. Una cruz que se lleva en silencio. Amar es morir poco a poco para que otros vivan, incluso cuando esos otros no lo notan o ya no están. Jesús también amó así: con ternura a los que lo traicionaron, con compasión a los que se alejaron, con fidelidad a los que no volvieron.
No es tonto el que ama con todo, aunque no reciba lo mismo. Tonto es el que olvida el valor de quien se da sin medida. Y aunque parezca que muchos se acostumbran a quedarse con todo, el cielo guarda el eco silencioso de cada misericordia. Porque en este mundo donde muchos solo toman, son pocos los que, todavía creen en dar.
Tal vez la pregunta no sea “¿cuándo dejaré de amar así?”, sino “¿cómo seguir amando sin morir por dentro?”.
La respuesta es una: volver siempre al Corazón de Cristo. Allí, donde se entiende el dolor de amar sin recibir. Allí, donde su entrega silenciosa se convierte en ofrenda fecunda. Allí, donde el amor no es debilidad, sino camino hacia la resurrección. Allí quiero estar.