Una mañana, mientras algunos hombres limpiaban el cementerio Redondeo,
justo al pie del viejo algarrobo —ya entonces imponente como un guardián—
descubrieron, por accidente, lo que parecía ser la entrada sellada de una
cripta subterránea. Al romperse el sello, una polvareda espesa de barro rojo
emergió como un aliento detenido por siglos.
Pero la broma no impidió que rezara. Y con él, descendieron seis hombres
más: Don César —el padre del pequeño Pedro—, el alguacil con dos policías, un
sepulturero de nombre Eliseo y un joven ayudante.
Bajaron unos tres niveles de roca tallada. Escaleras firmes, húmedas por la
historia, guiaban hacia las entrañas del cementerio. A medida que descendían,
las paredes se volvían más elaboradas, y en una de ellas, una enorme espada
estaba tallada, con un detalle curioso: el mango era la mitad de una mesa, y
sobre ella descansaba una pequeña urna envuelta en mantos que el polvo y el
tiempo habían teñido de verdes y amarillos.
El espacio se abrió al fin. Las paredes, hechas de bloques ensamblados como
rompecabezas, estaban bordeadas de musgo. Sobre ellas, decenas de cráneos,
incrustados con inquietante cuidado, formaban un tapiz macabro. En el centro,
dos lápidas de piedra fina decoradas con flores pequeñas y anchas, portaban
inscripciones talladas en tablas de madera, aún legibles a pesar de los siglos:
"Creati ab ipso Deo. Divisi superbia. Uniti morte."
El sepulturero, con gesto tembloroso, se santiguó y besó el crucifijo que
colgaba de su cuello. Luego, con delicadeza, desenvolvió la urna. Y entonces
ocurrió.
Un puñado de flores frescas —grandes y pequeñas— cayó de su interior.
Duraron un instante: en contacto con el aire, se marchitaron al momento. Un
silencio espeso cubrió al grupo. El padre murmuró:
—Bendito Dios...
Don César lo ayudó a levantar el contenido de la urna. No era un libro.
Tampoco un rollo. Era algo más ancestral: una suerte de sefer menor,
confeccionado en tirillas de madera delicadísimas, ensambladas como quien cose
palabras con el alma.
El crujido que se oyó al desplegarlo era como el de las hojas al caer en
otoño. Algunas tirillas eran doradas, otras blanquecinas. En ellas, una escritura
oscura danzaba con el temblor de la oración.
El alguacil encendió su linterna. Los dos policías alzaron sus lámparas de
carburo. Las luces luchaban por disipar la sombra, como si la historia misma no
quisiera ser revelada de golpe. Entonces, todos vieron, tallado con precisión
casi moderna:
"Aquí yace la historia de ‘El asedio de Nin a Curarire’."
Los ojos se abrieron de par en par. El corazón galopó en cada pecho. El
silencio sólo fue roto por Eliseo, el sepulturero:
—Eso eran cuentos... cosas de abuelos. Historias de niños.
Don César, mirando el manuscrito con gravedad, respondió:
—Y he aquí… la verdad.
Horas después, ya reunidos en el salón contiguo a la jefatura civil, bajo
luz blanca y rodeados por vecinos curiosos, le pidieron al joven padre Celestino
que hiciera el honor de leer lo hallado.
El sacerdote, algo nervioso, subió al podio improvisado. Carraspeó. Sus
dedos aún sentían la textura de aquellas tiras de madera viva. Miró al pueblo
reunido, y con voz serena y grave, comenzó a leer:
El Preámbulo
No soy nadie, tan solo soy quien el destino designó para compartir lo que fue, lo que pasó y lo que vendrá. Diliculum, me dicen algunos. Aunque solo escribo lo que ha pasado y podría pasar.
Curarire era una ciudad de ensueño. Ubicada en el corazón del valle de San Isidro, se destacaba por su belleza, su prosperidad y su armonía. Sus habitantes vivían felices, rodeados de naturaleza y cultura, sin temer a nada ni a nadie. Durante siglos, Curarire fue la dueña indiscutible del valle, extendiendo su influencia y su comercio por toda la región.
Pero todo cambió hace mucho tiempo, cuando una sombra se cernió sobre el horizonte. Era Nin, una ciudad rival que había crecido a la sombra de Curarire, alimentándose de su envidia y su resentimiento. Nin era una ciudad de pesadilla. Ubicada en las montañas que rodeaban el valle, se caracterizaba por su fealdad, su pobreza y su violencia. Sus habitantes vivían amargados, oprimidos por el hambre y el miedo, dispuestos a todo por sobrevivir. Se reproducían con gran facilidad, las mujeres eran muy fecundas, pero donde sembraban su vida, nada más crecía y todo se hacía estéril.
Nin decidió atacar a Curarire, aprovechando su descuido y su confianza. Se plantó en las periferias del valle, construyendo fortalezas y asentamientos, y lanzando incursiones y sabotajes. Poco a poco, Nin fue adueñándose del territorio, cortando suministros y comunicaciones, sembrando el pánico y la desesperación. Enviaba sus semillas del mal para que se reprodujeran en Curarire.
Ahora, Curarire está sitiada. Nin no ceja en su empeño de conquistarla y destruirla. Pero Curarire no había perdido toda su esperanza. Había algo que Nin no podía arrebatarle, algo que le daba fuerza y alegría, algo que le recordaba su esencia y su destino: el florecimiento de Curarire, un fenómeno único que ocurría una vez al año, cuando el sol se alineaba con el centro del valle y bañaba la ciudad con sus rayos dorados.
Entonces, las flores se abrían y se teñían de los colores del sol, creando un espectáculo de luz y color que deslumbraba a todos. Curarire se transformaba en un sol plantado en la tierra, irradiando calor y vida, haciendo que Nin se encogiera y oscureciera ante su brillo.
Pero la profecía no era simple. No bastaba con florecer una vez más. Debían cumplirse tres condiciones:
· Tres lluvias torrenciales entre abril y mayo, que limpiarían el valle de la suciedad y la sangre, y regarían las semillas de esperanza.
· Luna llena con cielo despejado, que revelaría el camino hacia la libertad y haría brillar las estrellas del corazón de Curarire.
· La llegada de un mesías con espada en mano, que lideraría la rebelión y restauraría el orden y la justicia, portando el escudo forjado con fe.
Estos eran los signos. Nadie sabía cuándo se cumplirían, pero debían estar atentos. El destino de Curarire dependía de ello.
¿Quién era Nin y por qué tanto odio? Nin era extranjera, venida de un lugar donde el sol no brillaba y el cielo era gris. Había llegado buscando un lugar mejor, pero fue rechazada por Curarire, que cerró sus puertas. Humillada, juró venganza. Construyó su ciudad en las montañas y comenzó a planear su ataque.
Nin no tenía nada que ver con Curarire, ni en aspecto ni en esencia. Donde Curarire era luz, Nin era sombra. Donde Curarire daba frutos y flores, Nin solo ofrecía espinas y veneno. Nin no quería compartir ni dominar el valle: quería destruir a Curarire y todo lo que representaba.
Nin tenía un anhelo secreto: alcanzar la cúpula celeste, donde moraban los dioses y los ángeles. Creía que el sol de Curarire era la puerta al cielo, y que si lo robaba, se volvería dueña del universo. Quería robar la luz, apagar la esperanza, arrancar el corazón de la ciudad.
Pero Nin no siempre fue así. Hubo un tiempo en que intentó parecerse a Curarire, cuando aún tenía bondad en su interior. Pero se dejó consumir por el odio. Sus flores se hicieron menudas, su fruto amargo, su ciudad gris, su gente cruel.
Nin tampoco podía igualar la madera de Curarire, dorada, fuerte, perfumada, símbolo de cultura y belleza. La suya era pálida, quebradiza, solo útil para armas o fuego, despreciada incluso por los mercaderes.
Así fue como Nin llegó a las puertas de Curarire disfrazada de caravana comercial, con soldados entre las mercancías y armas bajo los mantos. Esperaba atacar cuando la ciudad bajara la guardia, durante el florecimiento.
Pero se equivocaba. No contaba con la fuerza de Curarire, ni con sus aliados, ni con el cumplimiento profundo de la profecía. Curarire tenía un destino más grande, más noble, y no se rendiría fácilmente.
El Asedio
Un asedio no es solo una estrategia militar: es una sombra larga, paciente y devastadora. Es la lenta sofocación de una ciudad, el cerco implacable que se cierne sobre sus vidas, sus rutas, su esperanza. Un asedio es el arte oscuro de quitarle a un pueblo el aire y el alma sin necesidad de cruzar sus puertas.
Curarire, la ciudad más antigua y hermosa del valle de San Isidro, estaba sitiada. Hacía ya diez años que Nin había descendido sobre el valle como un viento hostil, y desde entonces, como un enemigo silencioso y constante, había rodeado a Curarire con sus tropas, sus murallas de hierro, y su guerra sin rostro. Durante ese tiempo, no cesaron los intentos de doblegarla: sabotajes, embargos, infiltraciones. Hambre, miedo, muerte.
Y sin embargo, Curarire no se rindió.
La ciudad resistió con dignidad y con sabiduría. Sus defensas eran más que piedra y acero: eran memoria, convicción y promesa. En sus muros vibraba el eco de generaciones pasadas, y en sus torres aún flameaba la bandera de la fe. Cada flecha lanzada desde sus almenas era también una oración; cada trampa activada, un acto de fidelidad. Conservó sus reservas y protegió sus alianzas. Pero sobre todo, guardó su profecía.
Porque Curarire vivía de una promesa: que cuando llegara el tiempo del florecimiento, la ciudad sería libre. Que cuando los jardines, contra todo pronóstico, brotaran en medio del sitio, la victoria se abriría paso como una aurora inevitable.
Nin lo sabía. Y por eso no se marchaba.
Así, ambas ciudades se enfrentaban en un equilibrio agónico: una guerra sin fin, un pulso entre la persistencia y el agotamiento. Ninguna quería ceder. Ninguna aceptaba negociar. Ambas sabían que el desenlace solo podría llegar por medio de una última batalla: decisiva, brutal, final.
Y esa batalla, silenciosamente, se preparaba.
Nin tramó su asalto con astucia y sigilo. Esperó la noche más oscura y se disfrazó de caravana inofensiva. Ocultó a sus soldados entre fardos de tela y tinajas de aceite, y a sus armas bajo los mantos de comercio. Se acercó a las puertas de Curarire cuando la ciudad parecía entregarse a su florecimiento, cuando la alegría comenzaba a distraer la mirada de los centinelas. Fue entonces cuando dio la señal.
El fuego iluminó la madrugada.
Primero fue un resplandor anaranjado, como un sol equivocado naciendo en el lugar donde debía reinar la sombra. Luego, el crujido seco de las antorchas encendiendo la madera de los portones y los mercados, seguido por un aullido gutural, no de hombres, sino de bestias disfrazadas de soldados.
—¡Ahora! ¡¡Rompan el silencio!! —rugió el general de Nin, cubierto por una túnica púrpura y un yelmo de hojas muy pequeñas.
Desde las carretas disfrazadas de comercio brotaron soldados armados hasta los dientes. Blandían hachas, espadas curvas y antorchas; algunos llevaban garfios para trepar las murallas; otros arietes ocultos bajo pieles de carnero. Gritaban con rabia acumulada durante años, con el ansia de aniquilar lo que no habían logrado someter.
Pero Curarire no dormía. Nunca había dormido del todo.
Un anciano que oraba en una celda cercana al muro —el último monje de la orden de la Fe— fue el primero en ver el resplandor. Alzó sus ojos llenos de ceniza y supo. Se puso de pie con dificultad y golpeó tres veces el gong de cobre que pendía junto a una enorme almena que también encendió. ¡BOOM! ¡BOOM! ¡BOOM!
El sonido se extendió como un eco sobre la ciudad de piedra y esperanza. Las campanas comenzaron a repicar. Las almenas se encendieron. Las calles se estremecieron con pasos que despertaban.
—¡A las murallas! ¡A las murallas! —gritaban los vigías mientras corrían por las escaleras de caracol.
Las puertas se cerraron con un estruendo que hizo temblar la tierra. Los puentes levadizos se alzaron como brazos al cielo. Pasajes ocultos tras las fuentes y las iglesias comenzaron a abrirse, revelando corredores que llevaban armas, curas, niños, provisiones.
—¡Por Curarire! ¡Por la Luz del Sol! —gritó un joven arquero, apenas un aprendiz, mientras subía al bastión y tensaba su arco con manos temblorosas.
Las catapultas se alzaron. Sus brazos mecánicos parecían orar antes de lanzar sus piedras ardientes sobre los invasores. Las flechas silbaron como estrellas de guerra, cruzando el cielo de oriente a occidente. La batalla estalló con una furia largamente contenida.
En la Plaza redonde, junto al gran Algarrobo, un pelotón de ninitas —soldados de élite de Nin— logró infiltrarse. Una mujer del mercado, Teresa la Panadera, les salió al paso con una escoba y una daga.
—¡Este es mi horno, y esta es mi ciudad! —gritó.
Cortó la pierna del primer atacante, lo derribó y, con ayuda de dos mozos de carga, alzó una mesa para bloquear la calle. Allí lucharon, descalzos y con delantal, como héroes anónimos del día que la historia detuvo su curso.
En la torre oriental, dos jóvenes monjes se abrazaron brevemente antes de empuñar sus lanzas.
—Si caemos hoy, que sea mirando hacia la luz —dijo uno.
—Y cantando. Nunca dejemos de cantar —respondió el otro, antes de lanzarse al pasillo donde irrumpían los soldados enemigos.
Fue combate de espadas y lanzas, de mazas y antorchas, de manos y dientes.
En el puerto seco, donde estaban las norias de agua, dos columnas de soldados de Nin intentaron abrir brecha. Fueron recibidos por los Caballeros del Agua: hombres y mujeres vestidos con túnicas de lino azul, que peleaban con bastones reforzados y escudos circulares. Cada paso que daban lo hacían entonando versos del Cántico de los Ríos: —“No pasará el acero por donde fluye la vida. No pasará el odio por donde canta el agua.”
Fue grito, llanto, sangre y humo. Fue odio antiguo y dolor presente. Pero también fue canto, resistencia, dignidad y memoria. Fue todo lo que ambas ciudades eran y no podían ocultar.
Un niño encontró una espada rota en medio de la calle, y sin saber por qué, la alzó al cielo y gritó: —¡Aún no hemos muerto!
Y los combatientes que lo vieron, de ambos bandos, dudaron un segundo. Algunos de Nin retrocedieron, como si el grito los hubiese alcanzado en un lugar que no sabían que existía. Aquel día, la historia se detuvo a mirar.
Porque no fue solo combate. Fue la manifestación visible del alma de una ciudad. No fue solo carne contra carne. Fue símbolo contra símbolo. Fue la lucha de Curarire por no perderse a sí misma.
Y en medio del caos, mientras el polvo y las llamas envolvían el campanario, algo inaudito ocurrió: una flor amarilla brotó entre las piedras, justo al pie del muro herido. Era una flor que nadie había sembrado, que nadie esperaba. Una niña de cinco años, refugiada con su madre en una celda de piedra, la vio y susurró:
—Mamá… está floreciendo…
Y su madre, con los ojos llenos de lágrimas y sangre, la abrazó y dijo: —Entonces es verdad. El tiempo ha comenzado a cambiar.
Las señales de la profecía
El manuscrito suspira entre las manos del padre Celestino, quien detiene un instante la voz, como si buscara en su memoria el peso de estas palabras.
Curarire no siempre había estado bajo asedio. Hubo un tiempo —¿quién podría ya recordarlo sin nostalgia?— en que Curarire era una ciudad libre y próspera, soberana del valle de San Isidro, símbolo de sabiduría y bondad.
Nacida hacía muchos siglos, cuando un puñado de viajeros se asentó en el corazón fértil del valle, atraídos por la abundancia de la tierra y la belleza sin par del paisaje. Creció Curarire, extendió sus raíces, fundó otros pueblos, tejió alianzas comerciales y culturales que le dieron fuerza y prestigio.
Sus reyes y reinas —gobernantes justos y generosos— guiaron a su pueblo bajo la bendición de dioses y ángeles. Bendición que se manifestaba en el prodigio del florecimiento.
—¿Quién no habría de maravillarse ante aquel espectáculo? —Pareciera que murmurara Diliculum, mientras sigue escribiendo y el joven Celestino leyendo siglos de historias en minutos de lectura— El sol, en su momento preciso, bañaba la ciudad con rayos dorados, y las flores se abrían como llamas de color, pintando la tierra con vida y esperanza. Era el instante sagrado del aniversario, de la renovación del pacto con el dios supremo, padre del sol y de todos los seres.
El florecimiento de Curarire era más que un fenómeno natural; era el corazón vibrante de su gloria, el momento en que sueños y plegarias ascendían al cielo, esperando ser concedidos.
El Padre Celestino hace una pausa y parece mirar al público con ojos vidriosos, ¿será que ya sabia lo que se avecinaba?
Pero esta paz… no duraría para siempre. Diez años atrás, una sombra espesa, antigua, comenzó a arrastrarse por los bordes del valle. Nadie la vio venir. Nadie la quiso nombrar. Llegó como llegan los presagios: disfrazada de sonrisa y promesa.
Un grupo de mercenarios —astutos, fríos, entrenados para destruir sin dejar huella— se infiltró entre los muros de Curarire con el disfraz de comerciantes y peregrinos. Pero su destino no era el trueque ni la plegaria. Eran emisarios de Nin, la ciudad enemiga, alimentada durante siglos por el rencor y la envidia, por la seca ambición de quien nunca pudo hacer florecer su tierra.
Esperaron. Contaron los días. Y cuando el valle de San Isidro se cubrió de flores, cuando las campanas resonaban en los tejados y los niños danzaban en las plazas, cuando la confianza alcanzó su punto más alto… entonces atacaron. —Yo Diliculum, hago memoria de este hecho por medio de la tradición verbal la cual desde entonces se fue la usanza en el entonces Reino de Curarire, esto lo recibí de mi madre y ella me contó que lo recibió de su madre que fue mi abuela, y así a su vez hasta llegar a los sobrevivientes de ese fatídico día, el cual les sigo narrando-
La traición fue total. La masacre, indescriptible. Fueron por los centinelas primero —mudos, sorprendidos, abatidos sin aviso—. Luego los sabios, los sacerdotes, los poetas. Quemaron las bibliotecas, destruyeron los archivos, rompieron los cantos sagrados. A los nobles los hicieron arrodillarse ante el trono destruido, solo para luego degollarlos uno a uno. A los niños… los apartaron del regazo de sus madres con una violencia que hasta el cielo se negó a mirar. Y por último… el palacio.
Las columnas del trono real cayeron envueltas en llamas. El rey y la reina fueron ejecutados sin juicio. Las reliquias, aquellas que daban esperanza y sentido al pueblo, fueron saqueadas, robadas, profanadas. La fuente sagrada de las norias fue sellada con piedras negras y un cuervo —sí, un cuervo— voló tres veces sobre la torre rota antes de perderse hacia el este.
Parecía que todo estaba perdido. Que Curarire había sido arrancada de la tierra, como una flor que jamás volvería a crecer.
Pero —y aquí el lector el Padre Celestino alza la voz, suena el crujido de las páginas, la garganta se llena de un temblor distinto— Curarire… no murió.
De entre las ruinas, cuando todo ardía, cuando el polvo cubría el cielo y la esperanza yacía boca abajo… un milagro emergió. Solán. El hijo menor del rey. Un niño apenas.
Envuelto en un manto de flores aún frescas, con una herida y cubierto por la sangre de su madre y el perfume de la jacaranda. Lo salvaron. Lo escondieron. Lo entregaron al destino. Sin saber más de él.
La profecía habló entonces con voz firme y clara: “El nacido en el último florecimiento será el elegido del sol, portador de espada y escudo, liberador de la ciudad y restaurador de la justicia”.
Tres señales anunciarán su llegada: Tres lluvias torrenciales purificarán el valle y regarán la semilla oculta de esperanza. Una luna llena clara, que iluminará la noche más oscura y mostrará el camino. El mesías vendrá con espada en mano, escudo al pecho, para liderar la rebelión.
El padre baja la voz, y parece que cada palabra fuera un susurro sagrado.
Hoy, la esperanza de Solán, vive aún entre nosotros, en nuestros corazones. Pero… el florecimiento aún no llega. El asedio persiste, la ciudad se marchita, las flores languidecen.
La Batalla del Asedio Continúa
La batalla había sido como ninguna otra, como ninguna antes, como ninguna después. Pero la batalla no había terminado aún.
La lucha persistía. Nin y Curarire seguían midiéndose en las laderas rotas del valle, entre ecos de acero y gritos que ya no diferenciaban hombres de espectros. El valle entero parecía gemir. El polvo se pegaba al sudor, y la sangre se adhería a las piedras como un sello antiguo.
Y entonces, el cielo cambió. Era el mes de abril, y el cielo se nubló. Era el mes de abril, y el aire se enfrió. Era el mes de abril, y el viento se levantó. Era el mes de abril… y la lluvia cayó.
Primero, una gota pesada. Luego, otra. Después, un tamborileo incesante, una cascada vertical, como si el cielo se hubiera roto.
Era una lluvia torrencial. Como no se había visto en años. Como no se había esperado en años. Como no se había deseado en años.
Mojaba la tierra rota, lavaba los cadáveres y la pólvora, se colaba en las grietas de los muros caídos. Regaba sin distinción, el trigo y las espinas. Y, sin embargo, esa lluvia no era cualquier lluvia.
Era la primera. La primera de las tres. La primera señal de la profecía. El inicio del milagro.
Los combatientes no lo vieron. Estaban cegados. Nin y Curarire seguían en guerra, sordos al mensaje que caía desde lo alto. Ciegos ante la revelación que se desplegaba en cada gota. Pero otros sí la vieron.
Eran tres. Tres peregrinos. Nadie los vio llegar, pero estaban allí. Cruzaron el umbral del valle de San Isidro como quien atraviesa un sueño. El primero era un anciano de mirada celeste y bastón de madera negra. El segundo, una mujer vestida de gris, con el rostro cubierto y los ojos como espejos. El tercero, un aparente joven de piel quemada por el sol, con una herida en el pie derecho y una piedra blanca colgando del cuello.
Se detuvieron justo donde la lluvia caía con más fuerza.
—¿Es ahora? —preguntó el joven, con voz rota, casi infantil.
El anciano entrecerró los ojos y elevó el rostro al cielo. Un relámpago iluminó su rostro. No sonrió.
—Es ahora —dijo—. La primera ha caído. El velo se ha rasgado.
—¿Y ellos? —insistió la mujer, señalando hacia la colina donde los guerreros de Curarire se defendían con furia y desesperación—. ¿No lo verán?
—Aún no —respondió el anciano—. Siguen con los oídos tapados por el trueno. Pero vendrá el segundo aguacero… y luego el tercero. Entonces no podrán negarlo.
La lluvia se volvía más intensa. El barro ya cubría los pies. El viento silbaba como un cuerno de guerra. El joven se inclinó con dificultad y hundió su dedo en el barro.
—Está viva la tierra —murmuró—. No muerta. Sufre… pero respira.
—Entonces hay esperanza —dijo la mujer con un estremecimiento.
Un grito desgarrador se oyó desde la quebrada. Uno de los guerreros había sido alcanzado por una lanza. La sangre se mezcló con el agua y serpenteó colina abajo.
—No por mucho —murmuró el anciano—. El tiempo se encoge. Si el Heredero no es hallado, si la flor no brota tras la tercera lluvia, Curarire caerá… y esta vez, para siempre.
Un silencio extraño se apoderó del momento. Solo la lluvia hablaba, incesante, justa, indetenible.
—¿Y si el Heredero ya está aquí… y aún no lo sabe? —preguntó la mujer, mientras una hoja blanca caía a sus pies, arrastrada por el viento.
El anciano se inclinó y la tomó entre los dedos. Era una hoja de jacaranda, intacta, perfumada. —Entonces el milagro ya ha comenzado.
Y sin decir más, caminaron hacia las ruinas del viejo templo de Curarire. Atrás quedaba la batalla. Adelante… el cumplimiento.
En el Templo antiguo.
El templo estaba en ruinas. Fue usado por los antiguos Reyes, pero después de la masacre, fue olvidado y con el Asedio fue abandonado, para llegar había que caminar dándole la espalda a Curarire y llegar casi que a una especie de bosque.
La bóveda principal había cedido años atrás, y el altar mayor yacía cubierto por raíces y escombros. Los vitrales, aunque rotos, aún filtraban la luz como si sus fragmentos recordaran los días de gloria. La lluvia había entrado también allí, como si buscara purificar hasta la última piedra. Y sin embargo, en medio del caos, había algo sagrado que permanecía. Un silencio. Un eco. Los tres peregrinos entraron con respeto.
—No ha sido profanado —susurró el joven, quitándose la capucha. Su rostro tenía la expresión de quien recuerda sin entender por qué.
—Nunca lo fue —respondió el anciano—. Solo olvidado. Y lo olvidado no siempre es muerto.
La mujer avanzó hacia lo que quedaba del altar. Bajo una pesadísima losa de piedra, y después de quitar varias raíces y piedras de canto rodado, encontró algo húmedo, un paño grueso y verde sucio, dentro yacía un objeto. Lo alzó con cuidado: era una lámpara de aceite, opaca y sin llama, pero intacta. —Es la lámpara del Oritur dies —dijo con voz grave—. Esperaba por la lluvia. El anciano asintió.
—Prepárala. Si prende, sabremos que la estirpe no se ha roto. La mujer sacó de su túnica una pequeña botellita de cristal. Vertió el aceite lentamente. El joven se acercó y tocando con la mano derecha la piedra blanca que colgaba de su cuello de la palma de su mano izquierda brotaron chispas que luego se convirtieron en fuego que encendieron la lámpara.
Durante un instante, nada ocurrió. El viento se coló por el rosetón. La lluvia tamborileaba sobre las piedras. Y entonces… la llama prendió, con una luz dorada que parecía no del mundo. Se alzó firme, como un testigo resucitado. —Está viva —dijo el joven—. Curarire aún arde.
—Y eso significa… —comenzó la mujer, conteniendo el aliento. El anciano no respondió de inmediato. Se acercó al centro del altar, y con el bastón golpeó suavemente el suelo. Un eco hueco respondió. —Aquí —murmuró—. Aquí fue escondido.
El joven se inclinó, removiendo piedras con las manos. Allí, bajo el altar, había un sepulcro antiguo, marcado con el símbolo del sol y tres gotas.