—...y por la
tarde, las señoras me confirmaron que todo salió muy bien con Mario, Padre. La
operación fue un éxito y ya está en recuperación. Pienso ir a visitarlo en
cuanto pueda. —dijo Pedro, una ligera sonrisa de alivio asomando en sus labios.
En ese
instante, la puerta lateral de la sacristía se abrió. Juan Josué, pálido pero
de pie, entró flanqueado por Joaquín, quien lo sostenía suavemente del brazo.
—¡Padre
Salvador! —saludó Juan Josué, con la voz algo ronca.
El sacerdote
se levantó con una sonrisa, sus ojos reflejando la alegría de ver al joven
sano. Justo entonces, irrumpieron Gabriel, Andrés, Tomás y Elías, trayendo consigo
un torbellino de alivio y algarabía que el Padre apaciguó con un gesto suave.
—¡Padre!
—exclamó Elías, adelantándose con entusiasmo, sus ojos aún hinchados por el
llanto reciente, pero ahora llenos de una chispa nueva.—Quiero agradecerle la
conversación de anoche. Y, si no es molestia, me gustaría prepararle otra tanda
de café. ¡Quiero mostrarle mis dotes de barista!
El Padre
Salvador asintió con una risa cálida, mientras el resto de los jóvenes se
acercaban para saludar a Juan Josué, las palabras de bienvenida y los abrazos
llenando el pequeño espacio. Entre el bullicio, Juan Josué buscó la mirada del
Padre, que comprendió la urgencia silenciosa en sus ojos.
Finalmente,
el Padre Salvador tomó a Juan Josué del hombro y lo guio hacia una puerta
lateral de la sacristía que conducía directamente a una entrada discreta del
templo. Los demás se quedaron atrás, y Elías anunció que esperaría a Juan Josué
para acompañarlo a casa.
Adentro, el
templo estaba casi vacío, sumido en una penumbra suave y reconfortante. El
Padre Salvador se instaló en el confesionario, abrió la ventanilla, y Juan
Josué se arrodilló.
—Ave María
Purísima —murmuró Juan Josué, su voz apenas un hilo, pero firme.—Padre,
perdóneme, he pecado.
Hizo una
pausa, y luego, con la voz quebrada, continuó:
—En el
autobús, el día del accidente, renegué de Dios. Aunque actué y ayudé, en mi
mente decía: “¿Cómo es posible que Dios permita esto?”. Me decía: “Papá Dios,
¿dónde estás?… ayúdanos…”. Me aferré a la Virgen, pero no escuchaba nada, no
sentí nada y al final solo me desmayé… Desde entonces, una pregunta ronda en mi
cabeza: “¿Qué hace feliz al hombre?”. ¿Ayudar a los demás, disfrutar de la
vida… o Dios? No sé… Ahora que estoy convaleciente y viví de milagro, tengo un
nudo en mi garganta. No sé si he aprovechado el tiempo.
El Padre
Salvador esperó en silencio. La angustia de Juan Josué llenaba el espacio.
—¿Hay algo
más, hijo? —preguntó con una voz suave, invitando a la confidencia.
Juan Josué
se quedó pensando, el sudor perlaba su frente y sus manos temblaban
ligeramente. Sus ojos se empañaron.
—Padre, creo
que a veces no he sido honesto. Perdón, Señor, no he sido bueno… —su voz se
cortó, y las lágrimas asomaron.—Creo que eso es todo, Padre. No sé qué más
decir. Perdón por todo.
Desde el
silencio del confesionario, el Padre Salvador comenzó a hablar, su voz era un
bálsamo que se derramaba sobre el alma atribulada de Juan Josué.
—Hijo mío,
el corazón humano es un misterio de abismos y alturas. No te asustes de tus
dudas, ni de tu desesperación. La fe, a veces, no es la ausencia de preguntas,
sino la valentía de preguntarlas incluso cuando el cielo parece enmudecer. Dios
no se ofende por el grito del que sufre, sino que se inclina para escucharlo.
La oración no es un acto mágico que nos libra del dolor, sino un puente que nos
une a Aquel que ha caminado por todos los dolores.
—Esa
sensación de vacío que describes, ese "dónde estás, Dios", es también
una oración. Es el alma que clama por su Fuente. Y el hecho de que, en medio
del caos, te aferraras a la Virgen, que buscaras una tabla en el naufragio, eso
ya es fe. Es un acto de amor, aunque tu corazón no lo sintiera con claridad.
Dios no nos pide que seamos perfectos, nos pide que seamos sinceros. Y hoy,
aquí, has sido terriblemente sincero.
—Me
preguntas qué hace feliz al hombre. Y la respuesta, hijo, es tan simple como
compleja: la verdadera felicidad no se encuentra en una sola cosa, ni siquiera
en muchas cosas. Se encuentra en el amor. Cuando amas a Dios, te encuentras a
ti mismo. Cuando amas a los demás, te multiplicas. Y cuando te amas a ti mismo,
honras la obra de Dios en ti. Todo lo que mencionas —ayudar, disfrutar de la
vida— es parte de ese amor, si se hace con un corazón recto y con la conciencia
de que cada don viene del Creador. Tu vida, Juan Josué, es un milagro. Y ese
milagro no es solo un hecho, es una invitación. Una invitación a vivir con más
propósito, a valorar cada respiro, a recordar que la vida es un don precioso
que merece ser vivido plenamente, con Dios en el centro.
—Ese nudo en
tu garganta, esas lágrimas que asoman, no son signo de debilidad, sino de un
corazón que se está ablandando, que se está purificando. La herida en tu cuerpo
fue superficial, sí. Pero la herida en tu alma, esa que hoy has tenido la
valentía de mostrar, es la que más sana con el bálsamo de la confesión. No te
juzgues con dureza. Dios no lo hace. Él te espera con los brazos abiertos, no
porque seas bueno, sino porque Él es Amor.
—La
deshonestidad que sientes, la falta de aprovechamiento del tiempo, son pecados,
sí, pero pecados que el Señor, en su infinita misericordia, borra con una
palabra. Lo importante es el reconocimiento, el arrepentimiento y el propósito.
Y tú, hijo, lo tienes todo. Levántate de aquí renovado, con la certeza de que
tu vida tiene un valor incalculable y que Dios te ha dado una nueva oportunidad
para florecer. No para ser perfecto, sino para ser verdadero. Esa es la
verdadera victoria.
Juan Josué
levantó la mirada, sus ojos enrojecidos fijos en el sacerdote.
—¿Padre…
Dios me perdona por haber dudado de Él? A pesar de que no morí, fui
desagradecido.
El Padre
Salvador inclinó la cabeza, una sonrisa tierna dibujándose en sus labios.
—Hijo, el
amor de Dios no se mide por nuestra perfección, sino por su infinita
misericordia. Él no te condena por tu duda, sino que la abraza. Confía en Él,
déjate transformar por su presencia amorosa. Es en la fragilidad donde su
Gracia se hace más fuerte.
Al finalizar
la conversación, Juan Josué y el Padre Salvador salieron del templo. El joven,
más animado, aunque con los ojos aún enrojecidos, encontró a Elías esperándolo
afuera. El Padre los bendijo con un gesto amplio y sereno, y luego se despidió.
Por el
camino, Juan Josué y Elías caminaban en silencio, solo roto por el murmullo de
sus voces. Qué silencioso está el atardecer, ¿verdad? —comentó Juan Josué.
Elías
asintió, mirando el cielo que comenzaba a teñirse de tonos más oscuros.
—Sí, en
cualquier momento la noche nos traerá la lluvia… —dijo, señalando unos cúmulus
que se dibujaban en el horizonte. Llegaron a casa de Pedro. Todos se habían
retirado, y el viejo estaba sentado en el porche, en su mecedora habitual. Se
sentaron junto a él.
—Sí, por
estos lados la lluvia llega y ya —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza, su
mirada también en el cielo.—Dios quiera que no se vaya la luz.
Después de
conversar un buen rato en el porche, Pedro, Juan Josué y Elías cenaron. La
noche ya se había instalado, trayendo consigo una gran cantidad de relámpagos y
un fuerte viento que azotaba el pueblo.
Ya en la
habitación, Juan Josué meditaba las palabras del Padre Salvador. Sintió una
profunda gratitud por el amor de Dios, a pesar de sus dudas y la reciente
tragedia. Finalmente, se entregó al sueño. Su larga jornada había terminado,
entre los sabios consejos de Pedro, los entrañables recuerdos de Diana, la
compañía de los muchachos, y la esperanza de una pronta mejoría. Recordó que la
vida, a pesar de las adversidades, siempre continúa y que es necesario seguir
adelante.
El alta, las
lágrimas y una promesa
La mañana
siguiente llegó con un sol tibio que despertaba lentamente el valle de
Curarire. El cielo, despejado pero fresco, iluminaba las montañas aún áridas
donde los árboles parecían guardar el aliento, esperando la floración. El rocío
descansaba sobre las piedras del camino como una bendición invisible.
Mercedes
llegó temprano a la casa de su padre, Pedro. Llevaba una chaqueta ligera y el
cabello recogido en una trenza. El pequeño Pedro Celestino había quedado con su
suegra esa mañana. Tocó suavemente la puerta antes de empujarla con familiaridad.
—¿Juanjo?
¿Listo? Desde la cocina llegó la voz cálida de Pedro: Aquí está tu primo, hija…
y el café ya está servido.
Juan Josué
se puso de pie al verla entrar. Vestía una camisa sencilla y jeans oscuros. Se
notaba que había dormido mejor. Alzó su taza en señal de saludo.
—Buenos
días, Merce. ¿Lista para acompañarme a ver si este cuerpo se recompone del
todo? Mercedes sonrió mientras le daba un beso en la mejilla.
—Buenos
días, primo. Claro que sí. A ver qué dice el doctor de esa herida rebelde.
Pedro les
sirvió un último sorbo de café a ambos. Se le notaba animado, aunque sus ojos
reflejaban una nostalgia persistente, como si cada gesto cotidiano lo conectara
con el recuerdo reciente de Diana. —Vayan con Dios. Joaquín los espera afuera
con el carro. Y cuidado con hablar de política en el camino… que eso enferma
más que las heridas. Todos rieron.
El carro
arrancó suave por las calles de tierra compactada. En el camino, las casas aún
somnolientas parecían saludarlos con ventanas entreabiertas. Joaquín, al
volante, llevaba la radio con una melodía instrumental suave. — ¿Has dormido
bien? —preguntó mientras ajustaba el espejo retrovisor. Lo necesario —respondió
Juan Josué—. Y gracias por llevarnos, primo-tio. Mientras sonreía….
Bueno
—retomó Mercedes con otra energía—, cuéntame tú. ¿Cómo están tus papás? ¿Y
Publisis? ¿Y la universidad?
Juan Josué
sonrió. Su voz tenía la calidez del que ha aprendido a agradecer lo simple.
—Mi mamá
está mejor de ánimo. Mi papá… ya sabes, cada vez más sordo, pero feliz con su
jardín. En la agencia, ya empezaron las locuras de fin de año. Y la
universidad... un caos bendito. Estamos cerrando un trabajo sobre la simbología
de los colores en publicidad. Creo que en mi exposición hace un par de semanas terminé
hablando más de esperanza que de diseño.
Joaquín
asintió, sin apartar la vista del camino. Eso también es diseño, primo.
Rediseñar el alma. Y eso no lo enseña ningún manual.
En el
hospital, la espera fue corta. Apenas se registraron, el doctor les hizo pasar.
La consulta tenía paredes claras y olor a desinfectante. Juan Josué se sentó en
la camilla mientras el médico revisaba con cuidado la herida ya cicatrizada. Has
sanado muy bien campeón. Fue una cortada superficial, y por tu edad y salud, el
cuerpo respondió de maravilla.
El médico
continuó: Te doy el alta. Pero cuídate. Descansa bien, aliméntate mejor, y ve
retomando las actividades poco a poco. No estás hecho de hierro.
Juan Josué
asintió. Al salir de la consulta, se encontró con Mercedes en el pasillo, quien
había estado conversando con una enfermera.
—¿Y bien?
—preguntó. Alta médica oficial. Soy libre de nuevo… aunque con régimen de
comida casera y cero estrés. Entonces me temo que te quedas unos días más en
Curarire —bromeó ella. Ambos rieron.
Mientras
tanto, en otra ala del hospital, el padre Salvador subía en el ascensor. Había
pedido pasar a visitar a Mario Merino y su esposa. En la recepción le habían
dicho que seguían en la misma habitación.
Al llegar,
tocó con suavidad. La esposa de Mario, sentada junto a la cama, se levantó al
verlo. Esta vez tenía un semblante más sereno. Padre… qué alegría verlo. Pase,
por favor. Mario dormía. La mujer le acarició el brazo y le susurró algo. Él
abrió los ojos lentamente. Al ver al sacerdote, se le llenaron los ojos de
lágrimas y sonrió.
—Padre Salvador… vino. El padre se acercó y le tomó la mano. Aquí estoy, hijo. Tranquilo… Dios ha estado contigo todo este tiempo. Las lágrimas de Mario comenzaron a fluir como un río contenido. El padre Salvador se sobresaltó un poco. Calma, Mario. Respira. Estoy aquí. Mario hizo un esfuerzo por controlarse. La esposa le pasó un pañuelo. El ambiente en la habitación se volvió íntimo, casi sagrado. El padre Salvador se sentó a su lado.
—La
operación fue un éxito, ¿cierto? —preguntó. Sí, gracias a Dios… y a usted. No
sé cómo agradecerle. Con tu vida, Mario. Viviéndola con sentido. Mario tomó
aire. Su voz era baja, pero firme.
—Padre o
mejor Papá así era que lo llamaba antes de perderme… yo le fallé. Me fui, me
olvidé de todo. Me creía el centro del mundo. Pensaba que usted debía estar
para mí… y no me pregunté nunca si usted también lloraba, también sufría. Fui
ingrato. Nunca pensé en estar para usted.
El padre
bajó la mirada. Un nudo le oprimió la garganta. Mario… nadie nace sabiendo amar
bien. Lo importante es despertar a tiempo. Mario asintió, bajó la mirada y,
tras un largo silencio, comenzó a hablar con voz baja, quebrada, pero firme:
—Cuando me
fui de Curarire, usted no se cansó de repetirme que debía aprender algo en la
vida… Y yo, necio, lo ignoré. Fui grosero, insolente. Usted me pedía que
estudiara, que pensara en mi futuro, y yo lo trataba como si me estorbara. Me
rogó que hiciera aquel curso de panadería, y yo, por puro orgullo, lo hice con
fastidio… como quien cumple por compromiso. Pero, padre… ese curso fue lo que
me salvó.
El padre
Salvador no decía nada. Solo lo escuchaba, con los ojos fijos y compasivos.
—Cuando
llegué a la ciudad, me tocó duro. Trabajaba de sol a sol. Dormía en un colchón
tirado en el suelo, con los sueños rotos y el alma vacía. Muchas veces me sentí
como ese hijo pródigo… el que se aleja del amor verdadero, el que desperdicia
lo más valioso. Quise volver tantas veces, pero la vergüenza me ataba. Y el
orgullo… ese maldito orgullo que uno confunde con dignidad.
Mario se detuvo.
Las lágrimas le corrían silenciosas por el rostro.
—Me aferraba
a la medalla de San Benito que usted me regaló el día de mi cumpleaños,
¿recuerda? Cuando cumplí dieciocho. Me la colgó del cuello y me dijo: “Ánimo,
hijo de mi ministerio sacerdotal… ahora es que comienza la vida. Yo te apoyaré
para que seas alguien”. Esas palabras… me taladraban el corazón todos los días.
Y aunque usted no estaba, su voz me seguía.
El padre
Salvador se llevó una mano al pecho, conteniendo la emoción.
—Hubo un
tiempo en que estuve a punto de caer, padre. A punto de dejarme llevar por lo
peor. Estuve cerca de la droga, del mal vivir. Pero me aferré a esas palabras.
Me aferré a Dios. Y Él, a través de usted, me guio para salir de la oscuridad.
Hizo una
pausa, respiró hondo, y entonces miró de reojo a su esposa, que los observaba
en silencio desde el sillón.
—Luego la
conocí a ella… y todo cambió. Me devolvió la paz. Me ayudó a reconstruirme. A
creer otra vez.
El padre
Salvador desvió la mirada hacia la joven mujer. Sus ojos la contemplaron con
una ternura reverente.
—Han pasado
muchas cosas, Mario… —dijo con voz suave—. Y ustedes han madurado.
Mario
asintió, con las lágrimas aún presentes en sus mejillas. Su rostro, sin
embargo, tenía una luz distinta.
—Y ahora,
padre… vamos a tener un hijo. Se llamará Salvador. En honor a usted. Por
haberme salvado sin saberlo.
El sacerdote
cerró los ojos un instante. Lo embargó el silencio. Cuando los abrió, su voz
salió como un susurro lleno de verdad:
—No soy yo,
Mario. Es Dios. Pero si algo de mí fue puente… gracias por decírmelo.
Desde su
rincón, la esposa de Mario se acercó ligeramente. Su mirada también estaba
humedecida por la emoción.
—Gracias,
padre. Usted no solo lo ayudó a vivir. Usted le devolvió la fe.
La luz de la
mañana entraba por la ventana como una bendición. En la habitación de hospital,
tres almas entendían que toda herida bien curada… es promesa de esperanza.
Al salir del
hospital
El padre
Salvador cerró con suavidad la puerta de la habitación de Mario. No miró atrás.
No porque quisiera irse pronto, sino porque sentía que una bendición verdadera
no debe interrumpirse con palabras adicionales. Bastaba lo que ya había sido
dicho, lo que ya había sido llorado.
Mientras
caminaba por el pasillo del hospital, sus pasos resonaban suaves, casi
ceremoniales, como si cada pisada llevara el peso de una gratitud antigua. El
aire le sabía distinto. Más limpio. Más vivo. Como si en medio del dolor de
tantos pacientes, ese pequeño cuarto hubiera sido un altar. Una zarza ardiente
en medio del asfalto clínico.
Al llegar al
ascensor, dejó escapar un suspiro hondo, como quien ha recibido un regalo
inmerecido.
El ascensor
descendía lentamente, pero su corazón subía. Lleno. Palpitante. Como si hubiera
vuelto a comulgar.
"Gracias,
Señor. Porque fuiste tú. Y me dejaste ser puente."
Siguió
caminando hacia el estacionamiento. El bastón leve que usaba en ocasiones
golpeaba rítmicamente el suelo. Y con cada paso, el eco de esas lágrimas de
Mario le volvía como un rezo.
No era un
día más. Era uno de esos días que justifican la vocación entera.
Mientras
tanto la mañana en Curarire se desperezaba con un sol tibio que prometía
disipar la humedad de los últimos días. En casa de Pedro, el aroma a café
recién colado se mezclaba con el de la tierra mojada que se colaba por las
ventanas abiertas. Pedro, con la mirada un tanto perdida
en el horizonte, removía su café, mientras los últimos ecos del auto de
Joaquín, Mercedes y Juan Josué se perdían calle abajo, rumbo al hospital.
Andrés
soltó una risita. "Cierto. Habíamos pensado ir al
cine. Y estábamos viendo si invitábamos a Juan y a Elías. Aunque de Elías, no
sé si sigue con la misma novia."
Pedro,
que había escuchado en silencio, se acercó a ellos y les puso una mano en el
hombro a Andrés y Gabriel. "El Padre Salvador es sabio,
muchachos. Y ustedes, aunque a veces se hagan los desentendidos, llevan la
parroquia en el alma. Diana siempre decía que la oración de ustedes, la
presencia, es lo que de verdad importa. No se pierdan de eso."
El autobús se detuvo con un silbido, y Tomás, Andrés y Gabriel subieron, buscando asientos al fondo. La charla sobre sus novias se reanudó, mezclada con la realidad de sus responsabilidades parroquiales.
"Me
tiene intrigado lo de Elías con su novia," comentó Gabriel, acomodándose
en su asiento. "Nunca se sabe con él."
"Sí,
es un misterio," respondió Andrés, riendo. "Pero hablando de eso,
¿ustedes ya saben qué se van a poner para el cine? Mi novia es muy particular
con esas cosas."
Tomás
sonrió. "Ustedes sí que se complican. Con que lleguemos y estemos a
tiempo, ya es ganancia." La mención del tiempo les recordó sus otras
obligaciones.
"Y
ni me recuerdes lo de la parroquia," dijo Andrés con un suspiro. "El Padre Salvador dice que
tenemos que 'cultivar el espíritu a través del sudor'. Hoy me toca limpiar el
patio de la casa cural. Dice que es para que 'florezca la humildad'.
Mientras
tanto, en la casa de Pedro, Elías salió de su habitación, todavía con el rostro
algo adormilado, pero una sonrisa se dibujó al escuchar el bullicio de los
chicos despidiéndose. "¡Buenos días, Pa!"
"Bueno,
Pa', me voy. No quiero llegar tarde al curso," dijo Elías, despidiéndose. "Necesito perfeccionar la
textura del vapor de la leche para que el latte art quede perfecto, como dice
la profesora."
Afuera, bajo el mismo cielo
El sol ya
había subido un poco más cuando Juan Josué y Mercedes salieron del hospital. La
brisa de la mañana les acariciaba los rostros, y en el aire flotaba una tibieza
distinta, como si todo hubiera sido purificado.
¿Dónde
estará Joaquín? —preguntó Mercedes, mirando hacia el estacionamiento.
Allá —señaló
Juan Josué, al ver la figura de Joaquín junto al vehículo, sacudiéndose las
migas de pan de la camisa mientras hablaba con alguien más. ¿Y ese no es…?
Sí —confirmó
Juan Josué con una sonrisa—. Es el padre Salvador. Se acercaron con paso
ligero. Joaquín se giró al verlos, alzó una mano y dijo animado: ¡Justo
hablábamos de ustedes!
El padre
Salvador también sonrió, aunque su rostro todavía conservaba la solemnidad de
quien ha escuchado algo muy hondo. ¡Qué coincidencia más bendecida! —exclamó
Mercedes, dándole un beso al sacerdote. ¿Cómo está, padre? Con el corazón
lleno, hija. Y conmovido… acabo de ver a Mario Merino. Le dieron la buena
noticia, gracias a Dios. La cirugía fue exitosa.
Y nosotros
salimos de consulta también —añadió Juan Josué, mostrándole su vendaje más
ligero—. Alta médica. Ya puedo volver a pelear con la vida. O a danzar con
ella, que también es necesario —respondió el padre con ternura. Todos rieron
con esa risa que nace cuando el alma se siente aliviada. Bueno, entonces los
tres salimos caminando de heridas distintas —comentó Joaquín—. Y todos con algún
milagro bajo el brazo.
Ciertamente
—asintió el padre—. Las heridas pueden ser benditas, cuando nos enseñan a mirar
con más compasión. Hubo un breve silencio. Juan Josué cerró los ojos un
instante, respirando hondo. Luego, Mercedes rompió la pausa: ¿Y si nos vemos ahora
en la misa? —propuso—. Sería bonito agradecer juntos. Claro que sí —dijo el
padre—. Será una buena ocasión para celebrar lo invisible… lo que sana por
dentro.
Padre… —dijo
Joaquín, bajando un poco la voz y dándole un leve toque al bolsillo interior de
su chaqueta, donde aún llevaba doblado el manuscrito—, quería aprovechar que
nos encontramos para preguntarle algo. ¿Llegó a leer lo que le pasé aquella
noche…? El texto sobre la cripta, el del algarrobo.
El padre
Salvador asintió con serenidad, reconociendo de inmediato la referencia.
Sí, claro
que lo leí. Lo escribiste la noche del funeral, ¿verdad? Tiene un peso… casi
ritual. Así lo sentí —respondió Joaquín—. Y estos días lo he vuelto a releer,
con más calma. Hay cosas que, al escribirlas, no entendí del todo. Pero ahora…
hay frases, imágenes, símbolos que me inquietan, padre. No en el mal sentido,
sino como si algo allí adentro me hablara de mí mismo, o de nosotros… de
Curarire incluso.
El padre lo
miró con hondura, percibiendo la gravedad sincera en sus palabras. ¿Y qué te
dice ahora ese texto? Que no es solo una historia. Que hay algo escondido, una
resonancia más profunda. Y siento que necesito conversar con usted sobre eso.
No solo como sacerdote… sino como lector de almas. Hay temas morales,
espirituales, incluso personales, que se me han removido. Es como si ese
manuscrito me estuviera pidiendo discernimiento. El padre Salvador apoyó una
mano en el hombro de Joaquín.
Cuando un texto propio nos mira de vuelta, es señal de que el alma ha escrito más de lo que entendía. Y cuando lo escrito pide conversación, es porque algo en el presente necesita nacer. Hablemos, hijo.
¿Le parece
si paso esta tarde por la sacristía? Después o antes de la misa. No quiero
quedarme solo con la tinta… Te espero. Y no traerás solo el manuscrito… traerás
también lo que el alma quiso decir y tú aún no habías escuchado. Joaquín
asintió con una mezcla de alivio y respeto.
Gracias,
padre. Hay palabras que no se escriben solas… necesitan ser habladas con otro. Y
otras —dijo el padre Salvador con una leve sonrisa—, solo se entienden cuando
uno las entrega en diálogo. Juan Josué miró al grupo, y con una sonrisa suave,
comentó: Curarire está floreciendo de nuevo… no con flores aún, pero sí con
gente que vuelve a encontrarse.
—Amén —dijo
el padre Salvador. Joaquín hizo sonar las llaves del auto con gesto amable. Bueno,
vamos. Que hoy el día está de nuestro lado. Y el Espíritu, más aún —añadió
Mercedes.
Se
despidieron con abrazos sencillos, esos que sellan promesas sin hacer alarde.
Bajo ese cielo sereno, los caminos se entrelazaban otra vez, como si todo en
Curarire —aun lo roto, lo antiguo y lo olvidado— supiera cuándo es tiempo de
renacer.
Fragmentos que respiran
El sol
descendía con la mansedumbre de quien ha escuchado demasiadas oraciones en el
día. Curarire se iba cubriendo de sombra, pero no de olvido. Porque en este
valle hecho de polvo, promesas y lágrimas, cada persona, cada historia, cada
mirada, deja su trazo. No hay nombre en vano en este relato. No hay aparición
que no tenga sentido.
Juan Josué, con su herida ya cerrada pero el
alma aún inquieta, regresaba al hogar como quien retorna del exilio. La
consulta médica fue apenas un rito; la verdadera sanación se daba en los
silencios compartidos, en la ternura de su prima, en el rumor de lo no dicho.
Algo en él había cambiado. Y lo sabía. Desde lejos, sus padres sostenían su regreso con oraciones y gestos pequeños.
Su madre, con lágrimas que regaban su fe. Su padre, con sus problemas de
tensión y medio sordo pero lleno de vida, cuidando su jardín como quien cuida
el alma de un hijo ausente.
Mercedes, su prima, firme como las mujeres
que caminan con Dios, era más que un personaje: era una columna. Su maternidad
temprana, su fidelidad amorosa, su manera de escuchar, sostenían a todos sin
pedir aplausos. Ella era hogar.
Joaquín, esposo y servidor, con el
manuscrito de la Cripta del Algarrobo en el corazón, sentía que algo
ardía en lo más hondo. Lo que escribió en la noche del funeral de Diana no fue
un desahogo, fue una llamada. Sabía que no era solo historia antigua. Algo le
hablaba desde esas líneas. Algo que necesitaba discernimiento, escucha,
profundidad. Por eso buscaba al padre Salvador: no solo para entender el texto,
sino para entenderse a sí mismo.
Pedro, patriarca herido y sabio
silencioso, seguía sirviendo café y oraciones. Su amor por Diana no se había
detenido en el cementerio: se colaba en cada gesto, en cada bendición, en cada
despedida. Su duelo tenía forma de presencia. Porque cuando uno ama de verdad,
el otro no se va.
Mario Merino, el pródigo, el que tocó fondo y
volvió, renacía en cada palabra. Sus lágrimas no eran culpa: eran confesión. Su
hijo por venir, llamado Salvador, no sería sólo un homenaje. Sería una nueva
oportunidad de amar mejor.
El padre
Salvador, cansado
pero encendido, sabía que su vida tenía sentido en estas almas que regresaban.
No se jactaba. Solo estaba. Su presencia era raíz, era abrigo, era altar.
Elías, hermano menor de Mercedes, joven
inquieto y enamorado, seguía buscando su lugar en medio de tanto silencio
adulto. A veces parecía distraído, otras veces hondo. Pero su corazón estaba
despierto. Amaba con intensidad, con errores quizás, pero con verdad. Y eso
también es don.
Tomás, el hermano mayor de Andrés, fuerte
y silencioso, seguía siendo ejemplo para quienes saben que la vida se construye
de noche, entre cansancio y libros abiertos.
Andrés, el hijo de corazón de Pedro y
Diana, seguía fiel. Sus gestos simples hablaban más que mil discursos. No
necesitaba destacar, porque su amor lo hacía inolvidable.
Gabriel, discreto y profundo, parecía
siempre a punto de decir algo importante. Como si llevara consigo una
revelación que el tiempo sabría cuándo soltar.
Y allá atrás
en el tiempo —pero no en el alma— quedaban los días de La Lluvia, donde el
padre Celestino, linterna en mano, descubría la cripta bajo el viejo
algarrobo. Diluculum, el manuscrito dormido, hablaba del asedio de Nin a
Curarire, del dolor, del misterio, de una profecía que aún susurra. Ese
escrito, como muchos en esta historia, no se lee con los ojos, sino con el
alma.
Julio y su
esposa, buscando a
su hija pérdida, caminaban con una esperanza más fuerte que la ausencia. Su
peregrinación silenciosa era un salmo vivo, una súplica que solo Dios puede
responder.
Y más allá
del valle, allá donde los mapas no nombran pero el corazón reconoce, brillaba
la tierra de Concepción. Lugar mítico, país simbólico, espacio donde la
esperanza no se explica… se encarna. Allí, donde la vida comienza otra vez.
Y en medio
de todo, los hermanos —los de sangre, los de alma, los adoptivos— eran
la urdimbre de este tapiz humano. Porque esta historia no se sostiene por
protagonistas, sino por vínculos. Por aquellos que cuidan, que esperan, que
interceden. Que están.
Así, cuando
cae la tarde sobre Curarire, no cae el silencio. Cae la memoria. Cae la gracia.
No hay personaje de más. No hay voz que sobre. Porque toda vida que pasa deja
su eco… y todo eco, bien escuchado, puede convertirse en Palabra.
-*-*-*-
Querido
lector, quizás te
preguntes por qué tantos personajes en esta historia, por qué algunos llegan y
otros se van, por qué unos hablan mientras otros simplemente callan.
La verdad es
que esta historia se ha venido construyendo como se construye la vida misma:
con fragmentos de lo vivido, de lo recordado, de lo soñado. Son momentos que,
como buen perfume, dejan una fragancia suave y perdurable… esa que permanece
incluso después de que la presencia se ha ido.
Esto no es
solo una narración; es, en el fondo, un pensadero —como esos lugares
íntimos donde se guardan recuerdos que el corazón se niega a olvidar. Y al ser
evocados, esos recuerdos se filtran —veladamente— en los hechos cotidianos,
como un eco de lo que fuimos y seguimos siendo.
También es,
si se me permite decirlo, una suerte de piedra palantír: un intento de
establecer contacto con nuestras emociones más profundas, esas que nos han
marcado sin saberlo del todo, y que aún nos hablan desde dentro.
Espero que
sigas disfrutando este viaje. Y si algo resuena contigo, si algún personaje o
escena ha tocado tu memoria o tu fe… por favor, coméntalo. Tal vez entre todos
logremos iluminar aún más este camino compartido.