La lluvia fina caía como un susurro sobre los ventanales del hospital de Curarire. No era un aguacero violento ni una tormenta de verano: era una llovizna persistente, casi como un lamento leve que se escurre por entre las hojas. Las nubes bajas —estratos grises— cubrían el cielo como un manto de duelo.
En uno de
los pasillos del hospital, hacia el mediodía, Joaquín caminaba con paso
apresurado pero cuidadoso, buscando señal en su teléfono. Acababa de hablar con
el médico; sabía que Juan Josué había salido de peligro, pero su corazón aún no
lo creía del todo. Llevaba casi doce horas allí: desde la ambulancia hasta la
cirugía, desde las preguntas hasta los silencios que duelen.
Llegó al
final del corredor, junto a una ventana que daba al jardín. La llovizna mojaba
el alféizar. Sacó su celular y marcó. Su respiración era agitada. Esperó. Al
tercer timbrazo, una voz respondió.
—¿Aló?
—Tía María
Sacramento… soy Joaquín.
—¡Ay Dios
mío! Joaquín, dime algo ya… no me des rodeos. ¿Está vivo mi hijo? Escuché unas
noticias que me dejaron con el alma en vilo.
—Sí, tía.
Sí. Gracias a Dios. Está vivo. La operación salió bien. Ya está despierto. Un
poco débil, pero fuera de peligro.
Del otro
lado del teléfono se oyó un sollozo contenido, como una represa a punto de
romperse.
—¡Bendito
sea el Señor! ¡Gracias, Dios mío! ¡Gracias! —dijo ella entre lágrimas—.
Joaquín, hijo… ¿pero qué pasó? ¿Cómo fue eso del accidente? ¿Por qué no me
llamó antes?
—Tía… fue
terrible. El autobús perdió el control en el puente. Hubo muertes… Juan Josué
fue uno de los más graves. Un vidrio se le incrustó muy cerca de la yugular.
Llegó casi sin conocimiento. Pero los médicos actuaron a tiempo. Lo operaron de
urgencia. Fue un milagro.
—¡Virgen
Santa! ¡Mi muchacho! Y yo aquí… sin poder moverme. Sin poder abrazarlo. ¡Ay,
qué castigo es este cuerpo enfermo! —su voz se quebró, pero luego respiró
hondo—. Joaquín, escúchame bien. Dile a mi hijo que lo amo. Que lo bendigo. Que
si pudiera volar, estaría allá ahora mismo. Pero no puedo. Y eso me parte en
mil pedazos.
Joaquín
cerró los ojos con fuerza. Traga saliva.
—Joaquín…
dile que no se sienta culpable. Dile que lo que le pasó no es castigo ni
castillo. Es camino. A veces Dios permite las grietas para que entre la luz… y
uno entienda cosas que solo el dolor enseña. Cuídamelo. Que no le falte agua,
ni oración, ni compañía. Él es bueno. Solo que a veces… se le olvida que lo es.
Hubo una
breve pausa. El tono de la madre, que había estado al borde del desgarro, se
hizo de pronto templado, casi profético:
—Y dile algo
más… ¿Tú te acuerdas de esa película, la del muchacho que cae por un barranco y
se lo da por muerto? Ese que después aparece vivo, montado en su caballo,
mojado y con la mirada encendida, justo antes de que comience la batalla…
—¿Aragorn?
—murmuró Joaquín, sorprendido—. Las Dos Torres.
—Ese mismo.
Así me siento yo. Como si Juan Josué fuera él. Herido, golpeado… pero
volviendo, sostenido por la Gracia. Y tú… tú eres como ese caballo. Que lo
encuentra, lo levanta y lo regresa a la lucha. Dale esa imagen, si se siente
perdido.
—Lo haré. Se
lo diré.
—Joaquín,
hijo… gracias. Gracias por estar ahí. Dios te lo pague. Y diles a los tuyos que
recen por mí también. Porque estar lejos cuando un hijo sufre… es como morirse
un poquito sin morir.
—Amén, tía.
Aquí no está solo nadie. Todo el pueblo ya sabe. Y aunque no lo crea… hasta la
lluvia se ha puesto suave. Como si el cielo entendiera.
—Dile que no
tema. Que la vida no termina cuando algo duele. Que a veces, justo ahí,
empieza. —Se lo diré.
—Dios te
bendiga, Joaquín… y que ese cuarto de hospital se llene de esperanza. Yo aquí
me quedo, rezando. Como madre… como creyente… y como mujer que aprendió a
esperar.
La llamada
se cortó. Joaquín bajó lentamente el teléfono. Respiró profundo. Miró por la
ventana, donde la lluvia dibujaba hilos de agua en el vidrio. Entonces, como si
algo dentro de él se hubiese alineado, caminó con paso firme hacia la
habitación donde Juan Josué lo esperaba.
El reloj de
pared marcaba las 2:37 p.m. Joaquín estaba sentado con los codos apoyados en
las rodillas y la mirada clavada en el suelo. Su camisa arrugada, el café en el
vaso de plástico frío. Los ojos hinchados, no tanto por el llanto como por el
insomnio. Poco había dormido. Una enfermera pasó empujando una camilla vacía.
Joaquín cerró los ojos. Entonces escuchó pasos firmes. Era el médico, con
rostro sereno y bata aún salpicada de clorhexidina.
—¿Familiar
de Juan Josué Urdaneta? —Sí —respondió Joaquín levantándose de golpe—. Soy su
tío… bueno, algo así.
—La
operación fue exitosa. El vidrio no comprometió la yugular, aunque estuvo muy
cerca. Ya está consciente. Débil, pero estable. Puede pasar a verlo. Solo unos
minutos. Joaquín sintió que el alma le regresaba al cuerpo. Gracias… de verdad.
Gracias.
El pasillo
era largo y frío. Los fluorescentes parpadeaban con intermitencia. Cuando
Joaquín abrió la puerta, el sonido del monitor cardíaco fue lo primero que lo
recibió. Un pitido regular, constante, que parecía decir: sigue aquí… sigue
aquí…
Juan Josué
estaba acostado, con una vía en el brazo izquierdo, el rostro pálido y una
venda en el cuello. Tenía los ojos abiertos. Cuando vio entrar a Joaquín, una
leve sonrisa intentó dibujarse en sus labios resecos. ¿Tío… Joaquín? ¿Eres tú?
—dijo con voz ronca—. El autobús… el puente… Joaquín se acercó, le tomó la mano
con delicadeza.
—Shhh…
tranquilo, muchacho. Estás a salvo. Fue un milagro. El vidrio entró profundo…
pero el Señor estuvo más cerca que nunca. Ganaste la batalla.
Juan Josué
intentó incorporarse, pero su cuerpo no respondía. Mis padres… deben estar
preocupados…
—Ya los
llamé. Saben que estás bien. Tu mamá te manda la bendición. Aunque no lo va a
admitir. El joven cerró los ojos. Una lágrima se deslizó. Joaquín respiró
hondo. Habló con voz que combinaba ternura, cansancio y verdad:
—Sé que
venías por la muerte de Diana… y casi terminas tú en la misma situación.
(Sonrió con humor quebrado.) A ella la sepultamos hoy, en la cripta del
Algarrobo. Debió ser un acto lleno de esperanza, aunque el dolor es inmenso.
Ella está con los ancestros. Con el Padre Celestino. Y contigo, también. En el
alma.
—Yo quería
verla… decirle algo… Ella lo sabe —le respondió Joaquín—. Uno no tiene que
hablar para que el amor llegue. Diana te amaba como si hubieras crecido en su
casa. Y si viniste hasta aquí, aunque el destino te cortara el paso, tu alma ya
habló.
El silencio
se llenó de lluvia que arreciaba. Golpeaba la ventana como si quisiera entrar. Joaquín
se sentó junto a la cama. Pasó unos segundos contemplándolo. Y luego dijo: ¿Sabes
qué creo, Juanjo? Hay hilos invisibles que nos traen de vuelta justo cuando
parece que no vamos a llegar. Llámalo providencia, destino, Espíritu Santo.
Llámalo como quieras. Pero ese hilo… hoy te sostuvo.
El hilo del
destino —murmuró Juan Josué—. Quizá… no se rompió. No. Solo se tensó. Como los
hilos de una guitarra antes de que suene una nueva canción.
Juan Josué
cerró los ojos. En su rostro había paz. Joaquín le acomodó la sábana, se
levantó lentamente y, antes de salir, le dijo: Descansa, hijo. La historia no
terminó en ese puente. Apenas comienza. Mañana venimos por ti.
La puerta se
cerró suavemente. Afuera, la lluvia seguía cayendo. Y en algún lugar del alma
de Curarire, una nueva canción comenzaba a nacer.
Después del sepelio
La casa de
Pedro parecía respirar en silencio. Cada pared, cada fotografía en los
estantes, cada cojín desordenado sobre el sofá, llevaba la huella de un día
irremediablemente marcado por el adiós. Afuera, la llovizna seguía cayendo,
como si el cielo aún no terminara de despedirse de Diana.
En la sala,
sentados como figuras de un cuadro antiguo, estaban Pedro, Gabriel, Andrés,
Tomás y Elías. Nadie decía una palabra. El aire estaba impregnado de incienso
aún fresco, del aroma leve a flores marchitas y del eco del canto litúrgico que
se había apagado horas atrás.
Pedro, con
los ojos hundidos y los labios resecos, rompió el silencio: ¿Y Mercedes?... No
la volví a ver después del sepelio.
Andrés, con
la cabeza inclinada, fue el único que respondió, casi en un susurro: Se fue a
casa temprano. Estaba muy afectada… No quiso hablar con nadie. Solo se marchó
con el niño en brazos.
Pedro
asintió levemente. No dijo más. Pero su mirada se perdió en la ventana, como si
buscara a su hija entre los hilos de lluvia.
Gabriel
tenía las manos entrelazadas, los nudillos blancos por la tensión. A ratos se
secaba el sudor de la frente con la manga de la camisa, aunque el día era
fresco. No parecía saber qué hacer con su cuerpo, ni con su alma. Tomás
mantenía una actitud estoica, con la mirada fija en el suelo, los codos
apoyados en las rodillas. Pero en sus ojos había una opacidad densa, como si
cargara con la pena de todos.
Y Elías…
Elías estaba roto. No lloraba con lágrimas: lloraba con el cuerpo entero. Tenía
los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro hundido entre las rodillas.
Desde que llegaron a la casa, no había pronunciado una sola palabra. Había
rechazado el café, la sopa, los abrazos. Su juventud, que hasta días atrás
desbordaba ímpetu, ahora era un cascarón hundido por la pérdida.
Pedro lo
miraba sin saber qué decirle. Era su hijo menor, su prolongación más
vulnerable, y sin embargo… no había palabras, ni para él ni para nadie. Andrés
intentó colocarle una mano en el hombro, pero Elías no reaccionó. El silencio
volvió. Solo la lluvia, suave y constante que ya menguaba, rompía la quietud
como un manto de agua que lo había cubierto todo.
Pedro se
levantó con lentitud. Su cuerpo, todavía fuerte, parecía más pesado que nunca.
Miró la sala una vez más, a sus hijos, a sus muchachos… y con una voz queda,
apenas audible, dijo: Voy a la casa cural. Ya caía la tarde. Ninguno preguntó
por qué. Ninguno se atrevió a retenerlo.
Unos minutos
después, Pedro cruzaba la plaza bajo el mismo cielo gris y humedo, con el paso
de quien camina porque no puede quedarse quieto, porque hay heridas que solo se
aquietan en la presencia del altar.