DIÁLOGOS IV

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Diálogo IV

Los preparativos para el sepelio de Diana, la esposa de Pedro, se llevaron a cabo con un recogimiento sereno, como si todo el pueblo supiera que en ese cuerpo descansaba una parte de su propia historia. Se avisó a su hermana, quien vivía desde joven en la ciudad capital. Allá se había casado y había tenido un hijo llamado Juan Josué. Por razones de salud, tanto de ella como de su esposo, no pudo viajar al pueblo. Sin embargo, sabían que su hijo, Juan Josué, emprendería pronto el camino hacia Curarire. Pedro recibió la noticia con un leve suspiro, como quien comprende lo inevitable, pero espera con esperanza el reencuentro.

El entierro tuvo lugar al atardecer, en el cementerio redondo del pueblo, un círculo de paz abrazado por doce cipreses esbeltos, que apuntaban al cielo como los apóstoles fieles que nunca abandonan su vigilia. En el centro se erguía un gran árbol —un algarrobo añoso que todos en el pueblo llamaban “el Cristo”—, cuyas raíces abrazaban unas criptas muy antiguas y profundas llenas de un barro rojo, anteriores incluso a la fundación del templo. Allí, cerca de aquel corazón de tierra y misterio, fue sepultada Diana, como si el amor que la sostuvo en vida también la sostuviera en la muerte.

Después del sepelio, Pedro se sentó en la casa cural junto al párroco, el Padre Salvador. El aroma del café recién colado llenaba el aire con una calidez que contrastaba con la tristeza.

PADRE SALVADOR
—¿Te acuerdas de la comida de Diana? Aquella sopa de gallina que hacía los domingos… aún la siento en la boca del estómago.

PEDRO
(soltando una leve sonrisa entre lágrimas)
—Padre, si usted supiera cuántas veces ella decía que a usted le servía el plato más grande… Y esa cara suya, como de bendición después de probar la primera cucharada…

Ambos rieron suavemente, como si en ese instante la vida les recordara que el amor no muere, solo se transforma.

PADRE SALVADOR
—Diana era el alma de esas cocinas en las misiones. Me acuerdo especialmente de aquella vez que el cielo se rompió a llover. Todo se anegó. El pueblo entero se refugió en el templo, y fue ella quien organizó la cocina, los turnos, los ánimos… cocinaba con alegría y hacía chistes entre la lluvia.

PEDRO
—Sí. Ese día llovía como si llorara el cielo… Y ella, con su delantal mojado y el cabello recogido, parecía una santa entre ollas. Me decía: “Pedro, alcanza más leña, que esta sopa tiene que alimentar también el alma”.

Hubo una pausa. Pedro bajó la mirada, y sus ojos se llenaron de lágrimas.

PEDRO
—Padre… yo la amé con todo lo que soy. Con ella reí y sufrí. Con ella aprendí a ser padre, esposo, hermano… humano. Doy gracias a Dios por los hijos que me regaló a través de ella. Cada uno tiene algo de ella. El canto de Gabriel, la fortaleza de Andrés, la ternura de Elías…

PADRE SALVADOR
—Y tú también tuviste un buen maestro… el Padre Celestino. Aún recuerdo cómo lo mirabas, en mis andanzas de seminarista por estas tierras de bendición. Fuiste un hijo para él.

PEDRO
—Él me enseñó a manejar, padre. ¡Y qué paciencia tenía! Una vez casi meto el jeep en la quebrada y me dijo, con toda la calma del mundo: “Pedro, lo importante es que no tengamos que rezar el acto de contrición mientras manejas”. Fue él quien me insistió que estudiara… y fue él quien me bendijo el día que le presenté a Diana. Ella cantaba en el coro y yo ayudaba en el altar… y manejaba el jeep parroquial. ¡Qué tiempos!

PADRE SALVADOR
—A Celestino, el gran y recordado Celestino, sus enseñanzas y paabras aun hoy siguen resonando, por petición de toda la comunidad lo enterramos en el templo. Cada vez que celebro misa, lo siento ahí. Él sigue enseñando… en silencio.

PEDRO
—Y ahora Diana descansa cerca de las criptas, bajo el mismo árbol que nos daba sombra cuando éramos novios. Allí donde descansan también los que tejieron la historia de este pueblo.

La conversación se disolvió en el silencio de los recuerdos. Pedro miraba el café humeante en sus manos como si en él se reflejaran los años vividos. La luz del atardecer pintaba la casa cural con tonos dorados, y el canto lejano de un gallo pareció cerrar el momento con un eco antiguo.

Y entonces, como quien escucha un nombre que había quedado dormido en la memoria, Pedro murmuró:

—Juan Josué… ese muchacho que de tiempo que no sé de el...

Retrocede el tiempo. Una ciudad lejana. Un joven con mochila al hombro mira por la ventana del autobús que lo llevará de regreso al pueblo de su madre… ¿Quién es Juan Josué? La Lluvia.


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