…Y yo me sentía cual montaña en un
acantilado, desafiando al viento, al sol y la lluvia, me creía poderoso y
fuerte, dispuesto a echar en cara mi superioridad.
Al viento le gritaba que no me
movería, al agua le insistía en que no me tocara y ante el sol me plantaba a
mirarle desafiante, hasta que la luna venia todos los días en su ayuda.
Todo marchaba tal cual, hasta que
un día una granada fragmentaria, cuyo detonado era la humildad, fue lanzada con
voz queda, con miedo y suave; y llegó a los previos de mi monte. La humildad de
esa voz tocó el corazón de roca ígnea que habitaba en lo más profundo de mi
cuerpo rocoso.
La explosión de amor ágape y sinceridad hizo que la corona de
mármol que rodeaba mi coraza se desboronara y como camicaces los pedazos
grandes y pesados fueron a estrellarse en las profundidades del acantilado. La
coraza de roca caliza comenzó a agrietarse; poco a poco comenzaron a caer
pedazos, unos al acantilado, otros en la pequeña ladera que bordeaba mis pies.
Al poco tiempo la montaña había quedado desnuda, envuelta en una tierra rojiza
y muy seca. No había rastros de vida, todo era seco y como hielo que se derrite
ante el sol, la tierra comenzó a ceder, ríos rojos de arena bajaban, el viento
comenzó impetuoso a arreciar su fuerza, levantó una gran polvareda que subía
como humo rojizo.
Mi altura de montaña orgullosa
comenzó a bajar, lo alto ahora era bajo, ahora solo era un pequeño cerro y el
acantilado que me rodeaba había sido tapiado y rellenado con la tierra que a
borbollones había bajado desde mi altitud.
Yo estaba turbado, aun no salía de
mi asombro, yo había abajado y recordado que aquel de tanta altitud no era yo,
descubrí que la vida en mi estaba muriendo y que había hecho hoyos de
separación para solo crecer en mi orgullo.
La lluvia llegó al atardecer, sentí
que me reprocharía y burlaría de mí, antes bien solo dejó caer su llovizna
mullida, empapo todo mi lugar, anego algunos altibajos y limpió gran parte del
terreno. La noche la pase sumergido en tranquilidad y paz, algo de lo que hacía
mucho que no había disfrutado.
Al amanecer de aquel funesto día,
el sol se reflejaba en los charcos de agua que habían quedado en mi planicie,
la arena humedecida tapizaba el acantilado y una vena de agua se dejaba entrever
que lo surcaba. Varios recuerdo llegaron a mi mente, así era yo antes,
tranquilo y apacible, lugar de paso y descanso.
Aquel que con voz trémula y lleno
de nerviosismo disimulado, cruzó el acantilado tapiado, subió una pequeña
cuesta y me encontró allí, tal cual soy.
HERMANO, GRACIAS POR HABER LANZADO LA PRIMERA PALABRA.