Estratum V

18:25

El crepúsculo se extendía sobre Curarire, tiñendo el cielo con los últimos vestigios de luz. En la sacristía, el aroma a incienso se mezclaba con el de café, un bálsamo reconfortante en el aire aún denso por el luto. El Padre Salvador, con su rostro sereno, escuchaba a Pedro, quien relataba la sorprendente noticia sobre Mario Merino.

—...y por la tarde, las señoras me confirmaron que todo salió muy bien con Mario, Padre. La operación fue un éxito y ya está en recuperación. Pienso ir a visitarlo en cuanto pueda. —dijo Pedro, una ligera sonrisa de alivio asomando en sus labios.

En ese instante, la puerta lateral de la sacristía se abrió. Juan Josué, pálido pero de pie, entró flanqueado por Joaquín, quien lo sostenía suavemente del brazo.

—¡Padre Salvador! —saludó Juan Josué, con la voz algo ronca.

El sacerdote se levantó con una sonrisa, sus ojos reflejando la alegría de ver al joven sano. Justo entonces, irrumpieron Gabriel, Andrés, Tomás y Elías, trayendo consigo un torbellino de alivio y algarabía que el Padre apaciguó con un gesto suave.

—¡Padre! —exclamó Elías, adelantándose con entusiasmo, sus ojos aún hinchados por el llanto reciente, pero ahora llenos de una chispa nueva.—Quiero agradecerle la conversación de anoche. Y, si no es molestia, me gustaría prepararle otra tanda de café. ¡Quiero mostrarle mis dotes de barista!

El Padre Salvador asintió con una risa cálida, mientras el resto de los jóvenes se acercaban para saludar a Juan Josué, las palabras de bienvenida y los abrazos llenando el pequeño espacio. Entre el bullicio, Juan Josué buscó la mirada del Padre, que comprendió la urgencia silenciosa en sus ojos.

Finalmente, el Padre Salvador tomó a Juan Josué del hombro y lo guio hacia una puerta lateral de la sacristía que conducía directamente a una entrada discreta del templo. Los demás se quedaron atrás, y Elías anunció que esperaría a Juan Josué para acompañarlo a casa.

Adentro, el templo estaba casi vacío, sumido en una penumbra suave y reconfortante. El Padre Salvador se instaló en el confesionario, abrió la ventanilla, y Juan Josué se arrodilló.

—Ave María Purísima —murmuró Juan Josué, su voz apenas un hilo, pero firme.—Padre, perdóneme, he pecado.

Hizo una pausa, y luego, con la voz quebrada, continuó:

—En el autobús, el día del accidente, renegué de Dios. Aunque actué y ayudé, en mi mente decía: “¿Cómo es posible que Dios permita esto?”. Me decía: “Papá Dios, ¿dónde estás?… ayúdanos…”. Me aferré a la Virgen, pero no escuchaba nada, no sentí nada y al final solo me desmayé… Desde entonces, una pregunta ronda en mi cabeza: “¿Qué hace feliz al hombre?”. ¿Ayudar a los demás, disfrutar de la vida… o Dios? No sé… Ahora que estoy convaleciente y viví de milagro, tengo un nudo en mi garganta. No sé si he aprovechado el tiempo.

El Padre Salvador esperó en silencio. La angustia de Juan Josué llenaba el espacio.

—¿Hay algo más, hijo? —preguntó con una voz suave, invitando a la confidencia.

Juan Josué se quedó pensando, el sudor perlaba su frente y sus manos temblaban ligeramente. Sus ojos se empañaron.

—Padre, creo que a veces no he sido honesto. Perdón, Señor, no he sido bueno… —su voz se cortó, y las lágrimas asomaron.—Creo que eso es todo, Padre. No sé qué más decir. Perdón por todo.

Desde el silencio del confesionario, el Padre Salvador comenzó a hablar, su voz era un bálsamo que se derramaba sobre el alma atribulada de Juan Josué.

—Hijo mío, el corazón humano es un misterio de abismos y alturas. No te asustes de tus dudas, ni de tu desesperación. La fe, a veces, no es la ausencia de preguntas, sino la valentía de preguntarlas incluso cuando el cielo parece enmudecer. Dios no se ofende por el grito del que sufre, sino que se inclina para escucharlo. La oración no es un acto mágico que nos libra del dolor, sino un puente que nos une a Aquel que ha caminado por todos los dolores.

—Esa sensación de vacío que describes, ese "dónde estás, Dios", es también una oración. Es el alma que clama por su Fuente. Y el hecho de que, en medio del caos, te aferraras a la Virgen, que buscaras una tabla en el naufragio, eso ya es fe. Es un acto de amor, aunque tu corazón no lo sintiera con claridad. Dios no nos pide que seamos perfectos, nos pide que seamos sinceros. Y hoy, aquí, has sido terriblemente sincero.

—Me preguntas qué hace feliz al hombre. Y la respuesta, hijo, es tan simple como compleja: la verdadera felicidad no se encuentra en una sola cosa, ni siquiera en muchas cosas. Se encuentra en el amor. Cuando amas a Dios, te encuentras a ti mismo. Cuando amas a los demás, te multiplicas. Y cuando te amas a ti mismo, honras la obra de Dios en ti. Todo lo que mencionas —ayudar, disfrutar de la vida— es parte de ese amor, si se hace con un corazón recto y con la conciencia de que cada don viene del Creador. Tu vida, Juan Josué, es un milagro. Y ese milagro no es solo un hecho, es una invitación. Una invitación a vivir con más propósito, a valorar cada respiro, a recordar que la vida es un don precioso que merece ser vivido plenamente, con Dios en el centro.

—Ese nudo en tu garganta, esas lágrimas que asoman, no son signo de debilidad, sino de un corazón que se está ablandando, que se está purificando. La herida en tu cuerpo fue superficial, sí. Pero la herida en tu alma, esa que hoy has tenido la valentía de mostrar, es la que más sana con el bálsamo de la confesión. No te juzgues con dureza. Dios no lo hace. Él te espera con los brazos abiertos, no porque seas bueno, sino porque Él es Amor.

—La deshonestidad que sientes, la falta de aprovechamiento del tiempo, son pecados, sí, pero pecados que el Señor, en su infinita misericordia, borra con una palabra. Lo importante es el reconocimiento, el arrepentimiento y el propósito. Y tú, hijo, lo tienes todo. Levántate de aquí renovado, con la certeza de que tu vida tiene un valor incalculable y que Dios te ha dado una nueva oportunidad para florecer. No para ser perfecto, sino para ser verdadero. Esa es la verdadera victoria.

Juan Josué levantó la mirada, sus ojos enrojecidos fijos en el sacerdote.

—¿Padre… Dios me perdona por haber dudado de Él? A pesar de que no morí, fui desagradecido.

El Padre Salvador inclinó la cabeza, una sonrisa tierna dibujándose en sus labios.

—Hijo, el amor de Dios no se mide por nuestra perfección, sino por su infinita misericordia. Él no te condena por tu duda, sino que la abraza. Confía en Él, déjate transformar por su presencia amorosa. Es en la fragilidad donde su Gracia se hace más fuerte.

Al finalizar la conversación, Juan Josué y el Padre Salvador salieron del templo. El joven, más animado, aunque con los ojos aún enrojecidos, encontró a Elías esperándolo afuera. El Padre los bendijo con un gesto amplio y sereno, y luego se despidió.

Por el camino, Juan Josué y Elías caminaban en silencio, solo roto por el murmullo de sus voces. Qué silencioso está el atardecer, ¿verdad? —comentó Juan Josué.

Elías asintió, mirando el cielo que comenzaba a teñirse de tonos más oscuros.

—Sí, en cualquier momento la noche nos traerá la lluvia… —dijo, señalando unos cúmulus que se dibujaban en el horizonte. Llegaron a casa de Pedro. Todos se habían retirado, y el viejo estaba sentado en el porche, en su mecedora habitual. Se sentaron junto a él.

—Sí, por estos lados la lluvia llega y ya —dijo Pedro, asintiendo con la cabeza, su mirada también en el cielo.—Dios quiera que no se vaya la luz.

Después de conversar un buen rato en el porche, Pedro, Juan Josué y Elías cenaron. La noche ya se había instalado, trayendo consigo una gran cantidad de relámpagos y un fuerte viento que azotaba el pueblo.

Ya en la habitación, Juan Josué meditaba las palabras del Padre Salvador. Sintió una profunda gratitud por el amor de Dios, a pesar de sus dudas y la reciente tragedia. Finalmente, se entregó al sueño. Su larga jornada había terminado, entre los sabios consejos de Pedro, los entrañables recuerdos de Diana, la compañía de los muchachos, y la esperanza de una pronta mejoría. Recordó que la vida, a pesar de las adversidades, siempre continúa y que es necesario seguir adelante.

El alta, las lágrimas y una promesa

La mañana siguiente llegó con un sol tibio que despertaba lentamente el valle de Curarire. El cielo, despejado pero fresco, iluminaba las montañas aún áridas donde los árboles parecían guardar el aliento, esperando la floración. El rocío descansaba sobre las piedras del camino como una bendición invisible.

Mercedes llegó temprano a la casa de su padre, Pedro. Llevaba una chaqueta ligera y el cabello recogido en una trenza. El pequeño Pedro Celestino había quedado con su suegra esa mañana. Tocó suavemente la puerta antes de empujarla con familiaridad.

—¿Juanjo? ¿Listo? Desde la cocina llegó la voz cálida de Pedro: Aquí está tu primo, hija… y el café ya está servido.

Juan Josué se puso de pie al verla entrar. Vestía una camisa sencilla y jeans oscuros. Se notaba que había dormido mejor. Alzó su taza en señal de saludo.

—Buenos días, Merce. ¿Lista para acompañarme a ver si este cuerpo se recompone del todo? Mercedes sonrió mientras le daba un beso en la mejilla.

—Buenos días, primo. Claro que sí. A ver qué dice el doctor de esa herida rebelde.

Pedro les sirvió un último sorbo de café a ambos. Se le notaba animado, aunque sus ojos reflejaban una nostalgia persistente, como si cada gesto cotidiano lo conectara con el recuerdo reciente de Diana. —Vayan con Dios. Joaquín los espera afuera con el carro. Y cuidado con hablar de política en el camino… que eso enferma más que las heridas. Todos rieron.

El carro arrancó suave por las calles de tierra compactada. En el camino, las casas aún somnolientas parecían saludarlos con ventanas entreabiertas. Joaquín, al volante, llevaba la radio con una melodía instrumental suave. — ¿Has dormido bien? —preguntó mientras ajustaba el espejo retrovisor. Lo necesario —respondió Juan Josué—. Y gracias por llevarnos, primo-tio. Mientras sonreía….

Bueno —retomó Mercedes con otra energía—, cuéntame tú. ¿Cómo están tus papás? ¿Y Publisis? ¿Y la universidad?

Juan Josué sonrió. Su voz tenía la calidez del que ha aprendido a agradecer lo simple.

—Mi mamá está mejor de ánimo. Mi papá… ya sabes, cada vez más sordo, pero feliz con su jardín. En la agencia, ya empezaron las locuras de fin de año. Y la universidad... un caos bendito. Estamos cerrando un trabajo sobre la simbología de los colores en publicidad. Creo que en mi exposición hace un par de semanas terminé hablando más de esperanza que de diseño.

Joaquín asintió, sin apartar la vista del camino. Eso también es diseño, primo. Rediseñar el alma. Y eso no lo enseña ningún manual.

En el hospital, la espera fue corta. Apenas se registraron, el doctor les hizo pasar. La consulta tenía paredes claras y olor a desinfectante. Juan Josué se sentó en la camilla mientras el médico revisaba con cuidado la herida ya cicatrizada. Has sanado muy bien campeón. Fue una cortada superficial, y por tu edad y salud, el cuerpo respondió de maravilla.

El médico continuó: Te doy el alta. Pero cuídate. Descansa bien, aliméntate mejor, y ve retomando las actividades poco a poco. No estás hecho de hierro.

Juan Josué asintió. Al salir de la consulta, se encontró con Mercedes en el pasillo, quien había estado conversando con una enfermera.

—¿Y bien? —preguntó. Alta médica oficial. Soy libre de nuevo… aunque con régimen de comida casera y cero estrés. Entonces me temo que te quedas unos días más en Curarire —bromeó ella. Ambos rieron.

Mientras tanto, en otra ala del hospital, el padre Salvador subía en el ascensor. Había pedido pasar a visitar a Mario Merino y su esposa. En la recepción le habían dicho que seguían en la misma habitación.

Al llegar, tocó con suavidad. La esposa de Mario, sentada junto a la cama, se levantó al verlo. Esta vez tenía un semblante más sereno. Padre… qué alegría verlo. Pase, por favor. Mario dormía. La mujer le acarició el brazo y le susurró algo. Él abrió los ojos lentamente. Al ver al sacerdote, se le llenaron los ojos de lágrimas y sonrió.

—Padre Salvador… vino. El padre se acercó y le tomó la mano. Aquí estoy, hijo. Tranquilo… Dios ha estado contigo todo este tiempo. Las lágrimas de Mario comenzaron a fluir como un río contenido. El padre Salvador se sobresaltó un poco. Calma, Mario. Respira. Estoy aquí. Mario hizo un esfuerzo por controlarse. La esposa le pasó un pañuelo. El ambiente en la habitación se volvió íntimo, casi sagrado. El padre Salvador se sentó a su lado.

—La operación fue un éxito, ¿cierto? —preguntó. Sí, gracias a Dios… y a usted. No sé cómo agradecerle. Con tu vida, Mario. Viviéndola con sentido. Mario tomó aire. Su voz era baja, pero firme.

—Padre o mejor Papá así era que lo llamaba antes de perderme… yo le fallé. Me fui, me olvidé de todo. Me creía el centro del mundo. Pensaba que usted debía estar para mí… y no me pregunté nunca si usted también lloraba, también sufría. Fui ingrato. Nunca pensé en estar para usted.

El padre bajó la mirada. Un nudo le oprimió la garganta. Mario… nadie nace sabiendo amar bien. Lo importante es despertar a tiempo. Mario asintió, bajó la mirada y, tras un largo silencio, comenzó a hablar con voz baja, quebrada, pero firme:

—Cuando me fui de Curarire, usted no se cansó de repetirme que debía aprender algo en la vida… Y yo, necio, lo ignoré. Fui grosero, insolente. Usted me pedía que estudiara, que pensara en mi futuro, y yo lo trataba como si me estorbara. Me rogó que hiciera aquel curso de panadería, y yo, por puro orgullo, lo hice con fastidio… como quien cumple por compromiso. Pero, padre… ese curso fue lo que me salvó.

El padre Salvador no decía nada. Solo lo escuchaba, con los ojos fijos y compasivos.

—Cuando llegué a la ciudad, me tocó duro. Trabajaba de sol a sol. Dormía en un colchón tirado en el suelo, con los sueños rotos y el alma vacía. Muchas veces me sentí como ese hijo pródigo… el que se aleja del amor verdadero, el que desperdicia lo más valioso. Quise volver tantas veces, pero la vergüenza me ataba. Y el orgullo… ese maldito orgullo que uno confunde con dignidad.

Mario se detuvo. Las lágrimas le corrían silenciosas por el rostro.

—Me aferraba a la medalla de San Benito que usted me regaló el día de mi cumpleaños, ¿recuerda? Cuando cumplí dieciocho. Me la colgó del cuello y me dijo: “Ánimo, hijo de mi ministerio sacerdotal… ahora es que comienza la vida. Yo te apoyaré para que seas alguien”. Esas palabras… me taladraban el corazón todos los días. Y aunque usted no estaba, su voz me seguía.

El padre Salvador se llevó una mano al pecho, conteniendo la emoción.

—Hubo un tiempo en que estuve a punto de caer, padre. A punto de dejarme llevar por lo peor. Estuve cerca de la droga, del mal vivir. Pero me aferré a esas palabras. Me aferré a Dios. Y Él, a través de usted, me guio para salir de la oscuridad.

Hizo una pausa, respiró hondo, y entonces miró de reojo a su esposa, que los observaba en silencio desde el sillón.

—Luego la conocí a ella… y todo cambió. Me devolvió la paz. Me ayudó a reconstruirme. A creer otra vez.

El padre Salvador desvió la mirada hacia la joven mujer. Sus ojos la contemplaron con una ternura reverente.

—Han pasado muchas cosas, Mario… —dijo con voz suave—. Y ustedes han madurado.

Mario asintió, con las lágrimas aún presentes en sus mejillas. Su rostro, sin embargo, tenía una luz distinta.

—Y ahora, padre… vamos a tener un hijo. Se llamará Salvador. En honor a usted. Por haberme salvado sin saberlo.

El sacerdote cerró los ojos un instante. Lo embargó el silencio. Cuando los abrió, su voz salió como un susurro lleno de verdad:

—No soy yo, Mario. Es Dios. Pero si algo de mí fue puente… gracias por decírmelo.

Desde su rincón, la esposa de Mario se acercó ligeramente. Su mirada también estaba humedecida por la emoción.

—Gracias, padre. Usted no solo lo ayudó a vivir. Usted le devolvió la fe.

La luz de la mañana entraba por la ventana como una bendición. En la habitación de hospital, tres almas entendían que toda herida bien curada… es promesa de esperanza.

Al salir del hospital

El padre Salvador cerró con suavidad la puerta de la habitación de Mario. No miró atrás. No porque quisiera irse pronto, sino porque sentía que una bendición verdadera no debe interrumpirse con palabras adicionales. Bastaba lo que ya había sido dicho, lo que ya había sido llorado.

Mientras caminaba por el pasillo del hospital, sus pasos resonaban suaves, casi ceremoniales, como si cada pisada llevara el peso de una gratitud antigua. El aire le sabía distinto. Más limpio. Más vivo. Como si en medio del dolor de tantos pacientes, ese pequeño cuarto hubiera sido un altar. Una zarza ardiente en medio del asfalto clínico.

Al llegar al ascensor, dejó escapar un suspiro hondo, como quien ha recibido un regalo inmerecido.

"Gracias, Señor", pensó mientras bajaba la mirada.
"Gracias por no desoír mis ruegos. Gracias por seguir trabajando en el barro humano, incluso cuando mis manos tiemblan. Gracias por no soltar a Mario. Gracias por no soltarme a mí."

El ascensor descendía lentamente, pero su corazón subía. Lleno. Palpitante. Como si hubiera vuelto a comulgar.

En el vestíbulo principal, saludó a una enfermera con una sonrisa leve. Ella le devolvió el gesto sin saber que en ese momento, el sacerdote iba conteniendo un mar en el pecho.
Le ardían los ojos. No por el cansancio, sino por el amor. Por el eco de esas palabras que Mario acababa de pronunciar: "Vamos a tener un hijo. Se llamará Salvador."

Le pareció irreal. Como si el cielo hubiera respondido con ternura inesperada.
Se repitió en silencio, por tercera vez:
"Gracias, Señor. Gracias..."

Cruzó la puerta automática del hospital, y el aire libre lo abrazó con el frescor de la mañana. Respiró profundo. Necesitaba tierra, luz, cielo.
Necesitaba llorar… pero no quería que nadie lo viera.

Disimuló. Se acomodó los lentes. Fingió observar el tránsito, aunque no veía nada. Solo sentía.
Sentía el fuego quieto de la alegría verdadera. La que no grita, pero quema.
La que no depende del éxito, ni del reconocimiento, ni del mérito.
Solo del amor fiel. Del amor que insiste. Del amor que espera.

"Gracias, Señor. Porque fuiste tú. Y me dejaste ser puente."

Siguió caminando hacia el estacionamiento. El bastón leve que usaba en ocasiones golpeaba rítmicamente el suelo. Y con cada paso, el eco de esas lágrimas de Mario le volvía como un rezo.

No era un día más. Era uno de esos días que justifican la vocación entera.

Y mientras se perdía entre los árboles que bordeaban la salida, supo que la historia no terminaba allí. Que nuevas almas vendrían. Que nuevos pródigos regresarían.
Y que él seguiría allí, a la puerta… esperando. Con los brazos abiertos.

Mientras tanto la mañana en Curarire se desperezaba con un sol tibio que prometía disipar la humedad de los últimos días. En casa de Pedro, el aroma a café recién colado se mezclaba con el de la tierra mojada que se colaba por las ventanas abiertas. Pedro, con la mirada un tanto perdida en el horizonte, removía su café, mientras los últimos ecos del auto de Joaquín, Mercedes y Juan Josué se perdían calle abajo, rumbo al hospital.

No tardaron en aparecer Gabriel, Andrés y Tomás. Entraron sin llamar, como era costumbre, encontrando a Pedro en la cocina. Andrés se acercó a la mesa, sus ojos enrojecidos delataban el llanto reciente, pero una energía nerviosa lo movía. "Pa, ¿ya se fueron?" preguntó, su voz aún un poco tomada.

Pedro asintió, sirviendo una taza de café a cada uno. "Acaban de salir, hijo. Juanjo se veía mejor, gracias a Dios. Va a su chequeo final."

Gabriel, con su habitual discreción, tomó su taza y se apoyó en el marco de la puerta, observando el patio. "Una buena noticia, al menos. Con lo que ha pasado..." Su voz se apagó, refiriéndose al entierro de Diana el día anterior.

Tomás, con su seriedad característica, se sentó a la mesa y le dio un sorbo largo a su café. "Imagino el susto de su mamá. Menos mal que está bien."

Andrés se movía inquieto. "Sí, Pa' tiene razón. Y pensar que hace poco hablábamos con el Padre Salvador de cómo el amor se demuestra, no solo se dice. Y mira Juanjo, demostrando hasta dónde llega su cariño por la tía Diana, jugándose la vida en ese viaje."

"Y hablando de demostraciones," interrumpió Gabriel con una leve sonrisa, "qué nervios los de esta noche, ¿no? Cita con las novias."

Andrés soltó una risita. "Cierto. Habíamos pensado ir al cine. Y estábamos viendo si invitábamos a Juan y a Elías. Aunque de Elías, no sé si sigue con la misma novia."

Tomás levantó la vista de su café. "Elías está siempre en su mundo. Con lo del curso de barista, no lo sacas de ahí. Pero es buena idea lo del cine, nos vendrá bien despejarnos un poco."

"A mí me vendría bien un buen descanso, más bien," dijo Andrés, estirándose. "Con esto del bachillerato y lo de la parroquia... el Padre Salvador ya me tiene una lista de cosas para limpiar el templo. Dice que 'la devoción se mide en la escoba y el trapo'."

Gabriel rió suavemente. "A mí también me tiene con encargos. Dice que vio unas ventanas del salón parroquial que necesitan 'el toque de Gabriel', o sea, pintura. Pero la verdad es que hoy tengo la cabeza en otra parte." Hizo una pausa, mirando a Tomás. "Tú también tienes lo tuyo con el estudio, ¿no? Último año de bachillerato."

"Sí, el último empujón," respondió Tomás. "Hay que ser perseverante. A veces me canso, pero me acuerdo que tengo que sacar esto adelante, es mi responsabilidad. Y por las noches se hace más cuesta arriba." 

Pedro, que había escuchado en silencio, se acercó a ellos y les puso una mano en el hombro a Andrés y Gabriel. "El Padre Salvador es sabio, muchachos. Y ustedes, aunque a veces se hagan los desentendidos, llevan la parroquia en el alma. Diana siempre decía que la oración de ustedes, la presencia, es lo que de verdad importa. No se pierdan de eso."

Andrés miró a Pedro, y luego a Gabriel y Tomás. "Sí, Pa'. Eso lo sé. Y con todo lo que pasó, lo tengo más claro que nunca. La tía Diana siempre nos decía que no solo con palabras se demuestra el amor, sino con hechos. Y que cada día es una oportunidad. No vamos a defraudarla."

Gabriel asintió. "Lo que se cuida en comunidad, florece más fuerte. Eso también lo decía el Padre Salvador."

Tomás se puso de pie, terminando su café. "Bueno, a lo nuestro. Ya el sol está levantando. Hay que moverse. Y a ver si convenzo a Elías de que se una al cine. No sé si su novia es tan de películas."

Los tres se despidieron de Pedro con un rápido saludo y salieron de la casa, el eco de sus voces y la promesa de un día por delante llenando el aire de Curarire.

El autobús se detuvo con un silbido, y Tomás, Andrés y Gabriel subieron, buscando asientos al fondo. La charla sobre sus novias se reanudó, mezclada con la realidad de sus responsabilidades parroquiales.

"Me tiene intrigado lo de Elías con su novia," comentó Gabriel, acomodándose en su asiento. "Nunca se sabe con él."

"Sí, es un misterio," respondió Andrés, riendo. "Pero hablando de eso, ¿ustedes ya saben qué se van a poner para el cine? Mi novia es muy particular con esas cosas."

Tomás sonrió. "Ustedes sí que se complican. Con que lleguemos y estemos a tiempo, ya es ganancia." La mención del tiempo les recordó sus otras obligaciones.

"Y ni me recuerdes lo de la parroquia," dijo Andrés con un suspiro. "El Padre Salvador dice que tenemos que 'cultivar el espíritu a través del sudor'. Hoy me toca limpiar el patio de la casa cural. Dice que es para que 'florezca la humildad'.

Gabriel asintió. "A mí me encargó organizar unas donaciones. Cree que tengo 'don de organización'. Más bien, creo que es mi don para no decir que no al Padre."

Mientras tanto, en la casa de Pedro, Elías salió de su habitación, todavía con el rostro algo adormilado, pero una sonrisa se dibujó al escuchar el bullicio de los chicos despidiéndose. "¡Buenos días, Pa!"  exclamó, encontrando a Pedro en la cocina. "Escuché la algarabía de los muchachos, ¿ya se fueron?"

Pedro, que estaba sirviendo café, le tendió una taza. "Buenos días, hijo. Sí, ya se fueron, Juanjo, Mercedes y Joaquín al hospital y los otros a sus cosas. ¿Dormiste bien?"

Elías asintió, tomando un sorbo del café. "Más o menos. Pero me vino bien ese cafecito. Hoy tengo mi clase especial de capuchino en el curso de barista. Quiero sorpréndelos a todos y honrar la memoria de mamá con una nueva receta."

Desayunaron juntos, en un silencio cómodo, roto solo por el sonido de las tazas y los comentarios sobre el día que apenas comenzaba. Elías, sintiéndose un poco más animado después del café, se preparó para salir.

"Bueno, Pa', me voy. No quiero llegar tarde al curso," dijo Elías, despidiéndose. "Necesito perfeccionar la textura del vapor de la leche para que el latte art quede perfecto, como dice la profesora."

Pedro le dio una palmada en la espalda. "Ve con cuidado, hijo. Y que te vaya bien en tu arte del café. Que no todo estudio se hace entre libros, el corazón también aprende observando y trabajando."

Elías salió de la casa, el sol de la mañana ya brillaba con fuerza, disipando las últimas nubes y prometiendo un día claro. En su mente, el aroma del café se mezclaba con la anticipación de su clase, mientras los ecos de la conversación de sus amigos sobre el cine y sus novias flotaban en el aire.

Afuera, bajo el mismo cielo

El sol ya había subido un poco más cuando Juan Josué y Mercedes salieron del hospital. La brisa de la mañana les acariciaba los rostros, y en el aire flotaba una tibieza distinta, como si todo hubiera sido purificado.

¿Dónde estará Joaquín? —preguntó Mercedes, mirando hacia el estacionamiento.

Allá —señaló Juan Josué, al ver la figura de Joaquín junto al vehículo, sacudiéndose las migas de pan de la camisa mientras hablaba con alguien más. ¿Y ese no es…?

Sí —confirmó Juan Josué con una sonrisa—. Es el padre Salvador. Se acercaron con paso ligero. Joaquín se giró al verlos, alzó una mano y dijo animado: ¡Justo hablábamos de ustedes!

El padre Salvador también sonrió, aunque su rostro todavía conservaba la solemnidad de quien ha escuchado algo muy hondo. ¡Qué coincidencia más bendecida! —exclamó Mercedes, dándole un beso al sacerdote. ¿Cómo está, padre? Con el corazón lleno, hija. Y conmovido… acabo de ver a Mario Merino. Le dieron la buena noticia, gracias a Dios. La cirugía fue exitosa.

Y nosotros salimos de consulta también —añadió Juan Josué, mostrándole su vendaje más ligero—. Alta médica. Ya puedo volver a pelear con la vida. O a danzar con ella, que también es necesario —respondió el padre con ternura. Todos rieron con esa risa que nace cuando el alma se siente aliviada. Bueno, entonces los tres salimos caminando de heridas distintas —comentó Joaquín—. Y todos con algún milagro bajo el brazo.

Ciertamente —asintió el padre—. Las heridas pueden ser benditas, cuando nos enseñan a mirar con más compasión. Hubo un breve silencio. Juan Josué cerró los ojos un instante, respirando hondo. Luego, Mercedes rompió la pausa: ¿Y si nos vemos ahora en la misa? —propuso—. Sería bonito agradecer juntos. Claro que sí —dijo el padre—. Será una buena ocasión para celebrar lo invisible… lo que sana por dentro.

Padre… —dijo Joaquín, bajando un poco la voz y dándole un leve toque al bolsillo interior de su chaqueta, donde aún llevaba doblado el manuscrito—, quería aprovechar que nos encontramos para preguntarle algo. ¿Llegó a leer lo que le pasé aquella noche…? El texto sobre la cripta, el del algarrobo.

El padre Salvador asintió con serenidad, reconociendo de inmediato la referencia.

Sí, claro que lo leí. Lo escribiste la noche del funeral, ¿verdad? Tiene un peso… casi ritual. Así lo sentí —respondió Joaquín—. Y estos días lo he vuelto a releer, con más calma. Hay cosas que, al escribirlas, no entendí del todo. Pero ahora… hay frases, imágenes, símbolos que me inquietan, padre. No en el mal sentido, sino como si algo allí adentro me hablara de mí mismo, o de nosotros… de Curarire incluso.

El padre lo miró con hondura, percibiendo la gravedad sincera en sus palabras. ¿Y qué te dice ahora ese texto? Que no es solo una historia. Que hay algo escondido, una resonancia más profunda. Y siento que necesito conversar con usted sobre eso. No solo como sacerdote… sino como lector de almas. Hay temas morales, espirituales, incluso personales, que se me han removido. Es como si ese manuscrito me estuviera pidiendo discernimiento. El padre Salvador apoyó una mano en el hombro de Joaquín.

Cuando un texto propio nos mira de vuelta, es señal de que el alma ha escrito más de lo que entendía. Y cuando lo escrito pide conversación, es porque algo en el presente necesita nacer. Hablemos, hijo.

¿Le parece si paso esta tarde por la sacristía? Después o antes de la misa. No quiero quedarme solo con la tinta… Te espero. Y no traerás solo el manuscrito… traerás también lo que el alma quiso decir y tú aún no habías escuchado. Joaquín asintió con una mezcla de alivio y respeto.

Gracias, padre. Hay palabras que no se escriben solas… necesitan ser habladas con otro. Y otras —dijo el padre Salvador con una leve sonrisa—, solo se entienden cuando uno las entrega en diálogo. Juan Josué miró al grupo, y con una sonrisa suave, comentó: Curarire está floreciendo de nuevo… no con flores aún, pero sí con gente que vuelve a encontrarse.

—Amén —dijo el padre Salvador. Joaquín hizo sonar las llaves del auto con gesto amable. Bueno, vamos. Que hoy el día está de nuestro lado. Y el Espíritu, más aún —añadió Mercedes.

Se despidieron con abrazos sencillos, esos que sellan promesas sin hacer alarde. Bajo ese cielo sereno, los caminos se entrelazaban otra vez, como si todo en Curarire —aun lo roto, lo antiguo y lo olvidado— supiera cuándo es tiempo de renacer.

Fragmentos que respiran

El sol descendía con la mansedumbre de quien ha escuchado demasiadas oraciones en el día. Curarire se iba cubriendo de sombra, pero no de olvido. Porque en este valle hecho de polvo, promesas y lágrimas, cada persona, cada historia, cada mirada, deja su trazo. No hay nombre en vano en este relato. No hay aparición que no tenga sentido.

Juan Josué, con su herida ya cerrada pero el alma aún inquieta, regresaba al hogar como quien retorna del exilio. La consulta médica fue apenas un rito; la verdadera sanación se daba en los silencios compartidos, en la ternura de su prima, en el rumor de lo no dicho. Algo en él había cambiado. Y lo sabía. Desde lejos, sus padres sostenían su regreso con oraciones y gestos pequeños. Su madre, con lágrimas que regaban su fe. Su padre, con sus problemas de tensión y medio sordo pero lleno de vida, cuidando su jardín como quien cuida el alma de un hijo ausente.

Mercedes, su prima, firme como las mujeres que caminan con Dios, era más que un personaje: era una columna. Su maternidad temprana, su fidelidad amorosa, su manera de escuchar, sostenían a todos sin pedir aplausos. Ella era hogar.

Joaquín, esposo y servidor, con el manuscrito de la Cripta del Algarrobo en el corazón, sentía que algo ardía en lo más hondo. Lo que escribió en la noche del funeral de Diana no fue un desahogo, fue una llamada. Sabía que no era solo historia antigua. Algo le hablaba desde esas líneas. Algo que necesitaba discernimiento, escucha, profundidad. Por eso buscaba al padre Salvador: no solo para entender el texto, sino para entenderse a sí mismo.

Pedro, patriarca herido y sabio silencioso, seguía sirviendo café y oraciones. Su amor por Diana no se había detenido en el cementerio: se colaba en cada gesto, en cada bendición, en cada despedida. Su duelo tenía forma de presencia. Porque cuando uno ama de verdad, el otro no se va.

Mario Merino, el pródigo, el que tocó fondo y volvió, renacía en cada palabra. Sus lágrimas no eran culpa: eran confesión. Su hijo por venir, llamado Salvador, no sería sólo un homenaje. Sería una nueva oportunidad de amar mejor.

El padre Salvador, cansado pero encendido, sabía que su vida tenía sentido en estas almas que regresaban. No se jactaba. Solo estaba. Su presencia era raíz, era abrigo, era altar.

Elías, hermano menor de Mercedes, joven inquieto y enamorado, seguía buscando su lugar en medio de tanto silencio adulto. A veces parecía distraído, otras veces hondo. Pero su corazón estaba despierto. Amaba con intensidad, con errores quizás, pero con verdad. Y eso también es don.

Tomás, el hermano mayor de Andrés, fuerte y silencioso, seguía siendo ejemplo para quienes saben que la vida se construye de noche, entre cansancio y libros abiertos.

Andrés, el hijo de corazón de Pedro y Diana, seguía fiel. Sus gestos simples hablaban más que mil discursos. No necesitaba destacar, porque su amor lo hacía inolvidable.

Gabriel, discreto y profundo, parecía siempre a punto de decir algo importante. Como si llevara consigo una revelación que el tiempo sabría cuándo soltar.

Y allá atrás en el tiempo —pero no en el alma— quedaban los días de La Lluvia, donde el padre Celestino, linterna en mano, descubría la cripta bajo el viejo algarrobo. Diluculum, el manuscrito dormido, hablaba del asedio de Nin a Curarire, del dolor, del misterio, de una profecía que aún susurra. Ese escrito, como muchos en esta historia, no se lee con los ojos, sino con el alma.

Julio y su esposa, buscando a su hija pérdida, caminaban con una esperanza más fuerte que la ausencia. Su peregrinación silenciosa era un salmo vivo, una súplica que solo Dios puede responder.

Y más allá del valle, allá donde los mapas no nombran pero el corazón reconoce, brillaba la tierra de Concepción. Lugar mítico, país simbólico, espacio donde la esperanza no se explica… se encarna. Allí, donde la vida comienza otra vez.

Y en medio de todo, los hermanos —los de sangre, los de alma, los adoptivos— eran la urdimbre de este tapiz humano. Porque esta historia no se sostiene por protagonistas, sino por vínculos. Por aquellos que cuidan, que esperan, que interceden. Que están.

Así, cuando cae la tarde sobre Curarire, no cae el silencio. Cae la memoria. Cae la gracia. No hay personaje de más. No hay voz que sobre. Porque toda vida que pasa deja su eco… y todo eco, bien escuchado, puede convertirse en Palabra.

-*-*-*-

Querido lector, quizás te preguntes por qué tantos personajes en esta historia, por qué algunos llegan y otros se van, por qué unos hablan mientras otros simplemente callan.

La verdad es que esta historia se ha venido construyendo como se construye la vida misma: con fragmentos de lo vivido, de lo recordado, de lo soñado. Son momentos que, como buen perfume, dejan una fragancia suave y perdurable… esa que permanece incluso después de que la presencia se ha ido.

Esto no es solo una narración; es, en el fondo, un pensadero —como esos lugares íntimos donde se guardan recuerdos que el corazón se niega a olvidar. Y al ser evocados, esos recuerdos se filtran —veladamente— en los hechos cotidianos, como un eco de lo que fuimos y seguimos siendo.

También es, si se me permite decirlo, una suerte de piedra palantír: un intento de establecer contacto con nuestras emociones más profundas, esas que nos han marcado sin saberlo del todo, y que aún nos hablan desde dentro.

Espero que sigas disfrutando este viaje. Y si algo resuena contigo, si algún personaje o escena ha tocado tu memoria o tu fe… por favor, coméntalo. Tal vez entre todos logremos iluminar aún más este camino compartido.

Con gratitud y esperanza, El narrador

You Might Also Like

0 comentarios

Popular Posts

Like us on Facebook

Flickr Images