Estratum IV

18:06

El Hilo del Destino: La Mirada de Juan Josué

La noche caía sobre Curarire, tiñendo el cielo de tonos lilas. En la casa cural, el aroma a café recién colado se mezclaba con el de los dulces de coco. La sala, antes sumida en la tristeza del adiós, ahora vibraba con el suave murmullo de voces y el ligero ronquido del pequeño Pedro Celestino en su hamaca. Elías, siempre directo, rompió el silencio que Juan Josué había mantenido desde su llegada.

—Juanjo… ¿nos cuentas qué fue lo que pasó?

Todos lo miraron con discreta expectativa. Juan Josué apretó suavemente la taza entre sus manos. Miró hacia el patio, como buscando ordenar los recuerdos que aún dolían. Respiró hondo.

—Fue… confuso. Todo pasó tan rápido en el puente. La llovizna, las luces de la ambulancia… La profesora siempre decía que el rojo es alerta, el azul es autoridad, y juntos gritan urgencia. Y eso fue. La ambulancia pasó como un rayo. El chofer intentó esquivar unos carros que estaban detenidos, uno sin luces, casi invisible. Y el autobús se deslizó.

Juan Josué hizo una pausa, sus ojos negros reflejaban el vaivén de la llama de las velas.

—El golpe fue brutal. Sentí cómo todo crujía. La tijera de la rueda… ya estaba débil por el otro hueco que caímos antes en el camino. Y se partió. El autobús se inclinó hacia el abismo. Vi los faros iluminando el río allá abajo, oscuro, rugiendo como una bestia. La gente gritaba, otros rezaban. El chofer de relevo desmayado… lo alcancé a arrastrar. Recuerdo que Julio me dijo una vez: “Cuando estés en medio del desastre, respira como si todo estuviera bien, y después actúa con cabeza fría”. Y eso hice. Me aferré al asiento, lo sostuve, y nos fuimos al agua.

La voz de Juan Josué se hizo un susurro, cargada de la inmensidad de lo vivido. La corriente nos arrastraba. El agua comenzaba a llenarlo todo. El chofer despertó gritando, asustado. Nos aferramos al techo. La noche era un monstruo líquido. Y luego… luego desperté aquí, en el hospital. Dicen que me desmayé en el techo del bus.

Bajó la mirada a la mesa, como si el trauma aún flotara en el aire. Cerró los ojos, y el pasado se desplegó en su mente con una nitidez abrumadora. Recordó el rosario de azabache que el padre Celestino le había regalado en su Primera Comunión. Se vio a sí mismo, un niño de nueve años, con la sotana blanca, las manos temblorosas al recibir la Hostia. Reinaldo se había olvidado de hacer la genuflexión y lloró al final. El juramento infantil de no dejar de ir a misa.

Luego, la Confirmación. Las palabras del obispo, el sello del Espíritu Santo en su frente. Y más reciente, la confesión con el padre Ignacio, ese momento de vulnerabilidad donde el alma se desnudó. “Padre, he pecado por falta de amor. Al Señor. A Jesús. Me ha dado tanto… y yo lo olvido tan pronto”. El alivio de la absolución, la promesa de volver, no perfecto, sino verdadero. La Hora Santa, el incienso, la paz honda que había sentido. “Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad…”.

Antes de despertar, se encontró en un lugar amplio y de mucha luz. Sentía una ligereza que no conocía, una paz que lo envolvía. Escuchaba muchas voces, un murmullo armonioso, como un coro lejano. Eran voces conocidas, pero difusas, mezcladas con un canto que le acariciaba el alma. La voz de Diana, cantando suavemente “Te amaré Señor”. La voz del padre Celestino, profunda y serena. Las risas de su madre y sus tías en el patio de la vieja casa. Las palabras de Pedro: “El amor se demuestra, no solo se dice”. De pronto, un silencio. Todo se apagó.

Elías rompió el silencio en la sala. Bueno… ¿y si hacemos un brindis? Por Juanjo, que está aquí, y por mamá Diana, que está con el Señor. Todos alzaron sus tazas de café.

—¡Por la vida que sigue! —dijo Gabriel. ¡Y por los reencuentros! —añadió Andrés.

—¡Amén! —murmuró Pedro, mientras el pequeño Pedro Celestino se removía en su hamaca. Las despedidas fueron sencillas, con la promesa de volver al día siguiente.

Día a Día del Padre Salvador

El primer rayo de sol se colaba por las rendijas de la persiana, pintando el oratorio del Padre Salvador con una luz dorada y polvorienta. Se levantó temprano, con el cuerpo acostumbrado a la disciplina de la mañana. Después de asearse, preparó su café, el aroma amargo y reconfortante llenando la casa. Con la taza humeante en la mano, se dirigió a su oratorio, un lugar de recogimiento a la derecha de la entrada principal.

El espacio era silencioso y apacible, adornado con una lámpara de cristal de Baviera que, aun apagada, reflejaba la luz tenue de la mañana. Las paredes machihembradas de madera oscura creaban un ambiente cálido, y el piso de losas, adornado con azulejos desgastados y antiguos, contaba historias silenciosas bajo sus pies. Varios reclinatorios con sus sillas invitaban a la plegaria. En el centro, un sagrario dorado, ataviado con adornos dorados y plateados refulgentes, capturaba la mirada; en la corona de la puerta, en miniatura, se veían las dos tablas de la ley y una serpiente sobre una cruz, un símbolo antiguo. A un lado, la imagen de la Santísima Virgen María y, en el otro, San José, todas de ricos y finos acabados.

El Padre Salvador se arrodilló por un buen rato, dejando a un lado su taza de café. Luego se sentó, sorbió el café, tomó su Liturgia de las Horas —el tomo III, un pequeño libro regordete con cierre—, lo abrió y buscó el oficio de lecturas de la semana XV del tiempo ordinario. Allí estuvo un largo rato rezando, las palabras antiguas llenando su espíritu.

Al salir del oratorio, lavó su taza de café con cuidado, preparó un desayuno sencillo y revisó los mensajes de su teléfono celular. Entre ellos, encontró uno de la señora Petra, una de las devotas de la Pastoral de la Salud, avisándole que en el hospital había un joven muy enfermo al cual sería bueno ir a visitar. El padre suspiró, el cansancio del funeral de Diana aún pesaba en su alma, pero respondió que iría a las 10 a.m., después de atender a unas personas en el despacho parroquial, y le pidió a la señora Petra que le acompañara.

Después de atender a las personas en el despacho, salió de la oficina, informó a la secretaria que iría al hospital y, ya en camino, fue acompañado por la señora Petra y otra más, ambas de la pastoral de enfermos. Una de ellas comentaba que le había contactado una joven, y decía que era un muchacho que había estado un tiempo en la parroquia. El Padre Salvador, con su habitual sabiduría, les dijo que, como el buen samaritano, debían atender a todos los malogrados por la enfermedad, sin importar de quién se tratara. La mañana avanzaba bajo un cielo que prometía una llovizna suave, como una bendición que llegaría a su debido tiempo.

La Unción de Mario Merino

El automóvil del Padre Salvador se detuvo con un chirrido suave de frenos frente a la entrada de la emergencia del Hospital de Curarire. El cielo, un manto gris de estratos, seguía derramando una llovizna fina y persistente. El Padre, flanqueado por las dos señoras de la Pastoral de la Salud, la señora Petra y su compañera, descendió del vehículo con la solemnidad de quien sabe que la fe no se detiene ante el umbral del dolor.

—¡Buenos días! —saludó la señora Petra a la enfermera de turno en el mostrador de recepción. Su voz, habitualmente vivaz, se suavizó con la formalidad del hospital—. El Padre Salvador viene a visitar a un joven… El sacerdote que pidió el doctor Miguel Robles, por petición de la esposa del paciente. La enfermera, una mujer de rostro amable pero cansado, revisó unos papeles con la punta del bolígrafo.

—Ah, sí. No es una emergencia como tal. Está a punto de entrar a pabellón, pero aún está en la habitación. Lo están preparando. Habitación 302, en el tercer piso.

El Padre asintió. Subieron por el ascensor, un silencio incómodo reinando entre ellos, roto solo por el pitido de las puertas al abrirse. Al llegar al tercer piso, el pasillo se extendía, frío y aséptico. A paso firme, el Padre Salvador, con la estola y el óleo en su pequeño estuche, franqueado por las dos señoras, se dirigió a la habitación indicada.

Al llegar, la señora Petra tocó con suavidad a la puerta. Se abrió, y una joven embarazada, de rostro pálido y ojos inquietos, asomó la cabeza. La sorpresa se dibujó en su rostro al ver al sacerdote.

Buenos días —saludó el Padre, con su voz grave y tranquilizadora—. ¿Es aquí donde necesitan una visita del sacerdote? ¿Podemos pasar?

La joven asintió, su mano temblaba levemente al abrir más la puerta. El Padre Salvador entró, seguido de las dos señoras. La pequeña habitación, de paredes blancas y la luz filtrada por una ventana con persianas bajas, albergaba una cama donde un joven yacía. Vestía una bata de hospital, un suero goteaba lentamente a un lado de su cama, y su rostro, aunque demacrado, conservaba una juventud frágil.

—Dios le bendiga, hijo —dijo el Padre, acercándose a la cama—. ¿Es aquí donde me necesitan?

El joven asintió con un leve movimiento de cabeza, su mirada era distante, casi perdida. El Padre Salvador, sin más, se detuvo, abrió su estuche y comenzó a revestirse con la estola morada, símbolo de la penitencia y la esperanza.

Mientras tanto, en un rincón de la habitación, las dos señoras de la pastoral se acercaron a la joven embarazada, susurrando.

—Disculpe, hijita, ¿usted es familiar? —preguntó la señora Petra, con la voz llena de curiosidad y preocupación. Sí, soy… su esposa —respondió la joven, bajando la mirada.

—¿Y qué tiene el muchacho? ¿Por qué está aquí? —intervino la otra señora, con una voz más apremiante.

—Va a entrar a una operación delicada —murmuró la joven, con un nudo en la garganta—. Es del corazón. Lleva tiempo enfermo…

El Padre Salvador, ya revestido, se acercó a la cama. Al ver el rostro del joven, una tenue luz de reconocimiento se encendió en su memoria, pero no lograba concretarla. La joven embarazada, con un gesto de súplica, le dijo al sacerdote: Padre, él no puede hablar mucho… se cansa muy rápido.

—No se preocupe, hija —respondió el Padre, con una sonrisa serena. Se inclinó un poco, y la señora Petra, casi al instante, le susurró el nombre del enfermo. Es Mario Merino, Padre. El Padre Salvador se quedó pensativo, el nombre resonando en su mente. Mario Merino… Sí, recordaba a un joven con ese nombre, un muchacho que había conocido en la parroquia muchos años atrás. Un rostro vago, un eco de risas lejanas, pero no lograba identificar si era o no el mismo. El tiempo, la enfermedad, el dolor… todo podía transformar a una persona.

Finalmente, el Padre dejó de lado sus dudas. Abrió el pequeño frasco del óleo sagrado y comenzó con la oración, iniciando el rito sacramental de la Unción de los Enfermos. Su voz llenó la pequeña habitación, una melodía de consuelo y fe que envolvió al joven Mario y a los presentes. Ungió la frente y las manos del enfermo, susurrando las palabras de gracia, invocando la misericordia divina.

Al finalizar el rito, después de haberlo ungido y encomendado a la Santísima Virgen María, el Padre Salvador se irguió, su rostro marcado por la concentración y la fe.

Casi que inmediatamente al terminar la oración, como si hubiesen estado esperando la señal, llegaron los enfermeros junto al doctor Miguel Robles. Entraron a la habitación con una urgencia silenciosa, el aire se tensó con la inminencia del quirófano.

Un Eco del Pasado

Mario Merino… —murmuró, como si el nombre le supiera a un recuerdo lejano—. Será el mismo que junto a Manuel y Gina venían a la parroquia hace… ¿cinco, diez años quizás? ¿Es él, hija?

La pregunta flotó en el aire, cargada de una nostalgia que el Padre no había permitido que lo embargara hasta ese momento. Recordó vívidamente a ese grupo de jóvenes, sus risas llenando los pasillos de la casa cural, sus ojos brillantes de fe y de la alegría ingenua de la juventud. Habían compartido mesas, cantos, largas conversaciones en el patio de la parroquia. Y luego, sin más, se habían desvanecido, como tantos otros, llevándose consigo un pedazo del corazón del sacerdote. Un dolor que él había guardado en silencio, como se guardan las ausencias que no tienen explicación.

Los enfermeros, con la eficiencia fría del hospital, comenzaron a mover la camilla de Mario. El doctor Miguel Robles, con un gesto profesional, se preparaba para acompañarlos. La joven embarazada, con los ojos llenos de lágrimas contenidas, se aferró a la mano del Padre Salvador, su voz un murmullo desesperado.

—Sí, Padre, es él. Mario Merino. Su respiración se agitaba, como si cada palabra le costara un esfuerzo inmenso. Nos conocimos en la capital, hace… unos años. Nos fuimos a vivir juntos… Él es de Curarire. Siempre hablaba de su pueblo. Pero de pronto… empezó a desmayarse. A cada rato. Sin motivo.

La camilla se movía lentamente hacia la puerta del quirófano. La voz de la joven se aceleraba, como si quisiera contar toda la historia antes de que Mario desapareciera de su vista.

Decidió que quería volver a su tierra, cerca de Curarire. Decía que aquí, que con su gente, se sentiría mejor. Y aquí… aquí fue donde por fin supieron qué tenía. Una afección grave en el corazón. Pudimos conseguir el dinero para la operación. Él mismo… él mismo me pidió que le llamara. Que le llamara a usted, Padre, el doctor nos consiguió el número.

La joven levantó la mirada hacia el sacerdote, sus ojos suplicantes. ¿Usted es el Padre Salvador, verdad? —preguntó, la voz cargada de una mezcla de reverencia y urgencia. El Padre asintió con un leve movimiento de cabeza, el corazón encogiéndose al escuchar. Sí, hija. Soy yo.

Él no deja de hablar de usted, Padre. Nunca. Me cuenta los momentos más felices de su vida, los domingos en la parroquia, los consejos, las risas… Siempre le ha amado, Padre. Como ese papá que… que no tuvo en su vida. —Las lágrimas, que había contenido con tanto esfuerzo, finalmente rompieron la barrera. Cayeron por sus mejillas, silenciosas y amargas—. Y siente mucha vergüenza, Padre. Mucha pena de haberse ido así, sin más. Yo siempre le he preguntado por qué, pero nunca me ha contado. Él lo lleva guardado muy adentro.

Las últimas palabras de la joven se perdieron en el eco de los pasos de los enfermeros. La camilla de Mario Merino desapareció por el pasillo, rumbo al quirófano. El Padre Salvador se quedó allí, inmóvil, las palabras de la joven resonando en su alma. Mario Merino. El muchacho que había vuelto, buscando al Padre que, sin saberlo, había sido un padre para él. Y la vergüenza, esa herida oculta, ese silencio que había durado años. El Padre cerró los ojos. El dolor de las ausencias, de las ovejas perdidas, volvía a punzar, pero esta vez, con un rayo de esperanza.

El Padre Salvador, conmovido por la súplica y la franqueza de la joven, le dio un abrazo que buscaba ser un consuelo, una roca en medio de la tormenta. Las lágrimas de la muchacha cayeron sobre su sotana como pequeños kamikazes, cada gota un grito silencioso de angustia. Las dos señoras de la Pastoral de la Salud, Petra y su compañera, se acercaron, sus rostros marcados por una piedad que lo entendía todo, asintiendo con la cabeza, ofreciendo un apoyo silencioso que valía más que mil palabras.

Hija —dijo el Padre, su voz ronca por la emoción, mientras la joven se aferraba a él como a un ancla—, la fe es el único camino cuando la vida nos golpea así. Mario está en manos de Dios. Y de los médicos, que son también sus instrumentos. Confía.

La joven, con la voz apenas un hilito, le respondió: Gracias, Padre. Sus palabras… sus palabras son un bálsamo. Una de las señoras, con la ternura de una abuela, añadió: Aquí nos quedamos, hijita. No la vamos a dejar sola. El Señor no abandona.

El Padre Salvador asintió, su mirada se posó en la puerta del quirófano, donde Mario había desaparecido. Después de una larga conversación, un intercambio de susurros y ruegos, el Padre se despidió. Me voy a la parroquia, hija. A seguir rezando por Mario. —Tomó sus manos, un gesto de bendición y esperanza—. Que el Señor lo bendiga y lo guarde. Que la Virgen María, Madre de la Salud, interceda por él y por ti. Ánimo, muchacha. La esperanza es lo último que se pierde.

La joven asintió, incapaz de decir más. Las dos señoras, con sus mantos de consuelo, se dispusieron a acompañarla, a tejer una red de oración y presencia en esa sala de espera, mientras el Padre Salvador se alejaba con el peso de la fe y la incertidumbre en el alma.

 

El Despertar en Curarire

Mientras el Padre Salvador se dirigía al hospital, en casa de Pedro, el día ya había amanecido, Pedro ya colaba el café. Juan Josué, con la herida del hombro que ya no le dolia, pudo descansar y ya se había levantado. Había tenido la fortuna de que su bolso, aunque empapado, fuera rescatado del río junto a él. Y su teléfono, que con una previsión casi instintiva había guardado en una funda plástica en sus partes íntimas, había sobrevivido intacto a la inmersión. "Me había costado mucho como para perderlo", murmuró para sí mismo.

Desde su habitación, había hecho varias llamadas. Habló primero con su madre y su padre, quienes lo recibieron con un sollozo de alivio al otro lado de la línea. Luego, conversó con sus amigos Julio y Reinaldo, cuyas voces se quebraron al escucharlo con vida. Finalmente, llamó a Publisis, la empresa donde trabajaba, y habló con el señor Carlos.

—¡Juan Josué! —exclamó el señor Carlos, su voz teñida de asombro y preocupación—. ¡Nos enteramos por el diario El Vespertino del accidente en el puente! ¡Qué milagro que estés bien!

Después de asearse, Juan Josué salió por fin de la habitación, pálido, pero con una renovada luz en los ojos. Pedro lo esperaba en el pasillo, una taza humeante de café en la mano. Buenos días, muchacho. Te esperaba dijo Pedro, entregándole la taza con una sonrisa tierna.

Caminaron por el patio, donde el aire olía a tierra mojada y a las flores que desafiaban el luto del pueblo. La brisa suave les acariciaba el rostro. Al cabo de un rato, Mercedes apareció con una bandeja, en la que traía el desayuno. Después de abrazar a su padre con fuerza, se acercó a Juan Josué, con una mezcla de alivio y cariño en la mirada.

—¡Juanjo! ¡Qué alegría verte de pie! —exclamó, sus ojos brillando a pesar del cansancio.

—Mercedes… —murmuró Juan Josué, sintiendo un nudo en la garganta.

—Vengan, siéntense a desayunar. Ya son más de las ocho y cuarenta y cinco, y el café se enfría —dijo Mercedes, invitándolos a la mesa del fondo de la casa.

Mientras desayunaban, Juan Josué, con una voz más clara y decidida, comentó:

—Quedé con Joaquín para ir al cementerio. Quiero visitar la cripta del Algarrobo.

Fue entonces cuando Elías irrumpió, aún con el rostro hinchado de dormir y también por el llanto reciente, pero con una exclamación que rompió la solemnidad del momento. ¡Me muero de hambre! ¡Denme algo de comer!

Saludó a todos con un movimiento de cabeza, se sentó con ellos a la mesa, sus ojos posándose en Juan Josué. Yo también voy contigo al cementerio, Juanjo. Si no te molesta, claro.

El Calor de la Mañana y los Planes Compartidos

Joaquín llegó a la casa de Pedro pasadas las once de la mañana, su rostro aún cansado pero con la tranquilidad de quien ha cumplido su misión. El calor del sol ya se había impuesto, disipando la pertinaz llovizna que había cubierto Curarire durante días. El aire, denso y húmedo, traía consigo el aroma a tierra recién mojada y las promesas de un día claro.

Juan Josué lo esperaba en el porche, sentado en una de las mecedoras, con el rosario de azabache enredado entre los dedos. A su lado, Elías conversaba efusivamente, sus ojos aún un poco hinchados por el llanto, pero llenos de una chispa nueva.

—…y es que el vapor de la leche tiene que tener una textura como de terciopelo, ¿sabes? —explicaba Elías, gesticulando con las manos, absorto en los detalles de su curso de barista.

Juan Josué sonreía, escuchando con atención y ofreciendo consejos con su habitual pragmatismo. Claro, Elías. Pero si quieres que la gente recuerde ese café, no es solo el sabor. Es la experiencia, la marca. Piensa en el nombre, el diseño de la taza… la publicidad es clave para posicionar algo en la mente de la gente. Un buen eslogan para tu café, por ejemplo. Algo que los conecte con una emoción, con un recuerdo.

—¿Como “El café que despierta el alma”? —propuso Elías, los ojos brillando con entusiasmo. ¡Exacto! —asintió Juan Josué—. La profesora Lucía Castañuela siempre decía que los colores y los mensajes subliminales lo son todo en la publicidad. No se trata solo de vender un producto, sino de crear una necesidad, de contar una historia que se quede en la memoria.

Fue en ese momento cuando Joaquín subió los escalones del porche. Su llegada interrumpió la animada conversación, pero trajo consigo una sensación de completitud, como si una pieza fundamental regresara a su lugar.

—¡Buenos días! —saludó Joaquín, su voz un poco ronca, mientras se secaba el sudor de la frente. Miró a Juan Josué, una sonrisa de alivio y cariño iluminando su rostro—. Veo que ya estás listo para la aventura.

¡Joaquín! —saludó Juan Josué, extendiendo una mano.

Juanjo, me alegra verte. —El apretón de manos fue firme, cargado de un alivio mutuo.

Se conversó un rato sobre la mejoría de Juan Josué y la operación, con preguntas y respuestas rápidas. Luego, los tres se dispusieron a salir. El sol de la mañana ya caía con fuerza sobre las calles, calentando el aire después de la pertinaz llovizna. Elías, con una energía que contrastaba con la seriedad del momento, no dejaba de hablar del curso de barista.

—…y el vapor tiene que ser justo, ni muy caliente ni muy frío, para que el latte art quede perfecto —decía Elías, gesticulando animadamente.

—Lo importante es que sepa a café, hermanito —bromeó Juan Josué, sonriendo levemente.

Mientras caminaban por las calles de Curarire, bajo un cielo que comenzaba a tornarse de un azul intenso, Joaquín, aclarando la garganta, decidió compartir algo que había ocupado su madrugada.

—Durante el velorio de Diana… me puse a escribir. Necesitaba sacar todo lo que sentía, lo que pensaba. Era como si la historia me lo pidiera. Juan Josué y Elías lo miraron con curiosidad, asintiendo.

—Trabajé en algo que he llamado “El Manuscrito de la Cripta del Algarrobo”. Es una historia antigua del valle, una profecía… Habla de Curarire, de Nin, de las lluvias que purifican, del Guardián… —Joaquín relató a grandes rasgos la esencia de su escrito, la épica de la ciudad y el asedio, la tristeza y la esperanza entrelazadas en un relato ancestral—. Es la historia del Guardián, del florecimiento… y de cómo la verdad se revela en el momento justo, incluso después de siglos. Es una historia sobre la reconciliación, sobre cómo el odio puede transformarse y cómo la vida, al final, siempre se abre paso.

Elías escuchaba con fascinación, sus ojos dilatados. ¡Eso suena… épico! Como tus novelas Joaquín.

Más épico de lo que crees —respondió Joaquín, una sonrisa en los labios, una mezcla de orgullo y agotamiento.

Mientras hablaban, llegaron a las cercanías del cementerio redondo. A lo lejos, un carro fúnebre salía lentamente por el portón principal, su silueta negra recortada contra el cielo claro. Detrás de él, un pequeño grupo de personas vestidas de luto se dispersaba, sus cabezas gachas, sus pasos pesados, como si cada pisada dejara una huella de tristeza en la tierra. Era el último adiós de alguien, un recordatorio sombrío de la vida y la muerte que se entrelazaban en Curarire.

Al entrar, Juan Josué contempló la serena belleza del lugar. Los doce cipreses se erguían esbeltos, apuntando al cielo como los apóstoles fieles que nunca abandonan su vigilia2. En el centro, imponente y eterno, estaba el enorme algarrobo, "El Cristo", sus raíces ancestrales abrazando la tierra3. Al llegar a su base, una sensación de reverencia los invadió. Allí, discreta pero majestuosa, se alzaba la entrada de la cripta.

Un Día Entre Sombras y Luces

Los tres salieron del cementerio redondo bajo el sol de Curarire, que ahora quemaba con una fuerza inusual después de la llovizna matinal. Elías, con el rostro aún surcado por las lágrimas y los ojos enrojecidos, se apoyaba en el hombro de Joaquín, quien lo consolaba con palmaditas suaves en la espalda. Había llorado mucho, el dolor por Diana era una herida fresca que le desgarraba el alma. Juan Josué, con su rosario de azabache en el bolsillo, había improvisado unas oraciones frente a la cripta, sus palabras sencillas un bálsamo para la desolación.

Mientras caminaban de regreso, a lo lejos, las campanadas de la parroquia resonaban al son del Ángelus, un eco familiar que invitaba a la plegaria y al recuerdo. La iglesia aún estaba abierta, sus puertas de madera invitando al recogimiento.

¿Entramos un momento? —preguntó Juan Josué, su voz apenas un susurro.

Los otros asintieron. Entraron al templo, un oasis de silencio y penumbra después del sol cegador de la calle. Se arrodillaron en uno de los bancos, cada uno sumido en su propio rezo. Juan Josué se aferró a su rosario, sintiendo la familiaridad de las cuentas entre sus dedos, un hilo invisible que lo conectaba con el padre Celestino y con Diana.

Después de unos minutos, salieron de la iglesia y buscaron un café cercano. Elías, más tranquilo ahora, aunque el brillo de las lágrimas aún velaba sus ojos, comenzó a hablar con una chispa renovada.

Quiero… quiero montar un lugar así, cuando termine mi curso de barista. Con un ambiente tranquilo, donde la gente se sienta en paz. Quería sorprender a mi mamá…

Joaquín le puso una mano en el hombro, con una ternura que rara vez mostraba. Ella lo verá, Elías. Desde el cielo. Y estará más orgullosa que nunca. Estará ahí, contigo, en cada café que prepares, en cada sonrisa que le arranques a tus clientes.

Juan Josué, conmovido por la escena, no supo qué decir. Se sentía un intruso en ese dolor tan íntimo y compartido. Justo en ese momento, como si la Providencia los hubiese traído, llegaron Gabriel y Tomás. Se saludaron con abrazos y palmadas en la espalda, y se unieron a la mesa del café, donde las charlas y las risas comenzaron a fluir entre anécdotas y cuentos. Hablaron del trabajo, de la universidad, de viejos chistes de la infancia, intentando llenar el vacío con la calidez de la camaradería.

Después del café, bajaron a casa de Pedro, donde Mercedes les había preparado y guardado el almuerzo. La mesa estaba llena, y el aroma a comida casera confortaba el alma. Entre charlas y conversaciones sobre el accidente de Juan Josué y el sepelio de Diana, la tarde se deslizó.

Al caer la tarde, acompañaron a Pedro a la misa del novenario por Diana. El templo estaba lleno de gente, las velas parpadeaban en el altar y el incienso subía en volutas, llevando consigo las oraciones de la comunidad. La voz del Padre Salvador, serena y profunda, llenaba el espacio, ofreciendo consuelo y esperanza en cada palabra.

Al finalizar la misa, el Padre Salvador, con un gesto discreto, mandó llamar a Pedro a la sacristía. Allí, en la penumbra tenue, con el aroma a incienso aún flotando en el aire, el sacerdote se sentó frente a Pedro, su rostro solemne.

—Pedro —comenzó el Padre Salvador, su voz baja, cargada de una revelación que había guardado hasta ese momento—, hoy por la mañana… en el hospital. Tuve una visita. Fui a ungir a un joven que está a punto de ser operado del corazón. Y me encontré con… Mario Merino.

Pedro frunció el ceño, el nombre resonando en su memoria como un eco lejano.

—¿Mario? —murmuró, la sorpresa asomando en su rostro. Recordó al muchacho, uno de esos jóvenes que, como Gina y Manuel, habían pasado por la parroquia, llenando de vida y risas la casa cural, para luego desaparecer sin dejar rastro. Sí, Pedro, el mismo.

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