CÚMULOS I.
22:00Cúmulos es un tipo de nube densa y algodonosa que suele anunciar cambios de tiempo, especialmente lluvias intensas. En latín significa “montón” o “acumulación”.
Oficina – Lunes en la ciudad
—¿Tú sabes qué es
un cúmulus, Juanjo? —preguntó el señor Carlos mientras cerraba una ventana para
evitar el viento húmedo que se colaba por los marcos vencidos de la oficina.
Juan Josué levantó
la vista desde la pantalla del computador. Afuera, la lluvia golpeaba con
terquedad los cristales.
—¿Una nube?
—respondió sin mucha convicción.
—Exactamente. Pero
no cualquier nube —dijo Carlos, caminando lentamente hacia su escritorio—. Es
esa nube gruesa, como de algodón, que se va formando cuando el calor del suelo
hace que el aire suba y se condense. Se ve inocente, pero anuncia aguaceros.
Como hoy.
Juanjo se quedó en
silencio, contemplando la ciudad tras el vidrio empañado. Pensó en el tráfico,
en los charcos, en la humedad que lo perseguía desde la mañana.
—A veces pienso que
las personas son como los cúmulus —añadió Carlos—. Acumulan cosas, emociones,
palabras, silencios… hasta que un día llueven.
—¿Y si no llueven?
—preguntó Juanjo.
—Entonces revientan
—respondió el señor Carlos sin titubeos.
Juan Josué sonrió
con un dejo de ironía, pero la frase le quedó resonando por dentro. Miró su
escritorio, los papeles apilados, la agenda repleta de tareas… y su corazón
algo nublado.
Al final de la
jornada, cuando ya apenas quedaban voces en el edificio, Juanjo se despidió del
señor Carlos. Afuera aún chispeaba. Se ajustó bien la chaqueta nueva, regalo
navideño de la empresa primicia, y al salir comentó:
—Por lo menos,
estas chaquetas sí sirven contra el frío.
Carlos rió mientras
acomodaba su bufanda.
—Un cúmulus no se
espanta con palabras, pero una buena chaqueta… hace milagros.
Ambos se
despidieron con una sonrisa cómplice.
Café en casa de Maricarmen y Julio
La
tarde del martes encontró a Juan Josué en la sala modesta pero cálida de la
casa de Maricarmen y Julio. La lluvia persistente que azotaba la ciudad había
obligado a suspender las clases, y ese respiro inesperado lo llevó a buscar un
poco de conversación, y quizá algo más: consuelo.
Doña Juliana, madre de Maricarmen,
los recibió con café recién colado y un canasto de panecillos calientes. El aroma
se mezclaba con el de la madera húmeda y el incienso tenue que parecía flotar
siempre en esa casa.
Esta vez no sirvieron el café en las
clásicas tazas de porcelana blanca con garzas estampadas que Juanjo recordaba
de su infancia, de la casa de Doña Juliana. En su lugar, aparecieron unas tasas
más gruesas y azul, de cerámica con acabados chinos, adornadas con relieves
dorados y motivos orientales.
—Estas tazas me las regaló mi
esposo, en paz descanse —dijo Doña Juliana mientras repartía con cariño—. Fue
cuando celebramos el aniversario de bodas de Maricarmen y Julio. Dijo que eran
tazas para momentos especiales… así que me pareció justo traerlas desde hace
tiempo y sacarlas hoy.
—Entonces sí me siento honrado
—respondió Juanjo, tomando su tasa con ambas manos.
Conversaban sobre las lluvias y el
frío que se colaba por los marcos de las ventanas, cuando Julio, con su
habitual gesto jovial, dirigió la conversación a otro terreno.
—Juanjo… ¿y tú qué piensas de la
libertad?
Juan Josué tomó un sorbo de café
antes de responder. La pregunta lo sorprendió, pero no lo incomodó.
—La libertad… —dijo, pensativo— creo
que es poder elegir. Hacer lo que uno quiere.
Doña Juliana, que se mantenía en
silencio hasta entonces, levantó la mirada con una firmeza serena.
—No, hijo. Eso no es libertad… eso
es instinto. El animal actúa como le da la gana, sin pensar. Pero nosotros no
somos animales. La verdadera libertad es hacer el bien, aun pudiendo hacer el
mal. Es elegir lo correcto, no lo fácil.
Maricarmen, sentada junto a Julio,
intervino con dulzura:
—Y no todo lo natural es bueno.
Matar, por ejemplo, es algo natural… pero no es bueno. El egoísmo también. Por
eso Dios nos dio conciencia. Para que elijamos desde el amor, no desde el
impulso.
—Entonces… ¿ser libre es tener
dominio de uno mismo? —preguntó Juanjo, frunciendo el ceño.
—Exactamente —dijo Julio, dando un
sorbo largo a su tasa—. No es hacer lo que se quiere, sino lo que se debe…
aunque cueste.
—¡Mira quién habla de dominio!
—bromeó Maricarmen, pellizcándole el brazo—. El que no puede dominarse ni con
los panecillos.
—¡Amor mío! Este cuerpazo necesita
combustible —respondió Julio, acariciándose la barriga—. No es gordura… es
prosperidad bendecida.
Rieron los tres, y la risa pareció
abrir un claro en la nube gris que cubría los corazones. Pero, como suele
suceder en los hogares donde la fe y el dolor conviven, la risa fue seguida por
un silencio que no incomodaba, sino que invitaba a lo esencial.
—¿Sabes, Juanjo? —dijo Maricarmen
con un hilo de voz—. A veces pienso que nuestra pequeña María Esperanza nos
enseñó más en su breve tiempo con nosotros que muchos adultos en años.
Juanjo bajó la mirada, con respeto.
—No pasa un día sin que la
recordemos —añadió Julio, con voz temblorosa—
Doña Juliana los observaba en
silencio, sus ojos humedecidos sin desbordarse. Después, se levantó suavemente
y comenzó a recoger las tazas vacías.
—Voy con usted, Doña Juliana —dijo
Juanjo, tomando las suyas.
Ya en la cocina, bajo la tenue luz
del farol empotrado, ella se acercó a él y con voz baja le preguntó:
—Hijo, el domingo no te vi comulgar…
¿te pasa algo?
Juan Josué tragó saliva. El calor
del café ya no estaba en sus manos.
—He estado… distraído. Como lejos.
Ella lo tomó del brazo, con ternura
firme, como hacen las madres de muchos.
—No dejes que se enfríe tu alma,
Juanjo. No dejes que te gane el olvido. Confesarse es volver al abrazo de Dios.
¿Recuerdas los cinco pasos para una buena confesión?
Él asintió lentamente.
—Examen de conciencia… dolor de los
pecados… propósito de enmienda… decir los pecados al confesor… y cumplir la
penitencia.
—Así es. Y no es una fórmula, es un
camino. Te hace bien… limpia la vista del alma.
—Gracias, Doña Juliana. Lo haré… lo
necesito.
—Entonces ven este jueves a la Hora
Santa. Estaré allí. Quizá el Señor también te está esperando.
Juanjo asintió. Mientras regresaban
a la sala, sintió que no había ido solo por una taza de café… sino por una luz
que, entre bromas, dolor y palabras sabias, se le había vuelto a encender en el
alma.
Desayuno con su madre
Era
miércoles. La mañana se deslizaba lenta bajo un cielo de plomo. Las gotas
repiqueteaban en los techos y el olor a café recién colado se mezclaba con el
de las arepas que chisporroteaban en el budare.
Juan Josué estaba en la cocina, aún
con el cabello húmedo tras la ducha. Se sentó a la mesa, frotándose las manos
para espantar el frío. Su madre, María Sacramento, trajinaba entre sartenes y
vajillas con esa mezcla de cansancio y ternura que solo las madres conocen.
—Mira hijo —dijo mientras servía el
desayuno—. Anoche estuve soñando con Curarire… mi pueblo. No sé si fue la
lluvia o este dolor en las piernas que no me deja, pero me desperté con el
corazón lleno de nostalgia.
Juanjo alzó la mirada, curioso.
—¿Soñaste con la tía Diana?
—Sí… —dijo ella sentándose
lentamente—. Con tu tía y con mi hermana Rita, que en paz descanse. Estábamos
las tres jóvenes otra vez, riéndonos en el patio de la vieja casa, con el
gallinero detrás y el Cristo de madera colgado en la pared.
Guardó silencio unos segundos, como
si buscara la imagen exacta en su memoria.
—Hace tiempo quiero ir a verla, a tu
tía Diana… pero ya sabes cómo están mis rodillas. Estos huesos no son los de
antes. Y con estas lluvias, ni pensarlo. Pero ¿sabes qué sí recuerdo con
claridad?
—¿Qué cosa, mamá?
—La boda de tu tía. Fue preciosa. La
celebró el padre Celestino… ¡qué hombre tan bueno! La misa fue en la iglesia
vieja, con flores del campo y un coro de niñas cantando “Te amaré Señor”.
Pedro, tu tío, estaba hecho un flan de nervios. Y Diana… ¡ay, Dios mío, cómo
brillaba! Tenía una mantilla blanca que parecía flotar con el viento. Fue uno
de los días más lindos de mi vida.
Juanjo sonrió. Le gustaba cuando su
madre hablaba así, como quien vuelve a vivir lo vivido.
—¿Y el padre Celestino era como
dicen? —preguntó.
—Mejor. Era todo bondad. Tenía una
voz pausada, pero que llegaba al alma. Fue él quien te regaló ese rosario de
azabache cuando hiciste tu Primera Comunión. ¿Te acuerdas?
Juan Josué frunció el ceño, como
haciendo memoria. Luego, sus ojos se iluminaron.
—¡Claro! Aún lo tengo… está en la mesita
de la Virgen, junto al cirio pequeño. A veces lo miro, pero hace mucho no lo
uso.
—Deberías. Ese rosario fue bendecido
por él… y el padre Celestino no bendecía a la ligera. Decía que el rosario era
como una cuerda de salvamento. Que cuando uno se siente ahogado, lo agarra… y
lo que parece repetición, se vuelve esperanza.
La madre se quedó mirando por la
ventana unos segundos, mientras la lluvia caía como si limpiara los recuerdos.
—Curarire tiene un cementerio
redondo —añadió con voz baja—. Con doce cipreses alrededor. En el centro está
el árbol, un algarrobo viejo al que llaman “El Cristo”. No sé por qué ese lugar
se me quedó grabado. Tal vez porque allí está enterrada parte de mi historia.
—Yo nunca he ido… —dijo Juanjo—.
Solo he escuchado de ustedes las historias… la profecía de Curarire y Nin… las
lluvias… ese valle que se dice que aún espera algo por florecer.
—Quizás porque está esperando que
volvamos… —murmuró ella—. O que no lo olvidemos.
En ese momento, la voz de la madre
se ensombreció.
—Tu padre no se ha levantado hoy.
Pasó muy mala noche. Estuvo tosiendo mucho. Ya sabes… estos días de lluvia
traen dolencias.
Juanjo se levantó con rapidez, fue
hasta el cuarto, y volvió al poco rato.
—Está dormido, mamá. Respirando
pesado… pero dormido.
—Gracias, hijo. A veces se hace el
fuerte para no preocuparme… pero yo lo conozco. Hay algo que no está diciendo.
Juanjo se sentó de nuevo. Miró su
plato, el café, la lluvia tras los cristales… y al corazón se le vino una
súbita certeza: la vida era un cúmulus de recuerdos, esperanzas y dolores. Una nube
cargada que sólo se aligera cuando se vuelve oración.
—Mamá… esta tarde buscaré ese
rosario. Quiero rezarlo contigo.
María Sacramento le tomó la mano y
lo miró con ternura, esa que solo tienen las madres cuando sienten que sus
hijos regresan a casa… al corazón.
—Gracias, hijo. El cielo oye
diferente cuando se reza con amor.
Visita al Padre Ignacio
Era
jueves por la tarde. La ciudad, aún húmeda por las lluvias de la semana, tenía
un aire limpio y silencioso. Juan Josué, con sus cuadernos bajo el brazo y la
chaqueta aún puesta, empujó la puerta lateral de la parroquia San José de la
Fe. Aún quedaban algunos rayos de sol filtrándose entre las nubes que
jugueteaban en lo alto del campanario.
Al entrar, lo recibió Clara, la
secretaria parroquial, una señora de voz dulce y mirada firme, de esas que
parece que hubieran estado siempre en el mismo escritorio desde la fundación
del templo.
—¡Vaya, vaya! —exclamó Clara al
verlo entrar—. Si no es Juan Josué… qué grande estás, hijo. Aún recuerdo cuando
hiciste tu Primera Comunión aquí mismo. ¡Parecías un palito de escoba con
camisa blanca!
Juanjo sonrió, avergonzado y con
afecto.
—¡Hola, doña Clara! Dios le bendiga.
Ha pasado algo de tiempo, sí…
—¡Y que no se note en tus visitas!
Anda, que el padre Ignacio está en el despacho. Te hago pasar.
Le abrió la puerta de madera que
daba al pasillo. Los pasos de Juanjo resonaban suaves contra el mosaico del
suelo. Al llegar al despacho, tocó dos veces. La voz del sacerdote se oyó desde
adentro:
—Adelante…
Juanjo entró y lo vio. El padre
Ignacio estaba de pie, acomodando unos libros en un estante. Se giró y al
reconocerlo, su rostro se iluminó con una sonrisa que parecía envolver toda la
estancia.
—¡Juan Josué! ¡Qué alegría verte!
Siéntate, hijo. ¿Qué te trae por aquí?
—Padre… —dijo Juanjo, sentándose con
cierta timidez—. No tuve clases hoy… y sentí el deseo de pasar.
—Eso no es cualquier deseo
—respondió el sacerdote mientras tomaba asiento frente a él—. Es el corazón que
busca algo más profundo. Dime, ¿cómo estás?
Juanjo dudó unos segundos, como
quien no sabe si ser superficial o honesto.
—Padre… ¿usted sabe qué hace feliz
al hombre?
El sacerdote lo miró en silencio
unos segundos, como quien saborea la pregunta.
—Buena pregunta, Juan Josué. Algunos
dirán que es tener cosas, otros que es sentirse pleno, cómodo, satisfecho… pero
yo creo que el hombre es verdaderamente feliz cuando ama y se sabe amado.
Cuando su vida tiene sentido. Cuando sufre, pero sabe por qué; cuando goza,
pero no se pierde en el gozo.
—¿Y si no se siente amado? —preguntó
Juanjo con voz baja.
—Entonces hay que recordar —dijo el
sacerdote, con tono suave—. Recordar que hay un Amor que no depende de cómo
estamos, ni de cómo nos portamos. Cristo te ha amado desde antes que tú
supieras pronunciar su Nombre.
Hubo una pausa. Juanjo bajó la
mirada.
—A veces me siento… vacío, padre.
Como si todo lo que hago no bastara. Trabajo, estudio, salgo con mis amigos,
pero cuando estoy solo, siento que me falta algo.
—¿Y oras?
—No como antes. A veces digo que no
tengo tiempo… pero sé que es excusa. Y cuando me acuerdo, ya estoy dormido.
El padre Ignacio sonrió con ternura.
—Juan Josué, no me sorprende lo que
dices. Muchos caminan sin saber que su alma está sedienta. Como quien lleva sed
todo el día, pero cree que es hambre o cansancio. ¿Y tú sabes qué te diría
Jesús?
Juanjo negó con la cabeza.
—"Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados…" —citó el padre—. ¿Por qué no te quedas hoy a
la Hora Santa?
—¿Puedo? —preguntó el joven, casi
con un brillo infantil en los ojos.
—Claro que sí. Y si quieres, también
puedo confesarte. A veces uno carga tanto que ya no distingue lo que duele.
Juanjo asintió. Algo dentro de él se
ablandaba. Era como si la lluvia interna que lo acompañaba estos días quisiera
por fin cesar.
Cuando entraron al templo, todo
estaba en silencio. Algunas velas ya estaban encendidas frente al Santísimo. El
padre Ignacio fue hasta el confesionario. Juanjo se acercó, pero se quedó de
pie, nervioso.
—Cuando estés listo —le dijo el
sacerdote desde adentro.
Juanjo se arrodilló. Le temblaban un
poco las manos. Cerró los ojos, respiró profundo… y al abrir la boca, olvidó lo
más simple:
—Eh… Padre… buenas tardes…
El sacerdote sonrió suavemente.
—¿No te olvidas de algo, hijo?
Juanjo bajó la cabeza, con una risa
avergonzada.
—Ah sí… "Ave María
Purísima"…
—"Sin pecado concebida"
—respondió el sacerdote—. Tranquilo. Así también comienzan los que vuelven.
—Padre… han pasado meses, años,
demasiado tiempo. No sé ni por dónde empezar.
—Empieza por lo que más te pesa.
Juanjo se quedó en silencio. Luego,
casi en susurro, comenzó:
—Padre… he pecado por falta de amor.
Al Señor. A Jesús. Me ha dado tanto… y yo lo olvido tan pronto. Me distraigo
con mil cosas. A veces me acuesto sin rezar… a veces me acuerdo de Él solo
cuando tengo miedo… o cuando quiero algo.
La voz se le quebró.
—Siento que tengo todo… pero no lo
valoro. Y cuando me falta algo, me enojo con Dios. Me he alejado, no por odio…
sino por comodidad. Por frialdad. Y eso duele.
El padre Ignacio escuchaba en
silencio, como solo los verdaderos pastores saben hacerlo.
—¿Hay más? —preguntó con suavidad.
—Sí… he sido impaciente con mis
padres. Irónico. Y con mis amigos… a veces superficial. He permitido que el
tiempo se me vaya sin Dios, y sé que eso es perder vida.
Juanjo terminó. Un silencio profundo
lo envolvió. El sacerdote, con una voz suave y firme, le dijo:
—Juan Josué… Dios no te ama porque
te portas bien. Te ama porque es Padre. Pero su amor es tan real, que duele
cuando lo olvidamos. Hoy, al confesar todo esto, te has dejado abrazar de
nuevo. ¿Estás arrepentido?
—Sí, padre. De todo corazón.
—¿Y tienes propósito de cambiar?
—Sí. Quiero volver. No perfecto…
pero verdadero.
El padre le dio la absolución con
voz clara y lenta. Luego añadió:
—Tu penitencia será rezar el acto de
contrición y quedarte aquí en la Hora Santa. Dile a Jesús lo que te brote del
alma. Cántale, si quieres. Llora, si puedes. Y escucha. Él te hablará.
Juanjo se sentó en uno de los
primeros bancos. La Hora Santa acababa de comenzar. El incienso subía, como sus
pensamientos. Cerró los ojos. En su mente, comenzaron a surgir oraciones que
creía olvidadas: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad… Jesús mío,
misericordia… Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento…"
En su corazón, una paz honda, casi
nueva. Como si dentro de él también se hubiese despejado la tormenta.
Al final de la Hora Santa, saludó a
Maricarmen y a Doña Juliana. Sonrieron sin palabras. Ayudaron al padre Ignacio
a cerrar la iglesia. Al salir, Juan Josué se sintió más ligero. No vacío, sino
lleno de una luz que no sabía nombrar, pero que reconocía como suya.
Viernes – En clase con Reinaldo
El
viernes amaneció con una luz más clara. Las lluvias habían menguado y, aunque
el suelo aún estaba húmedo, el cielo comenzaba a mostrar parches azules entre
las nubes. Juan Josué llegó temprano a la universidad. En el pasillo del bloque
B, encontró a Reinaldo, su amigo de siempre, apoyado en la baranda con un
cuaderno en la mano.
—¡Ey! —saludó Reinaldo al verlo—. ¿Y
tú? ¿Dónde estabas ayer que no te vi por aquí?
Juanjo sonrió mientras dejaba su
mochila sobre el pupitre.
—Fui a la Hora Santa.
Reinaldo frunció el ceño, como si no
hubiera escuchado bien.
—¿La qué?
—La Hora Santa. En la parroquia San
José de la Fe.
—¿Tú, en una Hora Santa? ¿Y eso te
gustó?
Juanjo lo miró con calma. No tenía
ganas de bromear.
—No me gustó… me hizo bien.
Hubo una pausa. Reinaldo, aún con
cara de asombro, se sentó junto a él.
—No sabía que ibas a esas cosas.
Pensé que eso era más de tu mamá…
—Sí, lo era. Pero ayer… no sé. Fui a
ver al padre Ignacio, hablamos, y me invitó. Me quedé. Me confesé incluso.
—¿Confesado tú? —dijo Reinaldo,
ahora sonriendo con ironía amable—. ¿Y no se desmayó el padre?
—No, pero casi me desmayo yo
—respondió Juanjo con una risa breve—. Fue raro al principio, pero después… me
sentí distinto. Más liviano.
Reinaldo lo miró, esta vez con
respeto.
—Eso suena… bien.
—También saludé a la señora Clara,
¿te acuerdas de ella?
—¿La secretaria? Claro. Esa señora
nos regañaba cuando corríamos por los pasillos en catequesis.
—Me reconoció enseguida. Me dijo:
“¡Ay, Juanjo! Qué alto estás… pero sigues teniendo cara de Primera Comunión”.
Ambos rieron.
—¿Te acuerdas de nuestra Primera
Comunión? —preguntó Juanjo, volviendo la mirada hacia la ventana.
—Sí. El padre Ignacio nos hizo
ensayar como veinte veces cómo recibir la Hostia. Y tú te olvidaste de hacer la
genuflexión.
—Y tú lloraste al final —dijo
Juanjo.
—¡No es cierto! —protestó Reinaldo,
riendo—. Fue por el incienso…
—Claro… “el incienso”. —Juanjo lo
miró con picardía—. Y ese día juraste que nunca ibas a dejar de ir a misa.
Reinaldo bajó la mirada, nostálgico.
—Las promesas de los niños…
—murmuró.
En ese momento, la profesora entró
al aula. Los estudiantes fueron tomando asiento. Era la clase de Comunicación
Estratégica y la profesora, siempre enérgica, comenzó con su voz decidida:
—Buenos días. Hoy iniciaremos la
preparación para la exposición final. Cada grupo deberá crear un producto
original, con un nombre, un mensaje y una campaña visual. No se trata solo de
vender, sino de comunicar valor, de contar una historia.
Juan Josué anotaba mientras la idea
comenzaba a germinarle en la cabeza. ¿Y si el producto no fuera un objeto… sino una
experiencia? ¿Un mensaje que toque el alma como esa Hora Santa lo había tocado
a él?
La profesora continuó con las
instrucciones. Mientras tanto, Juanjo sintió que, en medio del bullicio
académico, algo distinto había comenzado a brotar dentro de él. No solo ideas…
sino convicciones.
Cuando la clase terminó, Reinaldo se
estiró en su silla y volvió a mirar a Juanjo, esta vez con una mezcla de
complicidad y curiosidad.
—Oye… si un día vuelves a ir a esa
Hora Santa… avísame. Quizá yo también… quiera sentirme bien.
Juanjo lo miró y asintió. Su
respuesta no fue una palabra, sino una sonrisa silenciosa que decía sí,
cuando quieras.
Pero apenas recogían sus cosas, se
les acercaron dos compañeros del grupo: Luis y Camila, con el entusiasmo propio
del viernes.
—¡Ey, Reinaldo! ¡Juanjo! Hoy es
viernes cervecero en casa de Ale. ¿Se animan?
—Claro que sí —respondió Reinaldo
sin pensarlo—. Después de esta semana, merecemos una.
Camila miró a Juanjo con una sonrisa
amigable.
—¿Y tú? ¿Te animas?
Juanjo dudó unos segundos. La
invitación no le incomodaba, pero ya no sonaba igual. Agradeció el gesto con
amabilidad.
—No sé todavía. Les aviso más tarde.
—¡Vamos, hombre! —insistió Luis—. Un
rato, por lo menos.
—Puede ser… —dijo Juanjo, con una
sonrisa prudente.
Mientras salían del aula, Juan Josué
guardaba en el fondo del corazón la diferencia entre “sentirse bien” y “estar
en paz”. A veces —pensó— no hay que decir no, sino simplemente caminar hacia
donde el alma se enciende.
El viernes recién comenzaba. Y él…
también.
Sábado – En casa
El
sol ya se filtraba a través de las cortinas cuando Juan Josué abrió los ojos.
Eran apenas las siete de la mañana, pero la resaca no lo dejó dormir más. La
noche anterior, había aceptado la invitación al viernes cervecero. Volvió a
casa con Reinaldo a eso de las tres, riéndose todavía de las tonterías dichas
en medio del bullicio y la música alta.
Pero ahora, el cuerpo le reclamaba
la trasnochada y el alma, un cierto vacío difícil de nombrar.
Aun así, no quiso quedarse acostado.
Se levantó, se duchó con agua casi helada, y bajó a la cocina. El aroma del
patio mojado le dio algo de alivio, como si la tierra misma supiera calmar los
excesos de los hombres. Barrió el patio con esmero, regó las plantas una a una
—la albahaca, el malojillo, los jazmines que crecían en los bordes del muro—, y
luego preparó el desayuno.
Su especialidad: panquecas caseras
con mantequilla derretida y queso rallado, acompañadas de un café con leche
cargado, casi más café que leche. El estómago le pedía algo sólido, y el alma…
también.
Cuando su madre bajó, aún con la
bata puesta y los ojos algo hinchados del sueño, se encontró con la cocina
limpia, el desayuno servido, y el patio reluciente.
—¡Juan Josué! —exclamó,
sorprendida—. ¿Qué te pasó? ¿Estás enfermo o te cambió el corazón?
—Resaca, mamá —dijo con una sonrisa
tímida—. A veces los cuerpos se arrepienten antes que el alma.
Ella lo miró con una ceja levantada,
divertida y preocupada a la vez.
—Así te quiero ver todos los
sábados… pero sin trasnocho. Hijo, uno se va poniendo viejo rápido cuando juega
con el reloj del cuerpo.
—Lo sé, mamá… esta vez me lo
aprendí.
Se sentaron en la mesa con el padre
de Juanjo, que ya había bajado, aún algo apagado por el resfriado de días
atrás. Conversaban con calma, hablando de las plantas, de lo bueno que estaba
el café, de si el calor volvería con más fuerza la semana siguiente, cuando
sonó el teléfono fijo.
El timbre rompió el ritmo apacible
del mediodía.
—Yo atiendo —dijo su madre,
levantándose con esfuerzo.
Juanjo la observó desde la mesa,
notando cómo su caminar se había vuelto más lento en los últimos meses. Escuchó
el “aló” habitual y luego… el silencio.
Un largo, denso silencio.
—¿Mamá? —preguntó, ya
incorporándose.
Ella colgó con la mano temblorosa.
Se volvió lentamente hacia ellos. Su rostro había perdido el color. Sus ojos
brillaban, vacíos. Cuando habló, su voz era apenas un susurro:
—Era tu prima… Diana ha muerto. Mi
hermana…
Las palabras se quebraron en el aire
como una copa que cae al suelo.
La taza de Juan Josué quedó
suspendida en el aire, y luego volvió a posarse, lentamente, sobre el plato. El
cúmulus estalló. Ya no en el cielo… sino en el alma.
Su madre se dejó caer en la silla.
Lloraba sin estruendo, con ese llanto hondo, contenido, que brota de lo más
antiguo del corazón. Su padre cerró los ojos, tomó la mano de su esposa, y la
apretó en silencio. No había palabras. Solo el peso de lo irremediable.
—Quiero ir —murmuró ella, entre
lágrimas—. Quiero ir a verla. A despedirme.
—Mamá… —susurró Juanjo, con la voz
trabada.
—Pero no puedo… no puedo —repitió,
clavando las uñas en el borde del mantel—. Esta pierna… este cuerpo ya no me
responde. Y ella… ¡ella era mi hermana! Diana era la pequeña, la más alegre…
¿cómo es que se va así?
Juanjo rodeó la mesa y la abrazó. No
dijo nada. Solo la sostuvo, como si abrazándola pudiera detener el dolor que ya
se desbordaba.
—Quiero que vayas tú, Juanjo —dijo
ella, con la voz quebrada—. Quiero que lleves una flor por mí… que le reces el
rosario que te regaló el padre Celestino. Que no se diga que esta familia no
honra a los suyos.
Él asintió, tragando las lágrimas
que se le subían a los ojos. El rosario de azabache… sí, aún estaba en la mesita
de la Virgen. Y sí, lo llevaría.
—Lo haré, mamá. Te lo prometo.
En ese instante, comprendió que
había momentos en que la vida no pedía respuestas… sino presencia. Y que la
muerte, como la lluvia, no llega para destruir, sino para ablandar la tierra de
los afectos.
Curarire, que hasta ahora era un
nombre lejano, se volvió destino.
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