Reflexión desde el surco: cuando el alma también siembra.

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Hay días en que la niebla se posa sobre el alma. No es densa, pero sí constante. Se cuela entre la rutina de la parroquia, entre los saludos apurados, las bancas vacías, las homilías que uno no sabesi llegaron al corazón de alguien… y ese silencio largo que a veces deja el dar y no escuchar nada más. No lo digo con amargura, sino con sinceridad. Porque esta vida sacerdotal, tan hermosa y misteriosa, también conoce el cansancio y la fatiga del sembrador: ese que esparce la semilla con fe, aunque no siempre vea brotes, ese que a sudores abre surcos y arranca maleza.

Y es en esos días nublados donde me descubro esperando. Esperando del cielo la recompensa, sí. Pero también esperando, como humano que soy, una palabra de consuelo, un gesto que fortalezca la esperanza. Porque todos, incluso los que hablamos de la fe, necesitamos ser sostenidos por ella.

Hoy, celebrando a San Isidro Labrador, escuché en la mañana y por la tarde, la emoción sencilla de algunos de mis feligreses al hablar de él. Un hombre que no abandonó la oración. Un esposo, un padre, un trabajador de la tierra, que no dejó fuera a Dios de su jornada. Que supo integrar su vida terrena con la mirada del cielo.

Me conmueve su ejemplo. Porque San Isidro no escapó del mundo para ser santo. Lo abrazó. Rezó con los pies sobre la tierra. Y en medio del trabajo diario, tejió una vida de fe silenciosa y perseverante. Fue criticado, sí, pero hasta los ángeles defendieron su nombre. Oró y salvó a su hijo. Oró y encontró a María de la Cabeza, su esposa santa. Oró y fue sembrador de trigo y de Reino.

Yo, como él, me siento hoy llamado a seguir siendo labrador. A trabajar la tierra de las almas con humildad. A confiar en que, aunque mis ojos no vean el fruto, el Señor sí lo ve. Y que la oraciónaunque a veces parezca estéril, es la raíz secreta de todo lo fecundo.

Gracias, San Isidro, por recordarme que la santidad es posible en lo cotidiano. Que el surco, el silencio y la semilla no son pérdida, sino promesa. Que no estamos solos en este campo inmenso: Dios mismo nos acompaña, y los frutos, invisibles hoy, se están gestando en su tiempo. 

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