DIÁLOGOS III

22:00


La lluvia continuó durante horas, como si el cielo se desahogara tras años de contención. Dentro de la casa, las voces se habían apagado. Solo quedaba el sonido del agua golpeando el techo y el silencio compartido de quienes entendían que algo profundo había comenzado a cambiar.

Pedro se levantó con calma y miró uno a uno a sus hijos.

—Hoy… no hemos vencido nada afuera. Pero sí algo dentro. Y eso, hijos míos, es el primer paso de toda profecía.

La última vela ardía serena. Gabriel la protegía con una mano. Andrés, sin decir palabra, se acercó a su padre y lo abrazó largo rato. El eco de Curarire no era solo una leyenda, era una esperanza. Y esa noche, en medio del aguacero, había vuelto a latir.

Al día siguiente...

El cielo amaneció limpio, con un azul profundo y el aroma a tierra mojada llenando las calles. Pedro caminaba junto a Andrés y Gabriel por el camino empedrado que llevaba al centro del pueblo. Llevaban una bolsa de mercado, una lista arrugada y un corazón ligero, como si la tormenta hubiera lavado más que techos.

—Siempre que llueve así, el aire huele a estreno —dijo Gabriel.

—A mí me inspira —añadió Andrés—. Quiero hacer unos bocetos de estas casas viejas… hay algo poético en lo que resiste.

Pedro sonrió.

—Eso es la resiliencia, Andrés. No solo resistir por inercia, sino florecer después de la tormenta. Como ustedes.

—¿Nosotros?

—Sí. Tú, Gabriel… llegaste cuando ya sentía que no tenía más fuerza para ser padre. Fuiste luz en mi vejez. Me hiciste volver a soñar cuando pensaba que solo quedaba cuidar lo sembrado.

Gabriel bajó la mirada, visiblemente tocado.

—Y tú, Andrés… fuiste el primero que me enseñó a cuidar un corazón que no era el mío. Con tus preguntas, tus errores, tus aciertos… me hiciste padre.

—Siempre sentí que no estaba a la altura… pero tú nunca me hiciste sentir menos —susurró Andrés.

—Porque no hay medida para el amor. Y aunque uno prefiera los libros y el otro el trabajo, ambos llevan algo de mi alma.

—Nunca me gustó estudiar. Me aburre estar quieto —bromeó Gabriel.

—No todo estudio se hace entre libros, hijo. El corazón también aprende observando, trabajando, escuchando. Pero no huyas del conocimiento. Que tus manos sepan… pero también tu mente.

Llegaron a la plaza. Compraron pan, café, algunos víveres. El sol comenzaba a calentar con fuerza.

—Lo más grande que les puedo dejar no es esta bolsa llena. Es el sentido de pertenencia. Saber que tienen raíces, historia… un valle que los espera para seguir floreciendo.

Entonces, a lo lejos, vieron correr a Tomás, agitado, con el rostro tenso.

—¡Papá… la mamá…!

—¿Qué pasó, hijo?

—Se nos fue… Mamá… se durmió esta madrugada y no despertó. El doctor cree que fue el corazón. No sufrió.

Gabriel soltó la cesta. Andrés dio un paso atrás, como si la noticia fuera demasiado grande para caber en ese instante.

Pedro cerró los ojos. El ruido de la plaza se apagó para él. Solo quedó el sonido del viento y un eco que volvía del alma: Curarire… también sabe llorar.

—Entonces, volvamos a casa… que hoy el valle necesita nuestras lágrimas… y nuestra fe.

Andrés lo tomó del brazo. Gabriel recogió la cesta caída. Juntos comenzaron el camino de regreso. El cielo, azul apenas momentos antes, volvía a nublarse. Pero esta vez no era una amenaza. Era el luto de la tierra acompañando a un hombre que, aun en el dolor, sabía que el amor que se da… no muere.

Y Curarire, silenciosa, prometía florecer… incluso después de la pérdida.

Reflexión: En este capítulo, el dolor de la pérdida se entrelaza con el fruto de una vida entregada. Pedro, figura de tantos padres de nuestro pueblo, nos recuerda que la resiliencia no es una estrategia psicológica, sino una gracia espiritual: la capacidad de permanecer con esperanza incluso cuando todo parece quebrarse.

Así como la tierra necesita la lluvia para fecundar, también el alma necesita pasar por ciertas tormentas para volver a amar con más profundidad. La fe no evita las lágrimas, pero las transforma en ríos que riegan nuevas semillas.

Querido lector: si estás pasando por una tormenta, no desesperes. El eco de Curarire —ese que nace del corazón cuando todo parece en silencio— sigue hablando. Y si escuchas bien, descubrirás que en lo más oscuro… Dios susurra su promesa.

Con afecto en Cristo,

P. Silverio Osorio

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