Café, Sacerdocio y el Peso de la Cizaña.
17:56Dos sacerdotes amigos, Carlos y Santiago, toman un café en la casa parroquial después de una larga jornada.
Carlos: (Sopla el vapor de su taza y mira a
la nada por un momento)
Santiago, qué barbaridad... A veces me
asombra la crudeza del mundo y de la gente. Uno sabe que la maldad existe, es
el mysterium iniquitatis. Pero lo que me sigue impactando no es solo que
exista, sino que la gente se alinea con ella, la cultiva y actúa como tal.
Santiago: (Asiente, con gesto de
comprensión) Te sigo, Carlos. Es cuando le ves la cara en
lo cotidiano que golpea más fuerte. Siempre me lo advertías, incluso antes de
que yo entrara al seminario: una cosa es el pecado en abstracto y otra es verlo
operar.
Carlos: Exacto. Es que conozco a
alguien... (baja la voz un poco) alguien malo. Tan malo, que es capaz de
tomarse el tiempo de llamar por teléfono, solo para hablar mal de una persona.
Para envenenar. Y no hablo de oídas, Santiago... me ha
pasado. Sé que han llamado para usar a personas y que caigan en su juego. Es
una cosa deliberada.
Santiago: (Deja su taza en la
mesa) Recuerdo en una parroquia, una persona que, para ganar control en el
consejo pastoral, empezó a difundir un rumor sobre la familia de otra servidora.
Lo peor es que lo hacía con un manto de "preocupación piadosa". Es la
calumnia vestida de oración. He visto gente mentir
descaradamente, solo para salirse con la suya, sabiendo el daño que hacían.
Carlos: (Suspira) Y con el
tiempo, hermano, lo que he aprendido es que eso no es un error o un desliz. Es
una elección. Empiezas a ver que hay gente que simplemente
disfruta con la sombra, que se alimenta del desprestigio ajeno. No les basta
con sus logros; necesitan destruir los del otro. Es una miseria espiritual
profunda. Ya no me escandaliza el pecado, me duele la opción por la maldad.
Santiago: Es un misterio sombrío,
ciertamente. Pero, ¿sabes qué me consuela en esos momentos? Lo que tantas veces
rezamos en la Liturgia de las Horas en el Seminario.
Carlos: (Lo mira, expectante) La
gracia, supongo.
Santiago: La gracia... y los
Salmos. (Sonríe levemente). Hay un salmo que siempre me viene a la mente cuando
veo esas injusticias, esas bocas que no paran de difamar. El salmista lo dice
claro: "A la maldad se le tapa la boca".
Carlos: (Repite en voz baja)
"A la maldad se le tapa la boca"... Qué imagen tan poderosa.
Santiago: Lo es. Puede que ahora
hagan ruido, que parezca que ganan, que sus mentiras viajen rápido. Pero la
justicia de Dios, aunque a veces nos parezca lenta, es segura. Se les acaba el
discurso. Y entonces, Carlos... (levanta un dedo), como
también dice el Salmo, llegará el momento en que nosotros "alzaremos estandartes" en el nombre de
nuestro Dios.
Carlos: (Asiente, una leve sonrisa se
dibuja en su rostro) Alzaremos estandartes... Sí. Tienes razón, hijo. (Se
detiene, sonríe con afecto) ... Al final, no nos toca revolcarnos en su barro,
sino mantener el estandarte de la Verdad.
Santiago: Ahora, ¿otro café?
(En ese momento, suena el
timbre de la casa parroquial.)
Carlos: (Se levanta con una
ligera exclamación) ¡Ahí está! Permíteme, Santiago. Justo lo
esperaba. (Se dirige a la puerta).
(Carlos sale brevemente y
se escucha su voz con júbilo.)
Carlos (fuera de cámara): ¡Antonio! ¡Qué alegría verte, amigo! Pasa, pasa. Sabes
que esta es tu casa.
(El Padre Antonio, un
hombre de sonrisa fácil y mirada serena, entra en la sala. Viste un clergyman
sencillo, mostrando la fatiga del viaje pero con una energía notable.)
Antonio: ¡Carlos! El gusto es completamente mío. Y no me
arrepiento del viaje, aunque mi parroquia quede algo lejos, siempre es un
placer y una necesidad compartir un rato entre hermanos.
(Antonio ve a Santiago y
su rostro se ilumina con un cariño paternal.)
Antonio: ¡Santiago! ¡Mira quién tenemos aquí! El joven teólogo
que siempre hacía las preguntas más difíciles. (Se acerca y le da un abrazo
cálido). Me da mucha alegría encontrarte.
Santiago: (Se levanta de
inmediato, con deferencia y una sonrisa genuina) ¡Padre Antonio! Qué sorpresa. No sabía que venía. Es un honor.
¿Cómo ha estado? Y no me asuste, espero que mis preguntas fueran solo
difíciles, ¡no impertinentes!
Antonio: (Ríe, un sonido cálido y
sincero) ¡Nunca! Siempre fuiste un signo de que la fe estaba viva y buscando
entender, que es la mejor señal de un seminarista. Muy bien, gracias a Dios.
Siempre con esa esperanza inquebrantable que nos da
el Señor, a pesar de todo.
Carlos: (Volviendo a sentarse y
señalando la silla junto a la mesa) Estábamos justo en el punto de encontrar
esa esperanza, Antonio. Hemos pasado por el
lodazal...
Santiago: (Sirviéndole una taza de
café recién colado) Justo ahora, Padre, estábamos lidiando con el mysterium iniquitatis y la importancia de mantener el
estandarte. Su llegada es providencial, con esa esperanza que lo caracteriza.
Antonio: (Toma el café y mira a
ambos con optimismo) Ah, la sombra. Sí, esa siempre estará ahí, muchachos. Y es
verdad que golpea con fuerza. Pero recuerden el Evangelio: la luz siempre tiene la última palabra. Es nuestra
tarea recordárselo al mundo y, a veces, a nosotros mismos.
Carlos: (Suspira antes de
hablar) En resumen, Antonio, hablábamos de la calumnia deliberada, de esa gente que elige hacer el
mal, que disfruta con el desprestigio ajeno. De esas llamadas telefónicas
venenosas para minar el trabajo. Es la maldad en lo cotidiano. Y lo que nos
duele es la elección de la sombra, no tanto el error humano.
Antonio: (Asiente gravemente, su
sonrisa se atenúa un poco) Vaya. La experiencia parroquial es un crisol,
¿verdad? Y sí, Carlos, siempre
va a existir esa gente. Desde Judas, la cizaña se siembra en el
campo, y el campo es nuestra Iglesia. Lo único que nos toca, como pastores, es afrontarlo con el bien. Poner la otra mejilla, pero
sobre todo, seguir sembrando sin descanso.
Santiago: (Pensativo) A propósito
de la elección por el mal... Ahora que menciona la maldad profunda y
deliberada, recuerdo algo de las clases de Demonología que nos daba el Padre Danilo en el seminario. Él solía citar al Padre
Fortea.
Carlos: (Con curiosidad)
¿Fortea?
Santiago: Sí, su Summa Daemoniaca. La idea del juicio vivo. Antonio, no sé si
usted lo recuerda, pero Fortea plantea que alguien que recibe gracia tras gracia –que no son pocas en la vida de
parroquia o en el sacerdocio– y no cambia, puede
llegar a ser juzgado en vida. El juicio se vuelve continuo. La gracia de Dios
implica una responsabilidad de responder. Si la rechazas
deliberadamente una y otra vez...
Carlos: (Se asombra, dejando su
taza en el posavasos) Vaya... Yo que pensaba que ya había visto y escuchado de
todo. Uno se queda corto con la teología frente a la vida real. Esa maldad que
veíamos, me hace sentido con lo que dices. Es el peligro de la perseverancia en el pecado.
Antonio: (Termina su café y toma
la taza vacía) Y ahí, en ese punto exacto, es donde volvemos a la realidad de las parroquias. Nosotros somos instrumentos
para sembrar esas gracias. Pero es verdad... (Mira hacia la
ventana, con un rostro de leve tristeza) llega un momento en que uno no sabe
qué más hacer. La libertad es un misterio tan grande como el mal.
Carlos: Entonces, ¿volvemos al
estandarte?
Antonio: Siempre. (Se levanta con
renovado vigor) Al estandarte y al café. Si la maldad es un misterio, la
caridad es la respuesta. Y esa es nuestra verdadera tarea.
(El breve silencio que
siguió a las palabras de Antonio se hizo denso. Carlos se levantó a buscar las
galletas, y Santiago, con movimientos lentos, volvió a rellenar las tazas con
el café, rompiendo la quietud solo con el clic de la cuchara.)
Antonio: (Recibe el café
humeante. Su voz sonó cansada, baja, cargada de una honestidad dolorosa) Me
pasa que hay un punto ciego en el pasado que no
logro encontrar. ¿Qué hice mal? ¿Qué mal ejemplo di?
No sé cuándo cambió todo... La única certeza que tengo... es que no lo sé.
(Antonio mantuvo la
mirada fija en el café humeante, expresando el dolor del pastor que no entiende
el endurecimiento de sus ovejas.)
Carlos: (Llega de vuelta,
interrumpiendo suavemente la tensión con el plato de galletas) Aquí están. Un
poco de dulce para el alma. Antonio, hermano. No
te atormentes con el 'qué hice mal'. Yo creo firmemente que en el momento en
que menos lo esperemos, en el tiempo de Dios, llegará esa epifanía de manifestación de la realidad salvífica. La
gente es difícil, es verdad; los jóvenes y los adultos. Pero debemos seguir.
Santiago: (Asiente con fervor, su
propia experiencia resonando en él) Padre Antonio, le entiendo
perfectamente. En mi actuar parroquial vivo cada día esa misma sensación. Me
doy a manos llenas. Busco cosas, enseño sana doctrina, predico al Señor, he
mejorado la infraestructura... Y a tres años de trabajo arduo, todo sigue
siendo cuesta arriba. Uno siente que está empujando una roca
montaña arriba solo para que ruede de nuevo. La gente no termina de arrancar.
(El silencio vuelve a
flotar, impregnado de la fatiga compartida. Tres sacerdotes lidiando con el
cansancio pastoral y el misterio de la libertad que rechaza la gracia.)
Antonio: (Asiente con la cabeza,
comprendiendo el dolor de Santiago, y levanta
la mirada del café) Es el peso de la parábola del sembrador, ¿no? Duele ver el
terreno duro, Santiago. Yo llevo años viendo lo mismo: la parroquia
haciendo a duras penas lo mínimo por buscar a Dios. Y lo que más duele es ver a
esos jóvenes, a los que cargaste en brazos para el bautizo y que viste crecer
en la catequesis, que después de grandes ya ni siquiera vuelven a saludar. Se van. Y el vacío que
dejan es ensordecedor.
Santiago: (Su voz es un hilo de
resignación) Es como si diéramos lo mejor, y ellos simplemente se alejan del
banquete. No terminan de arrancar.
Antonio: (Mira a Carlos y luego a Santiago, buscando
consuelo en la reflexión teológica) Precisamente por eso, ante esta fatiga que
nos agobia, me he agarrado siempre a lo que decía el Cardenal Ratzinger, ahora Benedicto XVI, en esa entrevista que le hicieron en su
libro Dios y el Mundo.
Carlos: (Inclinándose,
interesado) ¿Qué decía?
Antonio: Él hablaba de la esperanza, pero no como un optimismo ingenuo, sino como
una certeza teologal. Decía que "quien no conoce a Dios, aunque tenga
múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza",
sin esa gran esperanza que sostiene toda la vida. Y nosotros sí lo conocemos.
No podemos, ni debemos, medir la eficacia de nuestro trabajo solo por lo que
ven nuestros ojos, por el número de jóvenes que se quedan, o por la gente que
asiste.
Santiago: (Asimilando la idea) Es
decir, la esperanza no es la recompensa al éxito pastoral, sino la condición para seguir sirviendo. Si Dios es la meta, la
esperanza ya está en nosotros.
Antonio: ¡Exacto! Él enseñó que "llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que
significa recibir esperanza". Y esa esperanza, que es Él mismo,
es fiable y nos permite afrontar este presente fatigoso. Nos da la fuerza, Carlos, para seguir ofreciendo la Eucaristía, para
predicar, para seguir dando galletas si es necesario, sabiendo que la siembra
es de Dios, y que la promesa, a pesar de todo, es segura.
Carlos: (Toma su café,
pensativo) Hay que cambiar la métrica, entonces. Dejar de contar cuántos se
quedan, para valorar el simple hecho de que Dios nos permita seguir siendo
sembradores de Su Esperanza.
Carlos: (Toma su café,
pensativo) Hay que cambiar la métrica, entonces. Dejar de contar cuántos se
quedan, para valorar el simple hecho de que Dios nos permita seguir siendo sembradores de Su Esperanza.
Santiago: (Con una renovada calma
en su rostro) El gran peligro es dejar que el fracaso aparente nos quite esa
certeza. Gracias, Padre Antonio. A veces,
uno necesita que un hermano mayor le recuerde dónde está anclada la verdadera
esperanza.
Antonio: (Sonríe, un destello de
su energía habitual regresando) Para eso estamos, hijo. Para recordarnos que la
Iglesia es de Cristo, no nuestra, y que es Él quien lleva la barca. Y si la fe
es un don de Dios, no podemos reclamar el mérito por la respuesta de nadie, ni
la culpa por su rechazo. Simplemente, tenemos que seguir dando lo que se nos ha
dado.
(Antonio se levanta,
indicando que es hora de marcharse. Carlos y Santiago hacen lo mismo.)
Carlos: Ha sido un regalo, Antonio. Una terapia para el alma, necesaria después de
una semana de ver la sombra.
Antonio: La necesitábamos los
tres, Carlos. El café con sabor a Salmo y a esperanza de
Ratzinger. Ahora vuelvo a mi parroquia con el corazón un poco más ligero,
sabiendo que, aunque la siembra sea difícil, no estamos solos.
Santiago: Le acompañamos a la
puerta, Padre Antonio. Y por favor, no espere tanto para la próxima
visita.
Antonio: Prometo que no. Recen
mucho por mí y por el fruto de esa siembra difícil. Y ustedes, sigan
manteniendo ese estandarte de la Verdad bien alto, sin revolcarse en el barro.
(Los tres sacerdotes se
dirigen a la puerta, con las tazas de café vacías sobre la mesa, pero con la
mente llena de la esperanza inquebrantable.)

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