Estratum III

18:57

El alma entre raíces y ausencias

La tarde iba cayendo sobre Curarire con un dorado casi ceniciento, como si el cielo también llorara su duelo, la lluvia mullida ya había pasado, el sol jugueteo con los charcos de agua. Las sombras de los cipreses del cementerio redondo se alargaban, marcando el paso lento del tiempo. Pedro se sentó en el banco de piedra junto a la entrada de la casa cural, con los ojos enrojecidos pero la mirada serena. A su lado, el Padre Salvador, de sotana aún arrugada por la jornada, sostenía entre las manos una taza humeante de café negro. La conversación de habías distendido, a momento se silenciaba y de pronto arrancaba a toda marcha.

A veces, el padre Salvador pensaba en voz alta. Mientras miraba por la ventana de la casa cural, dijo con gravedad serena:
—A veces pienso que la muerte es la única que nunca deja de visitarnos. Siempre vuelve. Silenciosa. Inesperada. Certera.

Pedro, con un suspiro que venía desde muy dentro, murmuró:
—Sí… y sin embargo, estos días, he sentido al Señor más cerca que nunca. Como si en medio del dolor, me tomara de la mano y me dijera: “Aún estás en camino, Pedro”.

El sacerdote no lo contradijo. Solo asintió con suavidad.
—El Señor no se aleja. Aunque uno a veces camine entre tumbas, Él está ahí, al borde del camino, esperando que volvamos a mirarlo.

Pedro bajó un poco más la voz, como si le hablara a su propio corazón.
—Me duele. La ausencia de Diana pesa… como una piedra antigua sobre el pecho. Pero también agradezco. Porque su amor me hizo conocer a Dios de una manera distinta… más tierna, más humana.

Hubo una pausa. El padre Salvador sorbió un poco del café. Su rostro se volvió melancólico.

—Pedro… uno como sacerdote aprende a convivir con las partidas. No solo con la muerte física. Hay quienes llegan, se acercan, uno les da tiempo, alma, escucha… y un día se van. Cambian. Desaparecen. Mueren en vida. ¿Te acuerdas de Gina, Mario y Manuel?

Pedro asintió lentamente.
—Claro. Eran de la casa… Diana los quería como a hijos.

—Vivieron aquí, comieron en esta mesa, se reían con nosotros. Cinco o seis años en ese plan. Y al llegar a los dieciocho a veinte… se esfumaron. Ni una despedida. Primero dejaron de visitar… luego ya ni misa. Dejaron de ser comunidad.

—A veces me he preguntado qué hicimos mal —confesó Pedro.

El sacerdote lo miró con ojos cansados. No lo sé… Solo sé que lloré. Mucho. Como escribí una vez: hay veces que el alma se desangra. No por una herida abierta, sino por la suma de muchas pequeñas grietas. Grietas que deja la ingratitud (aunque es una palabra muy fea y no se debe decir), el cansancio, el olvido.

Pedro bajó la mirada. Una brisa ligera movió las hojas secas junto a sus pies.

El padre Salvador suavizó la voz. Pero también aprendí. Aprendí que el amor entregado no es pérdida. Que lo que se da por el Reino, nunca se pierde. Uno aprende a seguir sembrando, aunque a veces el surco esté seco. Porque el Reino no es nuestro… es de Dios. Y Él sabrá cuándo y dónde florece.

—Diana siempre decía eso. Que las oraciones nunca se pierden… que todo lo ofrecido en silencio, en secreto, da fruto. Que no hay lágrima que Dios no recoja —dijo Pedro, evocando la ternura de su esposa.

—Ella tenía entrañas. Corazón con entrañas, como dice el Evangelio. Sabía amar sin medida. Y por eso dolía tanto verla sufrir… y por eso, su amor sigue, incluso ahora. Yo… yo sigo aquí, sirviendo al Señor en medio de este pueblo que tantas veces se hace sordo a Su voz. Pero también veo que el mismo pueblo, cuando escucha… canta. Y canta fuerte.

Pedro lo miró. Una lágrima, más tranquila esta vez, escapó sin resistencia. Padre, ¿cómo hace uno para seguir creyendo… cuando todo duele? El sacerdote lo pensó unos segundos antes de responder. Recordando. Recordando que fuimos llamados no para cosechar siempre, sino para sembrar con esperanza. Que a veces la noche es larga, pero el corazón que ha amado… no olvida la promesa del amanecer.

Ambos se quedaron en silencio. El cielo había perdido su dorado y una suave bruma comenzaba a caer sobre los tejados. Salvador lo miró de nuevo, con una mezcla de ternura y firmeza. ¿Sabes algo, Pedro? A veces creo que nuestro ministerio, el tuyo como padre de familia y el mío como sacerdote, no se mide por los éxitos, sino por la fidelidad. Por seguir amando… aunque los otros se hayan ido. Por no cerrar la puerta. Por no dejar de encender una vela cada noche.

Pedro asintió con los ojos brillosos. En su rostro, la tristeza comenzaba a mezclarse con un reflejo de paz. Gracias, padre… por estas palabras. Hoy, más que nunca, me reconfortan. Y gracias a ti, Pedro… por no guardar rencor a quienes se fueron. Por seguir con la mesa servida. Porque en el fondo, tú y Diana han sido profetas silenciosos del Reino. Ambos se miraron largo rato. Era esa clase de silencio donde el alma comprende más que las palabras.

El sacerdote concluyó con esperanza. Mañana, cuando el sol vuelva a salir, verás que la tierra aún está fértil. Y sabrás que Diana sigue allí… en cada oración, en cada hijo, en cada semilla que no dejamos de poner en este suelo que tanto necesita de Dios.

Voces que regresan

El suave golpeteo de la puerta interrumpió el momento. Era Mercedes, acompañada de Joaquín y del pequeño Pedro Celestino, a quien llevaba en brazos. La joven, desde la entrada, levantó un poco la voz. ¡Papá! Te busqué en casa y Elías me dijo que estabas aquí. Ya supimos por qué Juan Josué no vino al entierro. Pedro se levantó con rapidez, sorprendido. ¿Qué pasó, hija?

Mercedes acomodó al niño en su regazo antes de responder. Tuvo un accidente camino al pueblo. Fue en el puente del río Orinoquia. Joaquín lo fue a buscar cuando supimos, por eso tampoco estuvo con nosotros en el sepelio. Pero ya está bien. Probablemente le den el alta mañana. El padre Salvador, al escuchar la noticia, se llevó la mano al pecho y soltó un suspiro profundo. Gracias a Dios...

Pedro tomó al niño en brazos, lo alzó con cuidado como quien abraza un regalo, y conmovido dijo: Bendito sea el Señor. Cada vida que se conserva es una victoria contra la tristeza.

Mercedes, con tono más pausado, agregó: Quiso venir, papá, de verdad. Pero el destino le jugó distinto. Aun así, nos mandó su oración y su amor. Pedro alzó la mirada hacia el cielo, donde la luz del atardecer comenzaba a desvanecerse. Y eso también es presencia.

La brisa, como si entendiera el momento, se intensificó apenas. Parecía querer barrer la pena y dejar solo el consuelo. Bajo el alero de la casa cural, cuatro generaciones compartían un instante de fe. Un cura, un padre, una hija y un nieto. En ese momento llegaron Gabriel, Andrés, Tomás y Elías. Todos tenían cara de trasnocho, los ojos hinchados por el llanto reciente, y un silencio que hablaba más que cualquier saludo. Al verlos entrar, el padre Salvador los recibió con una sonrisa que no negaba la pena, pero sí la vencía por un instante. Vamos, muchachos… no se queden en la puerta. Aunque el alma esté herida, es bueno reunirse en torno a la Gracia del Señor. Siempre hay consuelo donde hay fe compartida.

Con un gesto amplio, los invitó a sentarse. Los jóvenes obedecieron con cierto desgano. Pedro los observaba uno a uno, como si su sola presencia tejiera una red invisible que lo sostenía desde dentro. Voy a preparar más café —anunció Salvador con tono decidido—. No hay duelo sin café, eso lo aprendí de mi abuela. Y este día lo merece.

La cocina como santuario

Desde la sala, Mercedes alzó la voz mientras colocaba al niño sobre una mantita: Yo estuve en el hospital, papá. Hablé con los médicos. Juan Josué está bien… golpeado, pero lúcido. Me reconoció enseguida, preguntó por todos. Va a necesitar reposo, pero está estable. Se volvió hacia Elías con una media sonrisa que contenía cariño y algo de picardía: Y tú, hermanito… acompaña al padre Salvador a hacer el café. Así practicas eso que estás aprendiendo en tu curso de barista. A ver si todo ese cuento de las notas aromáticas sirve para algo más que subir fotos.

Elías se encogió un poco. No sé si… Mercedes le hizo una seña al sacerdote, quien comprendió enseguida y le tendió una salida. Vamos, Elías. Yo pongo el agua, tú eliges el molido. Es una ciencia con alma, esto del café.

Elías, algo incómodo pero sin oponerse, se levantó y lo siguió en silencio hasta la cocina. El sonido de la cafetera, el roce de las cucharas y el murmullo de Mercedes comenzaban a llenar el aire como una manta ligera. Ya entre tazas y bolsas de café, el padre Salvador rompió el silencio:

¿Sabes, Elías? A veces el aroma del café me recuerda a los días de seminario… cuando nos reuníamos para preparar café ya entrada la noche. Siempre decíamos que el café despierta más que los ojos… despierta el alma.

Elías apretó los labios. Yo… no sé si quiero despertar hoy.

El sacerdote lo miró con ternura, sin apurarlo. Sé que duele.

Elías asintió. Tenía los ojos húmedos. Diana… mi mamá… no sé cómo decirlo. Es como si me hubieran arrancado una raíz. Camino, hablo, pero por dentro… hay como un hueco. Y tengo rabia, y tristeza, y miedo. Todo junto. Y luego me da culpa sentir eso. Porque papá está más tranquilo que yo. Y Mercedes tiene un hijo, Gabriel y Andrés se ven fuertes… pero yo…

Tú eres tú, Elías, le dijo el sacerdote con firmeza serena. Y tu forma de sentir también es un modo santo de vivir el duelo. No hay una sola manera de amar… ni una sola forma de llorar. El joven respiró hondo y bajó un poco más la voz.

Me da miedo que llegue un día en que ya no me duela. Como si al dejar de doler… dejara de existir.

El amor verdadero nunca se olvida. Solo cambia de lugar. Ya no la vas a ver todos los días… pero la vas a encontrar en las cosas que te enseñó, en las canciones que cantaba, en las palabras que repetirás sin darte cuenta. Y sí… un día el dolor será más suave. Pero no porque la olvidaste, sino porque aprendiste a llevarla dentro.

Elías apretó una taza entre las manos. El café comenzaba a burbujear con suavidad. ¿Y si me hago el fuerte… pero por dentro me estoy quebrando? Entonces ven, y quiebra aquí. Ante Dios. Ante alguien que escuche sin juzgar. No estás solo, Elías. Ninguno de ustedes lo está. Y créeme… los hombres también lloramos. Y es en esa lágrima donde a veces empieza la resurrección.

El joven lo miró. Por un instante, bajó la cabeza, respiró hondo… y asintió. Una lágrima rodó sin ruido. El café estaba listo. El aroma, como consuelo, se esparció por la cocina y llegó hasta la sala, donde Pedro seguía abrazando a su nieto como quien sostiene la esperanza. El padre Salvador removía el polvo del filtro con parsimonia mientras Elías miraba las tazas sin tocarlas.

Tú no lo sabes, hijo… pero yo también he llorado mucho por la gente que se ha ido. No solo por los que han muerto… también por aquellos que, estando vivos, se alejaron. Personas que uno amó, que ayudó, que uno sintió como propias. Y un día… ya no están.

¿Y no se cansa, padre? Me he cansado. Y me he sentido solo. Pero el Señor siempre me recoge. A veces en silencio. A veces a través de alguien que llega a tiempo con una taza de café… como tú hoy.

Elías bajó la mirada. Yo no sé si puedo sostener a otros… cuando apenas puedo con lo mío.

Y sin embargo lo haces. Hoy estás aquí. Y eso dice mucho más de ti que cualquier fuerza aparente. El sacerdote hizo una pausa. Lo miró con afecto profundo.

Yo también siento la ausencia de Diana. No era solo la esposa de Pedro. Era una columna, una compañera de misión. La he visto abrazar almas con una sopa, consolar más que muchas homilías. Ella también me parió en la fe, cuando apenas comenzaba en esta parroquia. Por eso duele.

Y parece que no hay consuelo…

Sí lo hay. Está en Cristo… pero también en los hermanos. Mira a tu alrededor: Gabriel, Andrés, Tomás. Ninguno es tu hermano de sangre, pero ¿no sientes que todos fueron paridos por la misma mujer? Diana los alumbró en la fe. Ella los abrazó, los corrigió, los hizo familia.
Y aunque no tienen tu sangre… tienen su ternura. Y eso los hace hermanos de verdad.

El sacerdote puso una mano sobre el hombro del muchacho. Ellos también sufren. ¿Sabes lo que me dijo Gabriel ayer? Que Diana era su orilla segura. Andrés, ese que finge ser fuerte, lloró como un niño en la sacristía. Y Tomás… ese no habla mucho, pero lleva el rostro apagado desde que ella partió. Ellos han estado aquí. No se han ido. Están haciendo lo posible. A su modo. Como tú.

Con voz quebrada, Elías alcanzó a decir: Yo creía que los hijos éramos solo nosotros… pero ellos también son parte.

Claro que sí. Tal vez no nacieron de su vientre, pero Diana los engendró con su vida, con su fe, con su mesa tendida cada domingo. Ella los hizo familia… y tú eres parte de eso también. Así como han sido todos los jóvenes que han pasado por la parroquia, muchos llegan, se quedan y otros se van, al final la vida sigue.

Elías asintió en silencio. Se acercó a la cafetera y apagó el fuego. Sirvió el café como le habían enseñado en el curso. El aroma llenó la cocina, como si algo en él también comenzara a calentarse por dentro.

¿Ves? Hay café… hay familia… y hay memoria. Lo que se pierde en el cuerpo, se guarda en el alma. El Señor nos sostiene. A ti, a Pedro, a todos. Solo hay que dejarse abrazar por Él. Aunque sea llorando.

Elías le ofreció una taza con manos aún temblorosas. El padre Salvador la tomó con una sonrisa suave. Gracias, padre… por hablar. Por no apurarme. Por no soltarme.

Gracias a ti, hijo. Porque hoy, sin saberlo, me recordaste por qué vale la pena seguir sembrando… aunque a veces el surco parezca vacío.

Ambos se miraron un instante. Sin decir más, salieron de la cocina, llevando el café para los demás. En el pasillo, la voz de Mercedes seguía contando anécdotas del hospital. Pedro aún sostenía a su nieto. Y la brisa fresca del atardecer entraba por las ventanas abiertas, trayendo consigo una presencia serena.

Una mesa servida de memorias

Cuando regresaron con el café, el ambiente en la sala se había suavizado. El pequeño Pedro Celestino dormitaba plácidamente en el regazo de Mercedes, mientras Joaquín lo cubría con una mantita con manos cuidadosas. Andrés y Gabriel hablaban en voz baja con Pedro, y Tomás miraba el ventanal como si buscara respuestas en el cielo.

El padre Salvador comenzó a repartir las tazas con su acostumbrada ternura de anfitrión. Elías, aún callado pero con el rostro más aliviado, ofrecía el azúcar con manos ahora tranquilas. Mercedes, siempre atenta a los matices del ánimo familiar, hizo un esfuerzo sincero por romper el silencio con una sonrisa viva.

Bueno… no todo fue angustia en el hospital, ¿eh? ¡Diles, Joaquín! ¡Diles lo que te dijo Juan Josué!

Joaquín, que estaba en una esquina acomodando una silla, levantó la mirada con una expresión entre apenada y conmovida. Se pasó una mano por la nuca, dudó un segundo, y finalmente compartió: Ah, bueno… nada… solo que, mientras entraba a la habitación, Juan Josué —con esa voz medio dormida por los analgésicos— me miró y dijo: “Tío, ¿de verdad estás aquí? Gracias por venir.”

Mercedes no aguantó la risa. Le empujó suavemente con el codo, como solía hacerlo desde adolescentes. ¡Y tú como si nada! ¡Te dijeron “tío” con el alma y tú apenas contestaste! ¡Estás envejeciendo, Joaquín!

Las risas se esparcieron por la sala. Incluso Pedro sonrió, negando con la cabeza como quien agradece ese bálsamo inesperado.

Joaquín, entre risueño y pensativo, admitió: Lo cierto es que… sí me sentí así. Como ese tío que llega a tiempo. Como si, sin decir mucho, uno también se volviera parte. Fue… no sé. Una experiencia hermosa.

El padre Salvador asintió con lentitud, dejando que su voz fluyera con tono reflexivo. A veces no hay lazos de sangre… pero hay vínculos del alma que son más hondos. Y en esta familia, esa sangre viene de otro corazón. El de Diana.

El silencio volvió por un momento, pero esta vez no era incómodo. Era un silencio lleno de gratitud y de presencia. Pedro acarició la cabeza del pequeño que dormía, mientras su mirada recorría uno por uno a los presentes, como si cada rostro llevara impreso un fragmento del alma de su esposa. Diana… ella supo abrir los brazos para todos —dijo Pedro con voz firme pero emocionada—. No solo parió a Mercedes y a Elías. También parió a esta familia de fe, de cariño, de entrega. Todos ustedes… son su legado.

Gabriel, conmovido, se inclinó un poco hacia adelante. Y nosotros estamos aquí por ella. Y por ti, Pedro. Ustedes fueron nuestro hogar… cuando no sabíamos a dónde ir.

Elías alzó la taza de café y miró a su padre, sin ocultar la emoción. Por mamá… por la que nos parió en la fe.

Andrés, que había estado callado, agregó con voz contenida: Y por el hogar que sigue… aunque duela.

Tomás, sin apartar la mirada de la ventana, cerró con una verdad simple, nacida del alma: Y por este café… que hoy sabe a memoria.

La noche comenzaba a caer sobre Curarire, con un cielo de tonos lilas y un aire que olía a tierra húmeda y pan recién hecho. Dentro de la casa cural, no se hablaba de teologías ni de teorías. Solo se compartía el Evangelio vivo del amor encarnado… en una mesa, en una taza, en la fidelidad silenciosa de los que no abandonan.

El regreso de Juan Josué

Al día siguiente, con el rocío aún marcando los bordes de los matorrales y el canto de los turpiales colándose por las ventanas, Mercedes salió temprano de su casa. Vestía con sobriedad, pero llevaba en el rostro la determinación serena de quien carga esperanza. Tomás la esperaba en la acera con una mochila pequeña. Andrés y Elías llegaron poco después, entre bromas y susurros de la noche anterior. El sol apenas asomaba cuando partieron rumbo al hospital.

El trayecto fue corto, pero lleno de silencios elocuentes. En cada semáforo, una mirada, una respiración honda, como si el tiempo se encogiera alrededor de ellos. Al llegar, preguntaron por Juan Josué en recepción. El joven ya estaba de pie, más pálido de lo normal, pero sonriente, con ese aire de quien ha salido del otro lado de una tormenta. Llevaba una bolsa con su ropa doblada y una hoja de alta médica aún caliente.

¿Y ese recibimiento? bromeó Juan Josué al verlos entrar, intentando sonar fuerte, aunque el tono le temblaba apenas. Intentó hablar más, pero estaba muy nervioso.

Mercedes fue la primera en abrazarlo. Luego Tomás le palmeó la espalda con fuerza fraternal, mientras Elías le entregaba una botella de agua fría y Andrés decía en voz baja: "Vamos a casa, primo".

El camino de regreso fue distinto. Entre anécdotas del hospital, comentarios de los enfermeros, y chistes improvisados de Elías, la atmósfera se tornó ligera, casi festiva.

Menos mal que saliste hoy, comentó Mercedes quien manejaba hábilmente. Mamá estaría feliz de saber que llegas caminando y no en silla de ruedas.

Y pa, ni se diga —añadió Andrés—. Va a hacerte un café cargado, de esos que despiertan hasta a los santos del altar.

Y Joaquín ya debe tener a Pedro Celestino correteando por la casa. Seguro te va a pedir que lo cargues y te hablara de sus novelas —dijo Tomás, sonriendo.

Juan Josué cerró los ojos un momento y murmuró: —Gracias... por no dejarme solo.

El carro giró la última esquina del pueblo y la casa de Pedro apareció, cálida, con las ventanas abiertas. Gabriel y Joaquín ya estaban en el porche, esperándolos.

¡Eh, pero si es el hombre milagro! exclamó Joaquín, saliendo a recibirlos con los brazos abiertos. Y entre risas dijo: Venga, soy tu querido tío.

Gabriel se acercó con paso firme y abrazó a Juan Josué como si lo devolviera al mundo.

Pedro, desde el fondo del pasillo, levantó la voz con ternura: ¡Entren, muchachos! ¡Hoy se sirve sopa de bienvenida! Y que no falten los cuentos… que aquí también sanan.

Ese mediodía, la mesa volvió a llenarse. No solo de comida, sino de esperanza. Juan Josué, con los ojos aún cansados pero el alma despierta, fue acogido como uno más de la familia. Y mientras las cucharas chocaban suavemente contra los platos, en algún rincón del cielo, Diana sonreía. Porque Curarire florecía… en cada reencuentro, en cada gesto, en cada regreso a casa.

Una herida que no fue derrota

En medio del bullicio del almuerzo y las risas que fluían con naturalidad por la mesa, Mercedes se levantó con suavidad. Fue hasta su cartera, que reposaba en el respaldar de una silla, y sacó un sobre blanco ligeramente arrugado. Lo abrió con cuidado y sacó el informe médico de Juan Josué.

Quiero leerles algo, dijo con voz clara, pero templada por la emoción. Es el informe que me entregaron esta mañana al momento del alta de Juanjo. Todos guardaron silencio. Pedro dejó la cuchara sobre el plato. Gabriel alzó la vista. Juan Josué bajó la cabeza, como si en ese instante sintiera de nuevo el roce frío del bisturí. Mercedes comenzó a leer:

“El paciente presenta una perforación muy pequeña y superficial en la aorta, producto de una esquirla de vidrio. La lesión afecta de forma leve la capa externa (adventicia) y, en mínima proporción, la capa media del vaso, sin compromiso extenso de la capa íntima, lo cual evitó una hemorragia mayor.”

Hizo una breve pausa. Miró a su padre y continuó:

“La ubicación de la lesión, en un segmento superior de la aorta abdominal, fue favorable: alejada de ramificaciones críticas como las coronarias o carótidas, y de fácil acceso quirúrgico. La intervención se realizó sin complicaciones mayores. Tras la observación postoperatoria, el paciente se encuentra estable, sin signos de sangrado ni compromiso hemodinámico.”

Mercedes cerró el papel con delicadeza, lo sostuvo un instante entre las manos y concluyó: Por eso fue dado de alta hoy. Gracias a Dios… fue una herida superficial. Y gracias a los médicos, claro, pero más aún, gracias a la Providencia.

Pedro se santiguó. Tomás murmuró un “Amén”. Juan Josué levantó la mirada y, por primera vez en mucho tiempo, sus ojos brillaron sin dolor, solo gratitud.

A veces —dijo Pedro, con la voz impregnada de fe—, basta una capa salvada… para que la vida entera continúe.

Después del bullicioso almuerzo, de los platos apilados en el fregadero y las carcajadas repartidas entre cucharones y servilletas, todos se trasladaron a la sala. El ambiente olía a café recién colado, de esos que Pedro preparaba con exactitud casi sacerdotal. En la mesa de centro, aún humeante, reposaba una bandeja con dulces de coco y papelón que acababa de dejar don Ramiro, el vecino del frente, como señal de bienvenida.

Mercedes sirvió las tazas. Joaquín acomodó las sillas. El pequeño Pedro Celestino ya se había dormido en una hamaca lateral, arrullado por las voces que llenaban la estancia. El sol de la tarde entraba por las rendijas, y en ese instante, la casa parecía contener más que una familia: contenía historia, promesa… y milagro.

Fue Elías, siempre curioso, quien rompió el murmullo del café con una pregunta que flotó en el aire como una hoja cayendo: Juanjo… ¿nos cuentas qué fue lo que pasó?

Todos lo miraron con discreta expectativa. Juan Josué apretó suavemente la taza entre sus manos. Miró hacia el patio, como buscando ordenar los recuerdos que aún dolían. Respiró hondo.

 

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