Estratum III
18:57La tarde iba cayendo sobre Curarire con un dorado casi ceniciento, como si el cielo también llorara su duelo, la lluvia mullida ya había pasado, el sol jugueteo con los charcos de agua. Las sombras de los cipreses del cementerio redondo se alargaban, marcando el paso lento del tiempo. Pedro se sentó en el banco de piedra junto a la entrada de la casa cural, con los ojos enrojecidos pero la mirada serena. A su lado, el Padre Salvador, de sotana aún arrugada por la jornada, sostenía entre las manos una taza humeante de café negro. La conversación de habías distendido, a momento se silenciaba y de pronto arrancaba a toda marcha.
A veces, el
padre Salvador pensaba en voz alta. Mientras miraba por la ventana de la casa
cural, dijo con gravedad serena:
—A veces pienso que la muerte es la única que nunca deja de visitarnos. Siempre
vuelve. Silenciosa. Inesperada. Certera.
Pedro, con
un suspiro que venía desde muy dentro, murmuró:
—Sí… y sin embargo, estos días, he sentido al Señor más cerca que nunca. Como
si en medio del dolor, me tomara de la mano y me dijera: “Aún estás en camino,
Pedro”.
El sacerdote
no lo contradijo. Solo asintió con suavidad.
—El Señor no se aleja. Aunque uno a veces camine entre tumbas, Él está ahí, al
borde del camino, esperando que volvamos a mirarlo.
Pedro bajó
un poco más la voz, como si le hablara a su propio corazón.
—Me duele. La ausencia de Diana pesa… como una piedra antigua sobre el pecho.
Pero también agradezco. Porque su amor me hizo conocer a Dios de una manera
distinta… más tierna, más humana.
Hubo una
pausa. El padre Salvador sorbió un poco del café. Su rostro se volvió
melancólico.
—Pedro… uno
como sacerdote aprende a convivir con las partidas. No solo con la muerte
física. Hay quienes llegan, se acercan, uno les da tiempo, alma, escucha… y un
día se van. Cambian. Desaparecen. Mueren en vida. ¿Te acuerdas de Gina, Mario y
Manuel?
Pedro
asintió lentamente.
—Claro. Eran de la casa… Diana los quería como a hijos.
—Vivieron
aquí, comieron en esta mesa, se reían con nosotros. Cinco o seis años en ese
plan. Y al llegar a los dieciocho a veinte… se esfumaron. Ni una despedida.
Primero dejaron de visitar… luego ya ni misa. Dejaron de ser comunidad.
—A veces me
he preguntado qué hicimos mal —confesó Pedro.
El sacerdote
lo miró con ojos cansados. No lo sé… Solo sé que lloré. Mucho. Como escribí una
vez: hay veces que el alma se desangra. No por una herida abierta, sino por la
suma de muchas pequeñas grietas. Grietas que deja la ingratitud (aunque es una
palabra muy fea y no se debe decir), el cansancio, el olvido.
Pedro bajó
la mirada. Una brisa ligera movió las hojas secas junto a sus pies.
El padre
Salvador suavizó la voz. Pero también aprendí. Aprendí que el amor entregado no
es pérdida. Que lo que se da por el Reino, nunca se pierde. Uno aprende a
seguir sembrando, aunque a veces el surco esté seco. Porque el Reino no es
nuestro… es de Dios. Y Él sabrá cuándo y dónde florece.
—Diana
siempre decía eso. Que las oraciones nunca se pierden… que todo lo ofrecido en
silencio, en secreto, da fruto. Que no hay lágrima que Dios no recoja —dijo
Pedro, evocando la ternura de su esposa.
—Ella tenía
entrañas. Corazón con entrañas, como dice el Evangelio. Sabía amar sin medida.
Y por eso dolía tanto verla sufrir… y por eso, su amor sigue, incluso ahora.
Yo… yo sigo aquí, sirviendo al Señor en medio de este pueblo que tantas veces
se hace sordo a Su voz. Pero también veo que el mismo pueblo, cuando escucha…
canta. Y canta fuerte.
Pedro lo
miró. Una lágrima, más tranquila esta vez, escapó sin resistencia. Padre, ¿cómo
hace uno para seguir creyendo… cuando todo duele? El sacerdote lo pensó unos
segundos antes de responder. Recordando. Recordando que fuimos llamados no para
cosechar siempre, sino para sembrar con esperanza. Que a veces la noche es
larga, pero el corazón que ha amado… no olvida la promesa del amanecer.
Ambos se
quedaron en silencio. El cielo había perdido su dorado y una suave bruma
comenzaba a caer sobre los tejados. Salvador lo miró de nuevo, con una mezcla
de ternura y firmeza. ¿Sabes algo, Pedro? A veces creo que nuestro ministerio, el
tuyo como padre de familia y el mío como sacerdote, no se mide por los éxitos,
sino por la fidelidad. Por seguir amando… aunque los otros se hayan ido. Por no
cerrar la puerta. Por no dejar de encender una vela cada noche.
Pedro
asintió con los ojos brillosos. En su rostro, la tristeza comenzaba a mezclarse
con un reflejo de paz. Gracias, padre… por estas palabras. Hoy, más que nunca,
me reconfortan. Y gracias a ti, Pedro… por no guardar rencor a quienes se
fueron. Por seguir con la mesa servida. Porque en el fondo, tú y Diana han sido
profetas silenciosos del Reino. Ambos se miraron largo rato. Era esa clase de
silencio donde el alma comprende más que las palabras.
El sacerdote
concluyó con esperanza. Mañana, cuando el sol vuelva a salir, verás que la
tierra aún está fértil. Y sabrás que Diana sigue allí… en cada oración, en cada
hijo, en cada semilla que no dejamos de poner en este suelo que tanto necesita
de Dios.
Voces que regresan
El suave
golpeteo de la puerta interrumpió el momento. Era Mercedes, acompañada de Joaquín
y del pequeño Pedro Celestino, a quien llevaba en brazos. La joven, desde la
entrada, levantó un poco la voz. ¡Papá! Te busqué en casa y Elías me dijo que
estabas aquí. Ya supimos por qué Juan Josué no vino al entierro. Pedro se
levantó con rapidez, sorprendido. ¿Qué pasó, hija?
Mercedes
acomodó al niño en su regazo antes de responder. Tuvo un accidente camino al
pueblo. Fue en el puente del río Orinoquia. Joaquín lo fue a buscar cuando
supimos, por eso tampoco estuvo con nosotros en el sepelio. Pero ya está bien.
Probablemente le den el alta mañana. El padre Salvador, al escuchar la noticia,
se llevó la mano al pecho y soltó un suspiro profundo. Gracias a Dios...
Pedro tomó
al niño en brazos, lo alzó con cuidado como quien abraza un regalo, y conmovido
dijo: Bendito sea el Señor. Cada vida que se conserva es una victoria contra la
tristeza.
Mercedes,
con tono más pausado, agregó: Quiso venir, papá, de verdad. Pero el destino le
jugó distinto. Aun así, nos mandó su oración y su amor. Pedro alzó la mirada hacia
el cielo, donde la luz del atardecer comenzaba a desvanecerse. Y eso también es
presencia.
La brisa,
como si entendiera el momento, se intensificó apenas. Parecía querer barrer la
pena y dejar solo el consuelo. Bajo el alero de la casa cural, cuatro generaciones
compartían un instante de fe. Un cura, un padre, una hija y un nieto. En ese
momento llegaron Gabriel, Andrés, Tomás y Elías. Todos tenían cara de
trasnocho, los ojos hinchados por el llanto reciente, y un silencio que hablaba
más que cualquier saludo. Al verlos entrar, el padre Salvador los recibió con
una sonrisa que no negaba la pena, pero sí la vencía por un instante. Vamos,
muchachos… no se queden en la puerta. Aunque el alma esté herida, es bueno
reunirse en torno a la Gracia del Señor. Siempre hay consuelo donde hay fe
compartida.
Con un gesto
amplio, los invitó a sentarse. Los jóvenes obedecieron con cierto desgano.
Pedro los observaba uno a uno, como si su sola presencia tejiera una red
invisible que lo sostenía desde dentro. Voy a preparar más café —anunció
Salvador con tono decidido—. No hay duelo sin café, eso lo aprendí de mi
abuela. Y este día lo merece.
La cocina como
santuario
Desde la
sala, Mercedes alzó la voz mientras colocaba al niño sobre una mantita: Yo
estuve en el hospital, papá. Hablé con los médicos. Juan Josué está bien…
golpeado, pero lúcido. Me reconoció enseguida, preguntó por todos. Va a
necesitar reposo, pero está estable. Se volvió hacia Elías con una media
sonrisa que contenía cariño y algo de picardía: Y tú, hermanito… acompaña al padre
Salvador a hacer el café. Así practicas eso que estás aprendiendo en tu curso
de barista. A ver si todo ese cuento de las notas aromáticas sirve para algo
más que subir fotos.
Elías se
encogió un poco. No sé si… Mercedes le hizo una seña al sacerdote, quien
comprendió enseguida y le tendió una salida. Vamos, Elías. Yo pongo el agua, tú
eliges el molido. Es una ciencia con alma, esto del café.
Elías, algo
incómodo pero sin oponerse, se levantó y lo siguió en silencio hasta la cocina.
El sonido de la cafetera, el roce de las cucharas y el murmullo de Mercedes
comenzaban a llenar el aire como una manta ligera. Ya entre tazas y bolsas de
café, el padre Salvador rompió el silencio:
¿Sabes,
Elías? A veces el aroma del café me recuerda a los días de seminario… cuando nos
reuníamos para preparar café ya entrada la noche. Siempre decíamos que el café
despierta más que los ojos… despierta el alma.
Elías apretó
los labios. Yo… no sé si quiero despertar hoy.
El sacerdote
lo miró con ternura, sin apurarlo. Sé que duele.
Elías
asintió. Tenía los ojos húmedos. Diana… mi mamá… no sé cómo decirlo. Es como si
me hubieran arrancado una raíz. Camino, hablo, pero por dentro… hay como un
hueco. Y tengo rabia, y tristeza, y miedo. Todo junto. Y luego me da culpa
sentir eso. Porque papá está más tranquilo que yo. Y Mercedes tiene un hijo,
Gabriel y Andrés se ven fuertes… pero yo…
Tú eres tú,
Elías, le dijo el sacerdote con firmeza serena. Y tu forma de sentir también es
un modo santo de vivir el duelo. No hay una sola manera de amar… ni una sola
forma de llorar. El joven respiró hondo y bajó un poco más la voz.
Me da miedo
que llegue un día en que ya no me duela. Como si al dejar de doler… dejara de
existir.
El amor
verdadero nunca se olvida. Solo cambia de lugar. Ya no la vas a ver todos los
días… pero la vas a encontrar en las cosas que te enseñó, en las canciones que
cantaba, en las palabras que repetirás sin darte cuenta. Y sí… un día el dolor
será más suave. Pero no porque la olvidaste, sino porque aprendiste a llevarla
dentro.
Elías apretó
una taza entre las manos. El café comenzaba a burbujear con suavidad. ¿Y si me
hago el fuerte… pero por dentro me estoy quebrando? Entonces ven, y quiebra
aquí. Ante Dios. Ante alguien que escuche sin juzgar. No estás solo, Elías.
Ninguno de ustedes lo está. Y créeme… los hombres también lloramos. Y es en esa
lágrima donde a veces empieza la resurrección.
El joven lo
miró. Por un instante, bajó la cabeza, respiró hondo… y asintió. Una lágrima
rodó sin ruido. El café estaba listo. El aroma, como consuelo, se esparció por
la cocina y llegó hasta la sala, donde Pedro seguía abrazando a su nieto como
quien sostiene la esperanza. El padre Salvador removía el polvo del filtro con
parsimonia mientras Elías miraba las tazas sin tocarlas.
Tú no lo
sabes, hijo… pero yo también he llorado mucho por la gente que se ha ido. No
solo por los que han muerto… también por aquellos que, estando vivos, se
alejaron. Personas que uno amó, que ayudó, que uno sintió como propias. Y un día…
ya no están.
¿Y no se
cansa, padre? Me he cansado. Y me he sentido solo. Pero el Señor siempre me
recoge. A veces en silencio. A veces a través de alguien que llega a tiempo con
una taza de café… como tú hoy.
Elías bajó
la mirada. Yo no sé si puedo sostener a otros… cuando apenas puedo con lo mío.
Y sin
embargo lo haces. Hoy estás aquí. Y eso dice mucho más de ti que cualquier
fuerza aparente. El sacerdote hizo una pausa. Lo miró con afecto profundo.
Yo también
siento la ausencia de Diana. No era solo la esposa de Pedro. Era una columna,
una compañera de misión. La he visto abrazar almas con una sopa, consolar más
que muchas homilías. Ella también me parió en la fe, cuando apenas comenzaba en
esta parroquia. Por eso duele.
Y parece que
no hay consuelo…
Sí lo hay.
Está en Cristo… pero también en los hermanos. Mira a tu alrededor: Gabriel,
Andrés, Tomás. Ninguno es tu hermano de sangre, pero ¿no sientes que todos
fueron paridos por la misma mujer? Diana los alumbró en la fe. Ella los abrazó,
los corrigió, los hizo familia.
Y aunque no tienen tu sangre… tienen su ternura. Y eso los hace hermanos de
verdad.
El sacerdote
puso una mano sobre el hombro del muchacho. Ellos también sufren. ¿Sabes lo que
me dijo Gabriel ayer? Que Diana era su orilla segura. Andrés, ese que finge ser
fuerte, lloró como un niño en la sacristía. Y Tomás… ese no habla mucho, pero
lleva el rostro apagado desde que ella partió. Ellos han estado aquí. No se han
ido. Están haciendo lo posible. A su modo. Como tú.
Con voz
quebrada, Elías alcanzó a decir: Yo creía que los hijos éramos solo nosotros…
pero ellos también son parte.
Claro que
sí. Tal vez no nacieron de su vientre, pero Diana los engendró con su vida, con
su fe, con su mesa tendida cada domingo. Ella los hizo familia… y tú eres parte
de eso también. Así como han sido todos los jóvenes que han pasado por la
parroquia, muchos llegan, se quedan y otros se van, al final la vida sigue.
Elías
asintió en silencio. Se acercó a la cafetera y apagó el fuego. Sirvió el café
como le habían enseñado en el curso. El aroma llenó la cocina, como si algo en
él también comenzara a calentarse por dentro.
¿Ves? Hay
café… hay familia… y hay memoria. Lo que se pierde en el cuerpo, se guarda en
el alma. El Señor nos sostiene. A ti, a Pedro, a todos. Solo hay que dejarse
abrazar por Él. Aunque sea llorando.
Elías le
ofreció una taza con manos aún temblorosas. El padre Salvador la tomó con una
sonrisa suave. Gracias, padre… por hablar. Por no apurarme. Por no soltarme.
Gracias a
ti, hijo. Porque hoy, sin saberlo, me recordaste por qué vale la pena seguir
sembrando… aunque a veces el surco parezca vacío.
Ambos se
miraron un instante. Sin decir más, salieron de la cocina, llevando el café
para los demás. En el pasillo, la voz de Mercedes seguía contando anécdotas del
hospital. Pedro aún sostenía a su nieto. Y la brisa fresca del atardecer
entraba por las ventanas abiertas, trayendo consigo una presencia serena.
Una mesa servida
de memorias
Cuando
regresaron con el café, el ambiente en la sala se había suavizado. El pequeño
Pedro Celestino dormitaba plácidamente en el regazo de Mercedes, mientras
Joaquín lo cubría con una mantita con manos cuidadosas. Andrés y Gabriel
hablaban en voz baja con Pedro, y Tomás miraba el ventanal como si buscara
respuestas en el cielo.
El padre
Salvador comenzó a repartir las tazas con su acostumbrada ternura de anfitrión.
Elías, aún callado pero con el rostro más aliviado, ofrecía el azúcar con manos
ahora tranquilas. Mercedes, siempre atenta a los matices del ánimo familiar,
hizo un esfuerzo sincero por romper el silencio con una sonrisa viva.
Bueno… no
todo fue angustia en el hospital, ¿eh? ¡Diles, Joaquín! ¡Diles lo que te dijo
Juan Josué!
Joaquín, que
estaba en una esquina acomodando una silla, levantó la mirada con una expresión
entre apenada y conmovida. Se pasó una mano por la nuca, dudó un segundo, y
finalmente compartió: Ah, bueno… nada… solo que, mientras entraba a la
habitación, Juan Josué —con esa voz medio dormida por los analgésicos— me miró
y dijo: “Tío, ¿de verdad estás aquí? Gracias por venir.”
Mercedes no
aguantó la risa. Le empujó suavemente con el codo, como solía hacerlo desde
adolescentes. ¡Y tú como si nada! ¡Te dijeron “tío” con el alma y tú apenas
contestaste! ¡Estás envejeciendo, Joaquín!
Las risas se
esparcieron por la sala. Incluso Pedro sonrió, negando con la cabeza como quien
agradece ese bálsamo inesperado.
Joaquín,
entre risueño y pensativo, admitió: Lo cierto es que… sí me sentí así. Como ese
tío que llega a tiempo. Como si, sin decir mucho, uno también se volviera
parte. Fue… no sé. Una experiencia hermosa.
El padre
Salvador asintió con lentitud, dejando que su voz fluyera con tono reflexivo. A
veces no hay lazos de sangre… pero hay vínculos del alma que son más hondos. Y
en esta familia, esa sangre viene de otro corazón. El de Diana.
El silencio
volvió por un momento, pero esta vez no era incómodo. Era un silencio lleno de
gratitud y de presencia. Pedro acarició la cabeza del pequeño que dormía,
mientras su mirada recorría uno por uno a los presentes, como si cada rostro
llevara impreso un fragmento del alma de su esposa. Diana… ella supo abrir los
brazos para todos —dijo Pedro con voz firme pero emocionada—. No solo parió a
Mercedes y a Elías. También parió a esta familia de fe, de cariño, de entrega.
Todos ustedes… son su legado.
Gabriel,
conmovido, se inclinó un poco hacia adelante. Y nosotros estamos aquí por ella.
Y por ti, Pedro. Ustedes fueron nuestro hogar… cuando no sabíamos a dónde ir.
Elías alzó
la taza de café y miró a su padre, sin ocultar la emoción. Por mamá… por la que
nos parió en la fe.
Andrés, que
había estado callado, agregó con voz contenida: Y por el hogar que sigue…
aunque duela.
Tomás, sin
apartar la mirada de la ventana, cerró con una verdad simple, nacida del alma: Y
por este café… que hoy sabe a memoria.
La noche
comenzaba a caer sobre Curarire, con un cielo de tonos lilas y un aire que olía
a tierra húmeda y pan recién hecho. Dentro de la casa cural, no se hablaba de
teologías ni de teorías. Solo se compartía el Evangelio vivo del amor
encarnado… en una mesa, en una taza, en la fidelidad silenciosa de los que no
abandonan.
El regreso
de Juan Josué
Al día
siguiente, con el rocío aún marcando los bordes de los matorrales y el canto de
los turpiales colándose por las ventanas, Mercedes salió temprano de su casa.
Vestía con sobriedad, pero llevaba en el rostro la determinación serena de
quien carga esperanza. Tomás la esperaba en la acera con una mochila pequeña.
Andrés y Elías llegaron poco después, entre bromas y susurros de la noche
anterior. El sol apenas asomaba cuando partieron rumbo al hospital.
El trayecto
fue corto, pero lleno de silencios elocuentes. En cada semáforo, una mirada,
una respiración honda, como si el tiempo se encogiera alrededor de ellos. Al
llegar, preguntaron por Juan Josué en recepción. El joven ya estaba de pie, más
pálido de lo normal, pero sonriente, con ese aire de quien ha salido del otro
lado de una tormenta. Llevaba una bolsa con su ropa doblada y una hoja de alta
médica aún caliente.
¿Y ese
recibimiento? bromeó Juan Josué al verlos entrar, intentando sonar fuerte,
aunque el tono le temblaba apenas. Intentó hablar más, pero estaba muy
nervioso.
Mercedes fue
la primera en abrazarlo. Luego Tomás le palmeó la espalda con fuerza fraternal,
mientras Elías le entregaba una botella de agua fría y Andrés decía en voz
baja: "Vamos a casa, primo".
El camino de
regreso fue distinto. Entre anécdotas del hospital, comentarios de los
enfermeros, y chistes improvisados de Elías, la atmósfera se tornó ligera, casi
festiva.
Menos mal
que saliste hoy, comentó Mercedes quien manejaba hábilmente. Mamá estaría feliz
de saber que llegas caminando y no en silla de ruedas.
Y pa, ni se
diga —añadió Andrés—. Va a hacerte un café cargado, de esos que despiertan
hasta a los santos del altar.
Y Joaquín ya
debe tener a Pedro Celestino correteando por la casa. Seguro te va a pedir que
lo cargues y te hablara de sus novelas —dijo Tomás, sonriendo.
Juan Josué
cerró los ojos un momento y murmuró: —Gracias... por no dejarme solo.
El carro
giró la última esquina del pueblo y la casa de Pedro apareció, cálida, con las
ventanas abiertas. Gabriel y Joaquín ya estaban en el porche, esperándolos.
¡Eh, pero si
es el hombre milagro! exclamó Joaquín, saliendo a recibirlos con los brazos abiertos.
Y entre risas dijo: Venga, soy tu querido tío.
Gabriel se
acercó con paso firme y abrazó a Juan Josué como si lo devolviera al mundo.
Pedro, desde
el fondo del pasillo, levantó la voz con ternura: ¡Entren, muchachos! ¡Hoy se
sirve sopa de bienvenida! Y que no falten los cuentos… que aquí también sanan.
Ese
mediodía, la mesa volvió a llenarse. No solo de comida, sino de esperanza. Juan
Josué, con los ojos aún cansados pero el alma despierta, fue acogido como uno
más de la familia. Y mientras las cucharas chocaban suavemente contra los
platos, en algún rincón del cielo, Diana sonreía. Porque Curarire florecía… en
cada reencuentro, en cada gesto, en cada regreso a casa.
Una herida que no
fue derrota
En medio del
bullicio del almuerzo y las risas que fluían con naturalidad por la mesa, Mercedes
se levantó con suavidad. Fue hasta su cartera, que reposaba en el respaldar de
una silla, y sacó un sobre blanco ligeramente arrugado. Lo abrió con cuidado y
sacó el informe médico de Juan Josué.
Quiero
leerles algo, dijo con voz clara, pero templada por la emoción. Es el informe
que me entregaron esta mañana al momento del alta de Juanjo. Todos guardaron
silencio. Pedro dejó la cuchara sobre el plato. Gabriel alzó la vista. Juan
Josué bajó la cabeza, como si en ese instante sintiera de nuevo el roce frío
del bisturí. Mercedes comenzó a leer:
“El paciente
presenta una perforación muy pequeña y superficial en la aorta, producto de una
esquirla de vidrio. La lesión afecta de forma leve la capa externa (adventicia)
y, en mínima proporción, la capa media del vaso, sin compromiso extenso de la
capa íntima, lo cual evitó una hemorragia mayor.”
Hizo una
breve pausa. Miró a su padre y continuó:
“La
ubicación de la lesión, en un segmento superior de la aorta abdominal, fue
favorable: alejada de ramificaciones críticas como las coronarias o carótidas,
y de fácil acceso quirúrgico. La intervención se realizó sin complicaciones
mayores. Tras la observación postoperatoria, el paciente se encuentra estable,
sin signos de sangrado ni compromiso hemodinámico.”
Mercedes
cerró el papel con delicadeza, lo sostuvo un instante entre las manos y
concluyó: Por eso fue dado de alta hoy. Gracias a Dios… fue una herida
superficial. Y gracias a los médicos, claro, pero más aún, gracias a la
Providencia.
Pedro se
santiguó. Tomás murmuró un “Amén”. Juan Josué levantó la mirada y, por primera
vez en mucho tiempo, sus ojos brillaron sin dolor, solo gratitud.
A veces
—dijo Pedro, con la voz impregnada de fe—, basta una capa salvada… para que la
vida entera continúe.
Después del
bullicioso almuerzo, de los platos apilados en el fregadero y las carcajadas
repartidas entre cucharones y servilletas, todos se trasladaron a la sala. El
ambiente olía a café recién colado, de esos que Pedro preparaba con exactitud
casi sacerdotal. En la mesa de centro, aún humeante, reposaba una bandeja con
dulces de coco y papelón que acababa de dejar don Ramiro, el vecino del frente,
como señal de bienvenida.
Mercedes
sirvió las tazas. Joaquín acomodó las sillas. El pequeño Pedro Celestino ya se
había dormido en una hamaca lateral, arrullado por las voces que llenaban la
estancia. El sol de la tarde entraba por las rendijas, y en ese instante, la
casa parecía contener más que una familia: contenía historia, promesa… y
milagro.
Fue Elías,
siempre curioso, quien rompió el murmullo del café con una pregunta que flotó
en el aire como una hoja cayendo: Juanjo… ¿nos cuentas qué fue lo que pasó?
Todos lo
miraron con discreta expectativa. Juan Josué apretó suavemente la taza entre
sus manos. Miró hacia el patio, como buscando ordenar los recuerdos que aún
dolían. Respiró hondo.
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