La belleza del rito litúrgico...
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Tomado de ZENIT.org
“La belleza es la última palabra que el
intelecto pensante puede atreverse a pronunciar, porque ésta no hace otra cosa
que coronar, como aureola de esplendor inaprensible, el doble astro de la
verdad y del bien y su relación indisoluble. Esta es la belleza desinteresada
sin la cual el viejo mundo era incapaz de comprenderse, pero la que se ha ido
de puntillas del moderno mundo de los intereses, para abandonarlo a su codicia
y a su tristeza. Esta es la belleza que ya no es amada ni custodiada ni
siquiera por la religión, sino que, como máscara arrancada de su rostro, pone
al descubierto rasgos que amenazan resultar incomprensibles a los hombres. Esta
es la belleza en la que ya no nos atrevemos a creer y de la que hemos hecho una
apariencia para podernos liberar de ella sin remordimientos. Esta es la
belleza, en fin, que exige (como hoy está demostrado), por lo menos otro tanto
valor y fuerza de decisión de la verdad y de la bondad, y que no se deja
reducir al ostracismo y separar de estas dos hermanas suyas sin arrastrarlas
consigo en una misteriosa venganza” (Gloria. Una estetica teologica,
Jaca book, Milán 1994 [II rist.], pp. 10-11).
Son palabras de clara condena, por
parte de un teólogo bien “moderno”, de ese espíritu funcionalista típico de la
modernidad, que ya no es capaz de apreciar el valor de las cosas bellas que no
tengan un reflejo inmediato en el campo de lo útil. ¿Cómo comprender hoy el
valor de los detalles minuciosos que los pintores trazaron sobre las bóvedas de
innumerables iglesias y que son inútiles, porque no son perceptibles para quien
mira la bóveda desde la nave? ¿Cómo justificar la fatiga de los maestros del mosaico
que pasaban días componiendo teselas en lugares no visibles de las catedrales
medievales? Si la puntura o el mosaico no van a ser vistos, no serán
disfrutados por ojo humano alguno, ¿de qué ha servido tanto trabajo? Lo bello
en este caso ¿no implica una pérdida de tiempo y de energías? Y también: ¿para
qué sirve la belleza de las vestimentas y de los vasos sagrados, si el pobre
muere de hambre o no tiene con qué cubrir su desnudez? ¿Esa belleza no quita
recursos al cuidado de los necesitados?
¡Y sin embargo, la belleza sirve! Y
sirve precisamente cuando es gratuita, cuando no busca una utilidad inmediata,
cuando es irradiación de Dios. Recuerda Benedicto XVI:
“La relación entre el misterio creído y
celebrado se manifiesta de modo peculiar en el valor teológico y litúrgico de
la belleza. En efecto, la liturgia, como también la Revelación cristiana, está
vinculada intrínsecamente con la belleza: es veritatis splendor. En
la liturgia resplandece el Misterio pascual mediante el cual Cristo mismo nos
atrae hacia sí y nos llama a la comunión. [...] La belleza de la liturgia es
parte de este misterio; es expresión eminente de la gloria de Dios y, en cierto
sentido, un asomarse del Cielo sobre la tierra. [...] La belleza, por tanto, no
es un elemento decorativo de la acción litúrgica; es más bien un elemento
constitutivo, ya que es un atributo de Dios mismo y de su revelación.
Conscientes de todo esto, hemos de poner gran atención para que la acción
litúrgica resplandezca según su propia naturaleza” (Sacramentum Caritatis,
n. 35).
Quien no sabe apreciar el valor
gratuito (es decir, de la gracia) de la belleza y, en particular, de la belleza
litúrgica, difícilmente podrá realizar un acto adecuado de culto divino.
Continua Von Balthasar: “Quien, al oír hablar de ella, se sonríe, juzgándola
como un residuo exótico de un pasado burgués, de este se puede estar seguro de
que – secreta o abiertamente – ya no es capaz de rezar, y pronto, tampoco lo
será de amar” (Gloria, p. 11).
La belleza del rito, cuando es tal,
corresponde a la acción santificadora propia de la sagrada liturgia, la cual es
obra de Dios y del hombre, celebración que da gloria al Creador y Redentor y
santifica a la criatura redimida. De modo conforme a la naturaleza compuesta
del hombre, la belleza del rito debe ser siempre corpórea y espiritual, mostrar
lo visible y lo invisible. De lo contrario se cae o en el esteticismo, que
quiere satisfacer el gusto, o en el pragmatismo que supera las formas en la
búsqueda utópica de un contacto “intuitivo” con lo divino. En el fondo, en
ambos casos se pasa de la espiritualidad a la emotividad.
El riesgo hoy es menos el del
esteticismo y mucho más el del pragmatismo informal. Tenemos necesidad en el
presente no tanto de simplificar y de quitar lo superfluo, sino de redescubrir
el decoro y la majestad del culto divino. La sagrada liturgia de la Iglesia
atraerá al hombre de nuestro tiempo no vistiendo cada vez más los vestidos de
la cotidianidad anónima y gris, a lo que ya está muy acostumbrado, sino
llevando el manto real de la verdadera belleza, vestidura siempre nueva y
joven, que la hace ser percibida como una ventana abierta al Cielo, como punto
de contacto con el Dios Uno y Trino, a cuya adoración está ordenada, a través
de la mediación de Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote.
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