Los Estratos son un tipo de nube que se presenta como una capa horizontal extensa y uniforme, cubriendo grandes áreas del cielo, a menudo asociada con precipitaciones ligeras o llovizna. Su nombre proviene del latín "stratum", que significa "capa" o "manto", y reflejan una cobertura completa, abarcadora. De manera similar, esta historia, que comenzó con diálogos íntimos, se expandió a través de la intensidad de la lluvia, la acumulación de eventos en Cúmulus, y las revelaciones profundas de la Cripta del Algarrobo, ahora se extiende como un manto sobre todos los personajes y lugares, conectando cada suceso bajo un único cielo que, como los estratos, lo envuelve todo.
El aire en el terminal era un puñal de frío y nerviosismo. Joaquín, con el reloj en la muñeca, sentía cómo cada segundo se estiraba, pesado, denso, como la llovizna que aún caía. El autobús de Juan Josué no llegaba. La esperanza, delgada y frágil, empezaba a romperse.
JOAQUÍN: (Para sí mismo, golpeando suavemente la palma de su mano
con el puño cerrado) No puede ser. No puede ser… a este paso no llegaremos al
entierro.
Se
acercó a la ventanilla de la empresa de autobuses, donde un hombre de rostro
curtido y una mujer con el cabello recogido apilaban boletos con una lentitud
exasperante.
JOAQUÍN: (Con la voz apenas contenida) ¡Disculpen! El autobús de
la capital, el de las ocho… ¿Hay alguna novedad? Llevo horas esperando.
ENCARGADO
1: (Mirando un papel con desinterés) Ah,
sí, el 77. Problemas en el puente Orinoquia.
JOAQUÍN: (El corazón le dio un vuelco. Se adelantó, casi
suplicando) ¿Problemas? ¿Qué tipo de problemas? ¿Está… está todo bien?
ENCARGADA
2: (Levantando la vista, con una
expresión sombría) Un accidente. Grave. Se nos ha reportado… (dudó un instante,
como midiendo el peso de sus palabras) …cuatro fallecidos, señor.
Las
palabras atravesaron a Joaquín como un rayo. Cuatro fallecidos. La sangre se le
heló en las venas. Juan Josué…
JOAQUÍN: (Balbuceando, sintiendo que el suelo se le movía) ¿Juan
Josué? ¿Mi sobrino… está… él está entre ellos? ¡Díganme algo, por favor!
ENCARGADO
1: (Negando con la cabeza, sin mirarlo a
los ojos) No tenemos nombres, señor. Solo el reporte general. Las autoridades
están en el lugar.
Joaquín
se alejó de la ventanilla como si lo hubieran empujado. La noticia era un
martillo golpeándole el pecho. Intentó sacar el teléfono. Las manos le
temblaban. Marcó el número de Mercedes. Una y otra vez. Nada. La señal no
entraba. La desesperación se aferraba a él como la humedad de la madrugada. Ya
eran casi las nueve de la mañana y la misa del funeral de Diana estaba
programada para las diez. ¿Cómo iba a darle esta noticia a Pedro?
JOAQUÍN: (Apretando el teléfono contra la oreja, la voz apenas un
lamento) ¡Mercedes, por favor, contesta! ¡Dios mío, contesta!
Por
fin, el tono. Un clic. Y la voz de Mercedes, suave al principio, se quebró de
inmediato al escuchar el aliento agitado de su esposo.
MERCEDES: (Al otro lado de la línea, con la voz ahogada) ¿Joaquín? ¡Gracias a Dios! ¿Llegó Juanjo? ¿Está bien? ¿Ya vienen en camino?
JOAQUÍN: (Respirando hondo, tratando de encontrar las palabras adecuadas) Mercedes… el autobús… hubo un accidente. Cuatro…
MERCEDES: (Interrumpiéndolo, con un grito ahogado) ¿Qué sucedió, amor mío?
JOAQUÍN: (Cerrando los ojos, el dolor de Mercedes lo atraviesa) No lo sé con certeza, amor. Solo dijeron lo del accidente… y cuatro fallecidos. Intenté llamarte antes, pero la señal…
MERCEDES: (Su voz, aunque temblorosa, intenta infundir calma) Mi amor, tranquilízate. Sé que es difícil, pero necesitamos mantener la cabeza fría. Ve al hospital, Joaquín. Por favor, averigua todo lo que puedas. Allí te darán información precisa.
JOAQUÍN: Pero Mercedes… y el funeral…
MERCEDES: No te preocupes por eso ahora. Yo me encargo con mi hermano del funeral. Tú concéntrate en Juanjo y en lo que pasó. Y, por favor, no le digas nada a papá todavía. No podemos alarmarlo hasta que sepamos bien qué sucedió.
Colgó
el teléfono. El sol ya subía por el horizonte, pintando el cielo de colores que
contrastaban cruelmente con la negrura de su alma. Un cúmulus de dolor se
cernía sobre el pueblo.
Mientras tanto, en la ambulancia que surcaba las calles aún húmedas, las sirenas aullaban una melodía de urgencia. Dentro, los paramédicos trabajaban sin descanso sobre Juan Josué.
PARAMÉDICO
1: (Con voz tensa, mientras
revisaba los signos vitales de Juan Josué) El pulso es débil. Ha perdido mucha sangre.
PARAMÉDICO
2: (Aplicando presión en la
herida del hombro de Juan Josué) Necesitamos llegar rápido. Está muy pálido, y su temperatura corporal está bajando.
El
joven, tendido en la camilla, parecía una figura de cera. Su piel morena se
había vuelto un lienzo grisáceo, y sus labios, antes llenos de vida, estaban
casi azules. La respiración era superficial, un hilo apenas perceptible.
MÉDICO
EN CAMINO (por radio): ¿Novedades del
paciente del bus?
PARAMÉDICO 1: (Respondiendo al radio) Herida
profunda en hombro izquierdo, probable fractura de clavícula. Inconsciente. Hipotensión. Laringe
despejada. Lo tenemos cubierto con mantas térmicas, pero el shock es severo.
MÉDICO
EN CAMINO (por radio): Sigan con el
oxígeno y la solución salina. Prepárense para una transfusión apenas llegue.
Necesitamos estabilizarlo antes de cualquier intervención.
El Hospital de Curarire o simplemente el
Hospital municipal, aunque pequeño, se erguía con una notable dignidad.
Apenas dos plantas se alzaban sobre el
paisaje, pero su diseño aprovechaba cada metro, creando un ambiente espacioso y funcional. Era
evidente que no le faltaba nada para atender a sus pacientes; desde la sala de
emergencias hasta las habitaciones de recuperación, todo parecía pensado para
la comodidad y la eficiencia. Recién inaugurado hacía apenas cinco años, el hospital era el
resultado de una completa remodelación del antiguo ambulatorio local, una
mejora que los habitantes de Curarire habían recibido con alivio y esperanza.
Su ubicación, sin embargo, lo hacía algo remoto. Se encontraba a las afueras de Curarire, a una hora
de viaje aproximadamente, una distancia que, en momentos de angustia, podía
parecer una eternidad.
Cada movimiento de la ambulancia era una sacudida que acercaba o alejaba a
Joaquín del abismo de la incertidumbre. En la distancia, las luces del hospital comenzaron a
brillar, titilando como faros en la niebla de la noche que se cernía sobre el
pueblo. Finalmente, la ambulancia se detuvo y las puertas se abrieron de golpe,
revelando la entrada a ese pequeño refugio de esperanza.
MÉDICO
RESIDENTE: (Gritando indicaciones)
¡Camilla! ¡Traumatología! ¡Preparar quirófano! ¡Sangre tipo O RH positivo,
urgente!
Juan
Josué fue trasladado a toda velocidad por los pasillos, un fantasma sobre
ruedas. Los rostros de los médicos y enfermeras eran máscaras de concentración
y urgencia. Había perdido mucha sangre, estaba helado y su vida pendía de un
hilo. El tiempo, ahora, era su único enemigo.
Después
de conducir casi veinte minutos que se hicieron eternos, Joaquín irrumpió en el
hospital, el corazón latiéndole desbocado contra las costillas. El olor a
desinfectante y desesperación le golpeó el rostro. Su primer destino: la
morgue. Un frío glacial lo invadió al ver la puerta de metal, tan final, tan
rotunda.
JOAQUÍN: (A una enfermera que pasaba apurada) ¡Disculpe! Vengo
por el accidente del autobús del Puente Orinoquia. ¿La lista de fallecidos, por
favor?
ENFERMERA: (Con tono cansado, señalando un tablón) Está colgada
allí, señor.
Con
manos temblorosas, Joaquín se acercó al tablón. Sus ojos recorrieron los
nombres, cada uno un universo de dolor. Un segundo. Dos. Tres. El nombre de
Juan Josué no estaba. Un suspiro largo, hondo, se escapó de su pecho, llevando
consigo una parte del terror que lo había atenazado.
JOAQUÍN: (Para sí mismo, las lágrimas asomando) Gracias a Dios…
¡Gracias a Dios!
La
siguiente parada fue la sala de Trauma Shock. Allí, el caos era diferente, pero
igual de abrumador. Rostros vendados, gemidos, el sonido metálico de los
instrumentos. Se acercó a una de las camillas donde una enfermera atendía a un
hombre con una venda en la cabeza.
JOAQUÍN: (Con voz aún agitada) Buenos días. Vengo por el
accidente del autobús… ¿Hay algún… algún reporte de un joven herido de ese autobús?
ENFERMERA
DE TRAUMA: (Sin levantar la vista de su
paciente) Han llegado muchos, señor. Contusiones, fracturas… un caos. Estamos
saturados.
JOAQUÍN: (Insistiendo, con desesperación creciente) Pero… ¿uno en
particular? Un joven… mi sobrino. Juan Josué.
Justo
en ese momento, un médico salió de una de las áreas más restringidas de la
sala, quitándose los guantes manchados de sangre.
MÉDICO
DE EMERGENCIA: (Con la voz grave y
cansada, pero con un atisbo de calma) ¿Busca a Juan Josué?
JOAQUÍN: (Dando un paso al frente, la esperanza encendiéndose de
nuevo) ¡Sí! ¡Él! ¿Cómo está? ¿Está aquí?
MÉDICO
DE EMERGENCIA: Está en quirófano. Tuvo
una herida grave por un fragmento de vidrio cerca del hombro. Perdió mucha
sangre. Lo están operando en este momento.
JOAQUÍN: (Sintiendo una punzada de angustia mezclada con alivio)
¿Quirófano? ¿Cuál? Necesito… necesito verlo.
MÉDICO
DE EMERGENCIA: (Señalando un pasillo) El
quirófano 3. Pero no puede pasar. No hasta que termine la cirugía. La situación
era… delicada.
Las
palabras "delicada" resonaron en la cabeza de Joaquín. No podía
quedarse quieto. La incertidumbre lo devoraba. Sin esperar más, corrió por el
pasillo indicado, su mente una vorágine de oraciones y miedos. Llegó a la
puerta del quirófano 3, una barrera infranqueable de acero y silencio. La luz
roja encima de la puerta brillaba, implacable, anunciando que la batalla por la
vida de Juan Josué aún se libraba detrás de ella.
Horas
atrás, mientras Joaquín se consumía en la autopista, cada kilómetro un
tormento, cada pensamiento una daga, en el pueblo de Curarire, ajeno al drama
en la carretera, los actos fúnebres para despedir a Diana, la esposa de Pedro,
daban inicio. El cielo seguía teñido de un gris que presagiaba la tristeza.
En
la casa de Pedro, el aire vibraba con el eco de los susurros y el aroma de las
flores frescas. Un catequista de voz profunda y serena
dirigía el rezo del rosario. Las cuentas se deslizaban entre los dedos
de los presentes, un murmullo colectivo de fe y súplica.
CATEQUISTA: (Con voz pausada, el rosario
en mano) “Dios te salve, María, llena eres de gracia…”
Terminada
esta primera parte de las exequias, el Padre Salvador, con su sotana impoluta y
el rostro sereno, se acercó al ataúd. Su presencia infundía una calma que, sin
embargo, no lograba disipar la pena. Daba inicio a las exequias. Estas, según
el ritual de difuntos se componen de tres estaciones, La primera estación se celebra en la casa del difunto o en el velatorio. Es un momento
íntimo de despedida, donde la familia y los amigos cercanos se reúnen para
velar el cuerpo y elevar las primeras oraciones por el alma del fallecido. La segunda estación tiene lugar en el templo parroquial, donde se celebra la Misa exequial.
Es el corazón de las exequias, un acto litúrgico solemne donde se reza por el
eterno descanso del difunto y se proclama la esperanza en la resurrección. La tercera y última estación se lleva a cabo en el cementerio. Aquí, con la sepultura o cremación, el
cuerpo es entregado a su última morada, y se realizan las oraciones finales de
encomienda, despidiendo al ser querido con fe en la vida eterna.
PADRE
SALVADOR: (Con una voz que era bálsamo
para el alma dolida) Hermanos, nos reunimos hoy en esta casa, hogar de tantos
recuerdos y amores compartidos con nuestra querida Diana. La muerte, aunque nos
duela el alma, no es el final. Es la puerta, la promesa de una vida que no
termina, sino que se transforma. Diana ha emprendido su viaje de regreso a la
Casa del Padre, donde no hay llanto ni pena, solo la luz eterna.
Terminada
la bendición en la casa, el Padre invitó a todos al templo parroquial para la
Misa exequial. El ataúd de Diana, adornado con flores silvestres y rodeado del
amor de su familia, fue levantado con reverencia. Gabriel,
Andrés, Tomás, y un amigo de la familia que suplía la ausencia de Joaquín, lo
llevaron sobre sus hombros. La gente, reunida en el camino, se extrañaba
de la ausencia de Joaquín. No sabían, en ese instante, el torbellino de
angustia que lo consumía en la carretera.
Dentro del templo, el Cirio Pascual, alto y majestuoso, ardía con
una llama viva junto al ataúd de Diana, un signo inconfundible de la
resurrección de Cristo y la esperanza de vida eterna. El Padre Salvador, en el altar, comenzó la Misa de cuerpo
presente.
En el silencio solemne del templo, solo roto por el murmullo de los presentes, Andrés y Gabriel se encontraban junto al ataúd de Diana. Sus voces eran apenas un susurro, ahogadas por el dolor y la solemnidad del momento.
GABRIEL: (En voz baja, casi inaudible, observando el Cirio Pascual a un lado del ataúd) Es… es como si ella aún estuviera aquí, ¿verdad?
ANDRÉS: (Asiente, los ojos fijos en la llama que bailaba suavemente) Sí… es la luz de Cristo. El Padre Salvador lo explicó una vez, que simboliza a Jesús resucitado… que nos da vida incluso en la muerte.
GABRIEL: (Un suspiro tembloroso escapa de sus labios) Pero… ¿cómo nos da vida ahora? Si lo que sentimos es… esto.
ANDRÉS: (Pone una mano en el hombro de su hermano, buscando consuelo en el gesto) No es la vida que pensamos, Gabriel. Es la esperanza. La promesa de que ella está con Él, en un lugar donde no hay más pena. Que no se ha ido del todo.
PADRE SALVADOR: (En la homilía, con voz cálida y reconfortante) Hoy, hermanos, no celebramos la derrota, sino la victoria de la vida sobre la muerte. Diana, a quien hoy despedimos, fue para muchos de nosotros un faro de alegría, una columna de fortaleza, una presencia de amor incondicional. Su paso por esta tierra ha dejado una huella imborrable en cada corazón que tocó. Ella, con su fe sencilla y su entrega generosa, nos enseñó que el amor se demuestra en los hechos, no solo en las palabras.
Amados hermanos, en este momento de profundo dolor, posamos nuestra mirada en el Cirio Pascual que arde junto a nuestra querida Diana. Este cirio no es solo una vela; es un poderoso símbolo de nuestra fe. Representa a Cristo Resucitado, la luz que ha vencido a las tinieblas de la muerte. Así como Cristo venció a la muerte y resucitó para darnos vida eterna, este cirio nos recuerda que la muerte de Diana no es el final absoluto. Es un paso, un tránsito hacia la vida plena en la presencia de Dios. Es la luz de la resurrección que nos ilumina en la oscuridad, la promesa de que la vida en Cristo es eterna y que un día, en Él, nos volveremos a encontrar con nuestros seres queridos. Nos habla de la esperanza que no se apaga, incluso cuando el dolor es más intenso.
El
Padre hizo una breve y sentida mención de la vida de Diana, de su dedicación a
la parroquia, de su sonrisa contagiosa y su espíritu siempre dispuesto a
servir. Luego, sus palabras se dirigieron a Pedro y a los hijos, un bálsamo
para el dolor que los embargaba.
PADRE
SALVADOR: (Con ternura, mirando a Pedro
y a los hijos) Sé que el vacío que deja Diana es inmenso, incomprensible. Pero
la fe nos enseña que no estamos solos en esta pena. La muerte no es un adiós
definitivo, sino un "hasta pronto" en la esperanza de la
resurrección. Creemos firmemente que, así como Cristo resucitó, también Diana
resucitará para vivir eternamente en la presencia de Dios. Como nos dice San Pablo,
"Si hemos muerto con Cristo, creemos que también viviremos con él"
(Romanos 6,8). Esta es nuestra certeza, esta es nuestra consuelo.
Las
ofrendas fueron presentadas con devoción, los cantos apropiados llenaron el
templo, elevando las plegarias de la comunidad. Al finalizar la Misa, el Padre
bendijo el cuerpo de Diana con agua bendita e incienso, un último rito de
purificación y despedida.
Justo
cuando la procesión al cementerio redondo iba a comenzar, Mercedes, con los
ojos enrojecidos pero una fortaleza serena, se adelantó para hablar.
MERCEDES: (Con voz temblorosa, pero clara) Queridos amigos, familia… Es
difícil encontrar las palabras en este momento. Pero no puedo dejar de
agradecerles por cada muestra de cariño, por cada abrazo, por cada oración. Su
presencia hoy es un consuelo inmenso para nosotros. Mamá…
Mamá Diana, como muchos de ustedes la llamaban, siempre sembró amor, y
hoy vemos esa cosecha en cada uno de ustedes. Que Dios los bendiga por
acompañarnos en este dolor.
La
procesión hacia el camposanto inició su lento avance. El ataúd, llevado a
hombros por los hombres de la familia y amigos, se mecía suavemente al ritmo de
los cantos y rezos. Se alternaban en la carga, un gesto de apoyo y hermandad.
El sol, por fin, comenzó a asomarse con más fuerza, y sus rayos dorados se
derramaron sobre el cortejo fúnebre, como una promesa.
En el cementerio redondo, bajo la atenta mirada de los doce
cipreses que se erguían como apóstoles fieles, el ataúd fue bajado
lentamente a su última morada, cerca del anciano algarrobo al que todos
llamaban "El Cristo".
PADRE
SALVADOR: (Concluyendo la ceremonia, la
voz llena de fe) Aquí, en esta tierra bendita, entregamos el cuerpo de nuestra
hermana Diana, confiados en la promesa de la resurrección. "Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Juan
11,25). Que su alma descanse en la paz eterna, y que la luz perpetua brille
para ella.
Se
bendijo la tumba con agua bendita. Los presentes, uno a uno, se acercaron para
despedir el cuerpo. Algunos arrojaron flores, otros un puñado de tierra, y
muchos agitaron pañuelos blancos, un adiós silencioso y lleno de esperanza. La
tristeza era palpable, sí, pero bajo ese cielo de estratos, la fe en la vida
eterna se extendía como un manto protector sobre los corazones dolidos de
Curarire.
En el cementerio redondo, bajo la atenta mirada de los doce cipreses que se erguían como apóstoles fieles, el ataúd de Diana no fue bajado a una tumba cualquiera. Se abría ante ellos la antigua Cripta del Algarrobo , un lugar que no había recibido a nadie desde hacía siglos, envuelto en el misterio y la leyenda del valle. Era un honor, pero también un eco de la profunda historia que Joaquín había intentado capturar en su relato recién terminado.
PADRE SALVADOR: (Concluyendo la ceremonia, la voz llena de fe y resonancia) Aquí, hermanos y hermanas de Curarire, en este lugar sagrado y ancestral que la Divina Providencia ha dispuesto, entregamos el cuerpo de nuestra amada Diana. Confiados estamos en la promesa inquebrantable de la resurrección. "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Juan 11,25). Que su alma descanse en la paz eterna, y que la luz perpetua, la que no conoce ocaso, brille para ella en el seno del Padre.
Se bendijo la entrada de la cripta con agua bendita, y el incienso, denso y fragante, se elevó como una oración. Los presentes, uno a uno, se acercaron al umbral. Algunos arrojaron flores, otras, un puñado de la tierra fértil de Curarire. Muchos agitaron pañuelos blancos, un adiós silencioso y lleno de una esperanza que se negaba a morir. La tristeza era palpable, sí, un manto espeso que cubría los corazones dolidos.
Una vez que la multitud comenzó a dispersarse, dejando solo a los más
cercanos, Gabriel, Andrés y Tomás permanecieron de pie ante la entrada de la
cripta. La tarde caía, y la luz, antes dorada, se teñía de un azul melancólico.
El silencio se hizo más profundo, roto solo por el murmullo lejano del viento
entre los cipreses.
GABRIEL: (Con la voz ronca,
apenas un susurro, las manos apretadas) Se nos fue… de verdad se nos fue, Ma’.
Pensar que aquí, donde reposan los ancestros, los que tejieron la historia de
este pueblo, ahora descansa ella…
ANDRÉS: (Apoyando una mano
en el hombro de Gabriel, los ojos hinchados por el llanto contenido) Siempre
creí que Ma’ sería eterna. Con esa fuerza, esa risa… Siempre estaba con el
delantal puesto, ¿verdad? Dispuesto a darte un plato de comida o un consejo.
TOMÁS: (Su voz,
habitualmente firme, temblaba) Es como si el pueblo entero se hubiera apagado
un poco hoy. Ella era el alma de esas cocinas en las misiones, la que
organizaba, la que animaba entre la lluvia. ¿Recuerdan cuando llovía como si
llorara el cielo y ella decía: "Pedro, alcanza más leña, que esta sopa
tiene que alimentar también el alma"?
GABRIEL: (Mirando el tronco
del algarrobo, "El Cristo", como si buscara consuelo en su
inmensidad) Duele, hermanos. Duele como si el corazón del valle se hubiera
encogido. Pero ella siempre nos decía que el agradecimiento es la memoria del
corazón. Ella nos amó con hechos, no solo con palabras.
ANDRÉS: (Con una mezcla de
dolor y resolución) Y nos enseñó a amar así. A no conformarnos con solo decir
"te amo". A demostrarlo. Un mensaje, un café, tu presencia… Eso
basta, nos decía Pa’. Ma’ lo vivía. Y si ella pudo, nosotros también. No quiero
seguir siendo solo palabras. Quiero mejorar.
TOMÁS: (Asintiendo lentamente)
Tiene razón Andrés. Ella siempre buscaba la luz, incluso en las tormentas más
fuertes. Nos decía que Dios te bendiga. Que un nuevo día es una nueva
oportunidad para vivir la fe… y demostrar el amor. Es nuestra misión ahora.
Luchar por nuestros sueños, sí, pero no en solitario, con Dios.
GABRIEL: (Se acercó a la
entrada de la cripta y tocó las piedras frías) Ella está aquí, con los que
tejieron la historia de este pueblo. Con el padre Celestino, que la casó y le
dio tanta sabiduría. Él la bendijo el día que la conoció. Y como él, que sigue
enseñando en silencio desde el templo, ella también lo hará desde aquí.
ANDRÉS: (Con la voz más
clara, levantando la vista hacia el cielo que, por fin, comenzaba a clarear
tímidamente) Entonces, no la vamos a defraudar. Esta tristeza nos duele, pero
también nos une. Nos fortalece. Como decía Joaquín en su cuento, la sangre de
los hermanos riega el árbol de la paz. Nuestra tristeza regará el recuerdo de
Diana, y de ahí nacerá la fuerza para seguir su ejemplo.
TOMÁS: (Poniendo una mano
sobre el hombro de cada uno) No estamos solos. Somos hermanos del mismo reino.
Y lo que se cuida en comunidad… florece más fuerte. Por ella, y por lo que nos
enseñó.
PEDRO: (Acercándose lentamente a la entrada de la cripta, con los ojos humedecidos
pero serenos) Bendito seas, mi Dios, por el
inmenso regalo de tu amor reflejado en Diana. Gracias por cada instante que nos
permitiste compartir con ella. Gracias a mi familia, a nuestros vecinos, a
todos los que hoy nos acompañan en este adiós. Su presencia es un testimonio
del amor que Diana sembró.
(Pedro se vuelve hacia Mercedes, su rostro mostrando una honda
preocupación, y en un susurro inaudible para los demás, pregunta)
"¿Mercedes, y Joaquín?".
MERCEDES: (Con una serenidad
forzada, evitando el contacto visual) "Está… está haciendo unos trámites,
papá. No pudo llegar a tiempo, pero está bien."
Los tres hermanos permanecieron allí, en silencio, el uno junto al otro.
Las palabras de Diana, las enseñanzas de Pedro, el eco de la historia de Curarire
y la Cripta del Algarrobo, todo se unía en un solo lamento, pero también en una
profunda y silenciosa promesa: la vida continuaría, el amor no moriría, y la
semilla de fe que Diana había sembrado, ahora enraizada en la antigua cripta,
florecería con más fuerza que nunca.
Mientras tanto, las palabras "delicada" resonaron en la cabeza de Joaquín. No podía quedarse quieto. La incertidumbre lo devoraba. Sin esperar más, corrió por el pasillo indicado, su mente una vorágine de oraciones y miedos. Llegó a la puerta del quirófano 3, una barrera infranqueable de acero y silencio. La luz roja encima de la puerta brillaba, implacable, anunciando que la batalla por la vida de Juan Josué aún se libraba detrás de ella.
El
tiempo se arrastraba con una crueldad infinita para Joaquín. Cada minuto
parecía una hora, cada sombra en el pasillo una figura que no era. Caminaba de
un lado a otro, las manos metidas en los bolsillos, la mirada fija en la luz
roja que le taladraba los nervios. Murmuraba oraciones, promesas, ruegos, todo
lo que su fe le dictaba en ese momento de desesperación.
JOAQUÍN: (En voz baja, casi inaudible) Por favor, Dios… que esté
bien.
El
zumbido del aire acondicionado era el único sonido que rompía el silencio, un
eco constante que amplificaba su angustia. Imaginaba cada escenario posible,
desde el más terrible hasta el más esperanzador, y cada uno lo consumía por
dentro. Había perdido a Diana, y la idea de perder también a Juan Josué era un
golpe que no creía poder soportar.
JOAQUÍN: (Apoyando la frente en la pared fría, respirando hondo)
¿Cuánto más? ¿Cuánto más?
De
repente, la luz roja sobre la puerta del quirófano 3 se apagó. El clic, aunque
suave, resonó en el silencio como un estruendo. Joaquín levantó la cabeza de
golpe. La puerta de acero se abrió lentamente, revelando la figura de un médico
que salía, quitándose los guantes. Su rostro, aunque cansado, mostraba un
atisbo de alivio.
JOAQUÍN: (Se abalanzó sobre el médico, la voz entrecortada por la
emoción y el nerviosismo) ¡Doctor! ¿Cómo está? ¡Juan Josué! ¿Salió bien?
MÉDICO: (Con una sonrisa tenue, deteniéndolo suavemente)
Tranquilo, señor. La operación fue un éxito. Salió todo muy bien.
JOAQUÍN: (Las lágrimas le nublaron los ojos. Respiró con dificultad,
asimilando las palabras) ¿Un éxito? ¡Gracias a Dios! Pero… ¿qué tan grave era?
El vidrio…
MÉDICO: (Asintiendo, con profesionalismo) La esquirla era
mínima, sí. Imperceptible a simple vista. Pero la posición… era crítica. Había
roto una vena importante, muy cerca de la clavícula. Por fortuna, logramos
controlarlo a tiempo. De no haber sido por la rapidez con la que llegó, la
situación habría sido… otra. Pensábamos que tenia fractura, pero solo era
golpe.
JOAQUÍN: (El alivio lo invadió por completo, el cuerpo se le
relajó) Bendito sea Dios… bendito sea Dios. ¿Cuándo… cuándo podré verlo?
MÉDICO: En breve, en cuanto despierte de la anestesia y lo
traslademos a recuperación. El joven es fuerte. Debería despertar pronto. Fue
una batalla, pero la ganó.
Las
palabras del médico fueron un bálsamo para el alma de Joaquín. Se dejó caer en
una silla cercana, las rodillas aún temblorosas. Juan Josué estaba vivo. La luz
roja de la incertidumbre se había apagado, dando paso a la tenue pero firme luz
de la esperanza.
Querido lector, a veces, la vida nos envuelve como esos "Estratos", esas nubes densas y uniformes que cubren por completo el cielo. En esta historia que has recorrido, ese manto gris se ha posado sobre los corazones de Curarire: la inesperada partida de Diana, la angustia de Joaquín ante la incertidumbre de Juan Josué, el velo de tristeza que se extendía sobre el pueblo. Son momentos que nos golpean con una fuerza implacable, donde la desesperación puede parecer el único horizonte.
Sin embargo, en medio de la llovizna y el dolor, se nos recuerda una verdad profunda: la fe. Observamos cómo, incluso en el momento más oscuro, el Cirio Pascual arde, recordándonos que la luz de la resurrección no se apaga. Que la muerte no es el final, sino un tránsito. Vemos a una familia, rota por la pena, pero unida por la esperanza y el amor que Diana sembró. Sus palabras, sus acciones de amor incondicional, se convierten en la brújula que les permite seguir adelante, buscando la luz incluso en las tormentas más fuertes.
Y así, mientras un hilo de vida se aferra y finalmente triunfa en el quirófano, la luz del sol se abre paso en el cielo. Esta historia nos invita a reflexionar: ¿cuántas veces nos hemos sentido cubiertos por esos "Estratos" en nuestras propias vidas? ¿Cuántas veces el miedo y la incertidumbre han amenazado con consumirnos? Este relato es un eco potente que nos dice que, aunque los acontecimientos nos golpeen, no podemos perder la fe. La fe es ese velo protector bajo el cielo de estratos, la certeza de que, incluso en la oscuridad más profunda, hay una luz que no conoce ocaso y una promesa de vida y esperanza que siempre florecerá.La tristeza duele, sí. Pero la fe, el amor y la unidad nos fortalecen, regando la memoria de quienes nos precedieron y dándonos la fuerza para seguir su ejemplo, para ser mejores, para amar con hechos y para luchar por nuestros sueños con la certeza de que no estamos solos. P. Silverio.