La Cripta del Algarrobo II.

12:22

 


El país de Concepción.

Se decía que los extranjeros venían del país de Concepción, una tierra lejana y casi olvidada, envuelta en leyenda y misterio, un país más allá del mar, más allá del cielo, más allá del tiempo. Habían partido hacía incontables lunas, guiados por las constelaciones y por el sol mismo, que les mostró el camino, les confió una misión y les entregó una promesa. Buscaban una espada.

Una espada antigua y poderosa, sagrada y luminosa, que según los relatos había sido forjada por el mismo sol, empuñada por los héroes del amanecer y escondida por los ángeles en tiempos de oscuridad. Traían consigo un mapa —raído, enigmático, de bordes quemados por la sal del tiempo— del que la mujer de vestiduras grises afirmaba que había sido dibujado por el sol en la última plenitud de su fuerza.

Por eso hallaron con tanta certeza la Lámpara del Oritur Diez, oculta en el recinto ancestral. El mapa señalaba con claridad que, tras hallar la lámpara, debían seguir su luz hasta el valle de San Isidro, hasta el corazón mismo de ese valle bendito, allí donde el sol se alinea cada año con la cima de los montes y baña a Curarire con rayos dorados, como lenguas del espíritu.

El mapa hablaba de una espada escondida en el trono de Curarire, en el antiguo palacio, en el lugar donde el rey presidía el Florecimiento y recibía al heredero. Decía que solo el verdadero rey, al levantar la espada, podía abrir la escalera que conducía al cielo. Por eso Nin la codiciaba. No por la espada en sí, sino por su secreto: el poder de escalar las cumbres, de dominar los cielos.

Volviendo al templo antiguo, donde el joven extranjero se había inclinado ante un sepulcro marcado con el símbolo del sol y tres gotas, lograron, con esfuerzo y reverencia, levantar la pesada tapa del sarcófago. Dentro, los restos del difunto yacían envueltos en telas antiguas y flores marchitas, aún impregnadas de una fragancia que no era de este mundo. No tocaron nada. Dejaron todo como lo habían hallado.

Pero cuando alzaron la lámpara y desplegaron el mapa ante la tumba, una luz brotó desde ambos objetos y proyectó un sendero luminoso, una línea viva que apuntaba directamente al centro de Curarire: el trono perdido. Los tres se miraron. Asintieron sin palabras.

 

Y entonces, cuando el silencio se hizo más profundo que el viento, el anciano —el que caminaba con bastón y llevaba en su frente la memoria de los astros— alzó su bastón de madera antigua. Su mano no temblaba, pero su mirada descendió como una plegaria sobre la piedra tallada. Cerró los ojos, e inclinó el rostro hacia la lápida marcada con el sol y las tres gotas.

Y allí, con voz baja y firme, recitó una letanía suave como un canto al viento, tejida de signos y susurros, como si hablara con la tierra misma. No era un conjuro, sino una invocación antigua, como si el alma del valle respondiera a través de cada sílaba.

Letanía de la tierra viva y del resplandor oculto

Por la hoja que no cae sin ser mirada,

por la hoja que danza cuando el día declina,

por la hoja que escucha el susurro del sol,

despierta, memoria antigua.

Por la flor que nace en la grieta del silencio,

por la flor que se abre sin testigos,

por la flor que arde con perfume de eternidad,

despierta, herencia sellada.

Por el fruto que espera en el árbol sin tiempo,

por el fruto que madura bajo la promesa del cielo,

por el fruto que no fue comido sino ofrecido,

despierta, llama dormida.

Por la tierra que guarda los huesos de los justos,

por la tierra que bebió lágrimas y cantos,

por la tierra que conoce el nombre del heredero,

despierta, umbral del Reino.

Por el agua que vio el rostro del primer sol,

por el agua que abrazó el pie del mensajero,

por el agua que aún corre bajo la piedra secreta,

despierta, río oculto de luz.

Por el valle donde el cielo besa la raíz,

por el trono cubierto de polvo y destino,

por el sol que volverá a florecer en el tiempo justo,

abre, puerta del esplendor.

Entonces, tras la última palabra —que no fue dicha, sino susurrada en el alma—, el anciano levantó el bastón y con gesto solemne tocó la marca solar de la lápida.

La piedra incrustada en el bastón se tornó de un amarillo refulgente, como si el sol mismo hubiese descendido a morar en ella. Un resplandor brotó desde su centro, primero como una chispa, luego como una llama sin fuego, y finalmente como una lanza de luz que cruzó el templo en línea recta, abriéndose paso a través de los muros del recuerdo y del tiempo.

El haz luminoso atravesó los pilares del santuario y voló hacia el este, hacia el valle, hacia el palacio oculto donde el trono esperaba desde los días del primer florecimiento.

Los tres viajeros guardaron silencio. Ninguno habló. Porque sabían que la tierra había respondido. Y que la espada, en su escondite, ya comenzaba a cantar.

El fulgor en las ruinas

Los extranjeros habían llegado a lo que fue el palacio de Curarire. A simple vista no parecía el corazón de un reino, pues se alzaba sobre una colina discreta que luego descendía suavemente, como si el terreno formara un ombligo antiguo y secreto.

El palacio, ahora ruinas, emergía en medio de la lluvia como una herida venerada. Las piedras estaban cubiertas de musgo limpio, como si manos invisibles las hubieran cuidado. Entre relámpagos, se dejaban ver las flores que lo adornaban: silvestres, coloridas, vivas.

Avanzaron en silencio. Habían sorteado obstáculos, evitado la batalla que resonaba no lejos de allí: entre flechas, lamentos y gritos. La lluvia subía y bajaba en intensidad, como si también ella buscara comprender lo que estaba a punto de ocurrir.

Cuando pisaron los umbrales del antiguo palacio, la lámpara que llevaban se apagó. El pergamino, tras brillar como un ascua celestial, se volvió cenizas en un instante. El báculo del anciano destelló, y su luz señaló una pared que parecía no haber estado allí un momento antes.

El joven se adelantó. Llevaba el rostro empapado de lluvia y fuego. Cada paso que daba hacia la pared invisible resonaba como un latido en la tierra. Al llegar frente a ella, alzó el brazo y la golpeó con fuerza. Un eco sordo y profundo retumbó en el aire, como si el muro respondiera desde las entrañas del tiempo.

Entonces, la mujer dio un paso adelante.

Sus ojos estaban fijos en el cielo. Alzó los brazos, y en su voz resonó la memoria de los siglos. Una letanía brotó de sus labios, suave al principio, pero pronto se tornó temblorosa como un trueno que aún no cae:

"Oh hoja que naces del polvo y despiertas en la aurora,

florece desde el canto del trueno y abre la raíz escondida.

Fruto oculto bajo la piedra, levántate.

Agua que esperas en la grieta, fluye.

Tierra que guardas la memoria, tiembla.

Luz del Alto, desciende.

Rayo del Primero, hiere.

Muralla del silencio... ¡ábrete!"

Al decir la última palabra, bajó las manos con violencia, como quien lanza una sentencia contra el suelo. El joven retrocedió un paso, como si el mismo aire se hubiera roto.

En ese instante, la lluvia cesó. El viento rugió con un ímpetu nuevo, como si despertara de siglos de letargo. Las nubes comenzaron a relumbrar, cargadas de un fulgor palpitante. Y entonces, un relámpago, como una centella viva, descendió del cielo con furia.

Un rayo potente —blanco, dorado, inmenso— golpeó la pared invisible. Y esta se abrió con una grieta resplandeciente, como si un corazón olvidado volviera a latir. La luz que brotó de su interior fue tan intensa que el cielo pareció estremecerse.

La tierra tembló, y en el silencio que siguió, los árboles inclinaron sus ramas como testigos de un misterio desvelado. El muro, ya partido, respiraba.

El fulgor en las ruinas hizo que la batalla se detuviera. Todos —enemigos, aliados, espías, centinelas— se volvieron hacia el centro del valle. La tierra temblaba. El viento jadeaba. La lluvia, ahora ausente, dejaba paso a un silencio expectante.

Los ejércitos se replegaron, confundidos. Algunos creyeron que la guerra había terminado. Pero la maldad no descansa. Solo se esconde. Espera su oportunidad.

Y cuando más parecía que una tregua se tejía en el aire húmedo de la madrugada, el capitán de Nin —vestido de sombras y acero— espoleó su caballo. Avanzó a galope furioso por las calles del reino, rumbo a las ruinas. Sabía de los extranjeros. Había esperado ese momento. Nadie lo detuvo. Creía que la victoria estaba al alcance de su mano.

Pero al comenzar a subir la colina, alguien se le cruzó en el camino.

Era Solán, adulto y mayor, montado sobre un corcel oscuro como la noche antes del juicio. En su mano empuñaba una espada bruñida por el tiempo, pero viva de luz. Le cortó el paso con un solo movimiento, y con voz clara, firme como un veredicto, gritó:

¡Hasta aquí llegas, imbécil! Tus días de odio se han acabado. ¡Tu sombra ya no manda en este valle! El Capitán de Nin detuvo su caballo. Su rostro, demacrado por la ambición, torció una sonrisa de desprecio.

—¿Solán? —espetó con voz ronca—. Creí que habías muerto con los cobardes de tu linaje.

Morí al pie de esa montaña, respondió Solán bajando de su caballo. Pero volví para cerrarte el paso.

Ambos desmontaron. La tierra misma parecía contener la respiración. Entonces, sin más palabras, el acero habló. La primera embestida fue brutal. El Capitán de Nin atacó con rabia desatada, su espada buscando el cuello de Solán. El filo silbaba en el aire. Solán lo desvió con fuerza. El estruendo del choque retumbó como trueno seco.

—¡Este valle ya no te pertenece! —gruñó Solán mientras giraba con una estocada hacia el flanco.

—¡Siempre ha sido mío! ¡¡Todo esto era mío!! —gritó el capitán con los ojos encendidos, golpeando con tal violencia que las chispas saltaron de las espadas. Solán retrocedió un paso, respirando hondo, y dijo con voz grave:

Tu herencia fue el odio. La mía es la luz.

El capitán embistió con un rugido, y ambos rodaron por el suelo, entre piedras y barro seco. Golpes, patadas, puños. La lucha era cuerpo contra cuerpo, hueso contra hueso. No había estilo, solo furia.

—¡Te borraré del mapa como hice con tu gente! —escupió el capitán, sujetando a Solán del cuello.

—¡Mátame si puedes! —jadeó Solán, alzando la rodilla y arrojándolo lejos—. Pero no detendrás lo que ya ha despertado.

El Capitán se levantó tambaleante, la sangre corriéndole por una ceja.

—¡Eres solo un anciano con delirios!

¡Soy el eco de los que no callaron! ¡Soy la semilla que no pudiste quemar! —rugió Solán, y corrió hacia él con un grito que no era solo suyo, sino de generaciones.

La espada descendió con furia, y el acero encontró carne: un corte en el hombro del Capitán, profundo, pero no mortal. La sangre brotó caliente, y el alarido del herido estremeció a los más cercanos.

—¡Maldito! —bramó el Capitán, tambaleándose hacia atrás y sosteniéndose el brazo—. ¡Crees que con heridas me detienes! ¡He visto pueblos arder y madres llorar… y no me tembló la mano!

¡Justo eso eres! Una mano que no tiembla porque ya no siente. ¡Un alma seca! —le espetó Solán, avanzando con la espada preparada—. ¡Tu fuerza es miedo, tu victoria es ruina!

El Capitán gruñó, y con un giro violento arremetió contra Solán, empujándolo con el hombro. Ambos cayeron al suelo. Rodaron entre tierra y piedras. Puños. Codazos. Golpes sordos contra el pecho, el rostro, los costados.

—¡Tu padre se arrastró ante mis lacayos! ¡Y tú le sigues como un perro! —escupió el Capitán, sujetando a Solán por el cuello.

¡Mi padre murió de pie! ¡Y tú ni siquiera sabes lo que eso significa! —rugió Solán, clavando un puño en el rostro del enemigo.

El Capitán gritó de rabia y lo empujó lejos. Se levantaron jadeando, las ropas desgarradas, los rostros cubiertos de sangre y sudor.

—¡Has destruido todo lo que tocaste! —escupió Solán, girando su espada con dificultad.

—¡Yo construí un imperio! ¡Yo soy orden en medio de vuestro caos de memorias y cuentos de hadas!

Eres ceniza vestida de hierro. Un tirano sin raíz. ¡Un ladrón de futuro!

Volvieron a embestirse. Golpe tras golpe. Cada estocada era una palabra no dicha, cada bloqueo un grito contenido.

La batalla en el valle parecía suspendida. Soldados de ambos bandos miraban, inmóviles. Nadie intervenía. Nadie osaba romper ese combate sagrado. Entonces, un viento feroz descendió del este, como un suspiro largo de montaña. El sol apenas comenzaba a asomarse por detrás de las colinas.

Una espada que salva

La grieta en la pared aún humeaba, respirando como si la piedra misma intentara recordar algo. El joven se acercó con reverencia, sus pasos resonaban como ecos de siglos. Su rostro era fuego y asombro. Extendió la mano, y la oscuridad de la grieta pareció recibirlo.

Tanteó con cuidado. Sus dedos rozaron escombros, polvo, tiempo... hasta que de pronto su aliento se detuvo. Había algo allí: frío, pesado, palpitante, como si tuviera corazón.

—Aquí está... —murmuró, con voz quebrada por el asombro.

Con esfuerzo, extrajo la espada. Su hoja era bruñida, pero no común: era oro líquido, luz forjada, como si el mismo amanecer se hubiera encerrado en metal.

Al levantarla, el tiempo pareció suspenderse. Fue como si el sol se elevara antes de la hora. La luz brotó con tanta fuerza que las sombras huyeron a esconderse bajo las piedras.

El anciano, de pie a un lado, retrocedió un paso. Lágrimas de polvo rodaban por su rostro.

Hemos hecho nuestro trabajo... La espada vive nuevamente. —Su voz era temblorosa, pero en ella vibraba una alegría solemne, como la de un guardián liberado.

La mujer se acercó, envuelta aún en el resplandor que la había acompañado. Se posó junto al joven y al anciano, y susurró:

Ha sido un largo viaje... pero al fin he llegado. Para esto he sido llamada.

Sus ojos, reflejo de estrellas antiguas, se clavaron en la espada. En ese instante, como si el tiempo hubiera dejado de correr, los tres se miraron. En sus rostros no había júbilo, ni temor, ni triunfo. Solo una serenidad profunda, como la de quienes han cumplido una promesa que los precedía. No era la alegría de la victoria. Era el suspiro de un anhelo cumplido después de muchos siglos de espera. La mujer fue la primera en hablar, con una voz que parecía venir desde el fondo del valle y de las generaciones:

Ábrete, puerta...

El anciano la secundó, con una reverencia en la mirada:

Baje hasta nosotros la luz de la vida.

El joven cerró los ojos y se unió al murmullo. Fue apenas un susurro, pero más firme que el bronce, más profundo que el trueno. Como si la tierra misma reconociera esas palabras. Y al decirlas, no desaparecieron con estruendo. No fueron envueltos por fuego ni llevados por viento. Simplemente se desvanecieron, como lo hace la niebla al salir el sol, como lo hacen los que han cumplido su tarea. La luz que los rodeaba no los consumió, sino que los recogió con ternura, como si la historia misma les agradeciera su servicio. Donde estuvieron, quedó solo la espada, temblando en el aire, brillante como la memoria fiel de lo que fue y será. Y entonces, la espada se elevó, sola, libre, llevando en su fulgor la melancolía de lo que parte y la promesa de lo que vuelve. Voló hacia el cielo, cruzando las nubes como un cometa callado. Y el valle, por un instante, volvió a respirar en paz.

La espada, ya sin manos que la sostuvieran, se elevó por los aires como si hubiera recobrado conciencia. No cayó. Voló. Cruzó el cielo como un cometa dorado, surcando la noche que ya no era noche, atravesando nubes como si fuesen recuerdos viejos. Rompiendo el silencio de la madrugada con su propio canto de luz.


 

En la colina, el duelo no se había detenido. Solán y el Capitán de Nin jadeaban, cubiertos de sudor y sangre. Sus miradas eran lanzas. Sus brazos, tambor de guerra. Cada golpe llevaba siglos de rencor. Cada estocada era una historia reclamando justicia.

¡Tus palabras no valen acero, hijo de nadie! —escupió el Capitán, arremetiendo con fuerza brutal, con la furia ciega de quien solo ha vivido para destruir.

¡Y tu acero no conoce verdad! —rugió Solán, girando su hoja con la rabia del recuerdo—. ¡No has defendido un reino, solo tu orgullo maldito!

El choque de las espadas fue un estruendo seco. Una chispa. Un clamor de dos mundos que no cabían en uno solo.

Y entonces… el cielo se partió.

Un resplandor dorado rasgó las nubes. No fue relámpago. Fue llamado. Fue promesa. Fue juicio.

Una ráfaga de luz descendió como un trueno bendito, y todos los presentes —en el valle, en las almenas, en las sombras— alzaron los ojos y contuvieron el aliento.

—¿Q-qué… es esto?... —balbuceó el Capitán, retrocediendo. Sus ojos, acostumbrados a mirar la muerte sin pestañear, temblaban ahora ante aquella luz viva.

Y entonces la espada cayóNo cayó. Se clavó. Eligió.

Eligió. Como una centella sin dueño, descendió entre los dos combatientes.

El estallido de luz fue inmediato. El suelo se agrietó. Las piedras vibraron como si cantaran en lengua antigua. El aire se volvió denso. Los cascos de los caballos se alzaron en sobresalto. Y el tiempo se detuvo. Solán cayó de espaldas.

El Capitán se dobló sobre una rodilla, no por herida, sino por una fuerza invisible y sagrada que lo había obligado a inclinarse.

El resplandor de la espada los envolvía.

Ambos respiraban con dificultad. El sudor les quemaba los ojos.

No es nuestra… —dijo Solán, con la voz entrecortada, sin aliento—. Esa espada no pertenece a hombres que matan. Es la espada de la profecía…

La de los antiguos.

La que no responde al odio.

El Capitán levantó la mirada. Y por un instante, su odio se confundió con ambición.

Sus ojos, húmedos de ira y asombro, ardían con una nueva fiebre: poder.

—Si la tomo… —murmuró, casi sin voz—. Cumpliré con mi misión. Y entonces el portal... me obedecerá.

Y como un animal herido, se arrastró hacia la espada.

Solán lo vio moverse. Sintió el impulso de detenerlo. Pero también él dio un paso.

Ambos comenzaron a acercarse.

Y el viento… guardó silencio.

La espada aún brillaba, clavada entre ellos, viva, ardiente, como si aún estuviese esperando a quien la mereciera de verdad.

Un destello más intenso recorrió su hoja.

Y por un instante, las sombras de los dos hombres se proyectaron sobre el suelo… como si fueran niños.

Ni guerreros.

Ni enemigos.

Solo hijos de una historia que aún no terminaba.

You Might Also Like

0 comentarios

Popular Posts

Like us on Facebook

Flickr Images